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El mismo sol que ahora mira Jack Norton desde su asiento en el Despacho Oval mientras medita sobre todo lo que sus asesores quieren que medite. Jack Norton nunca ha huido de los problemas, pero desde que Fred Barker le despertara para contarle lo que ocurría en Los Ángeles, piensa que le gustaría poder escapar corriendo y meterse en un agujero, como un avestruz, para alejarse de los problemas.

Horas antes, mientras Barker, el vicepresidente Ellis y él mismo seguían el desenlace del ataque con napalm, Jack había pensado, con cierto deje de humor, en por qué no podría haberle tocado a él un escándalo sobre felaciones de becarias, o incluso otra crisis con misiles en Cuba.

El presidente aparta la vista de la ventana. El cansancio le ha marcado el rostro y presenta unas profundas ojeras. El Despacho Oval está realmente ocupado. Barker y Ellis siguen allí, pero ahora también están presentes varios asesores, civiles y militares. El coronel Trask está sentado junto a Barker. Todos ellos están colgados de conversaciones telefónicas y mirando pantallas de ordenador o papeles. Sobre la mesa central del despacho hay extendidos varios papeles con datos de todo tipo. Hace rato que Norton ha dejado de intentar entender todo lo que le dicen. En ocasiones, todos esos hombres le hablan a la vez, proponiendo ideas y tratando de convencer a los demás de que son ellos los que tienen la razón.

Y Norton empieza a superar la barrera del cansancio en dirección al agotamiento. Ahora mismo se siente incapaz de pensar por encima de las seis o siete conversaciones cruzadas que tienen lugar al mismo tiempo. Se pregunta cómo son capaces de prestar atención a lo que les dicen por teléfono.

Jack gira la cabeza hacia la izquierda. Sentado en una silla, con las manos sobre las rodillas y claro aspecto de querer estar en cualquier otro lugar del mundo que no fuera ese despacho, Kurt Dysinger observa a los asesores del presidente con expresión de aturdimiento. Y de pronto, Jack Norton se siente más cercano a ese hombre que a cualquiera de los que le han acompañado en el poder desde que accediera al cargo.

Kurt Dysinger es un pez fuera del agua en el Despacho Oval. Jack le observa con atención. El doctor tiene las ojeras tan marcadas que parece que se ha maquillado al estilo gótico. Está pálido y claramente agotado, y con la mano derecha se roza de forma inconsciente el hombro herido.

Jack se pone en pie. Casi al momento, todos los presentes se giran para mirarle. Kurt también, aunque intimidado por encontrarse en aquel lugar, en presencia del presidente de los Estados Unidos.

—Señores —dice—, salgan del Despacho. Ahora.

Su tono no da lugar a réplicas. El vicepresidente se pone en pie lentamente, mirándole con el ceño fruncido en un gesto de incomprensión.

—Jack…

—Todo lo que están hablando, sé perfectamente que están trabajando por el bien de este país y para intentar solucionar esta crisis, pero tengo que dar una maldita rueda de prensa en diez minutos y me gustaría concentrarme en ella. Ellis, quédate. Y tú también, Barker.

Asintiendo, el resto de los presentes comienzan a levantarse y recoger sus papeles y ordenadores portátiles para abandonar la sala.

—Coronel Trask —añade Jack—, me gustaría que usted y el doctor Dysinger se quedaran también.

Kurt se sorprende al escuchar su nombre y asiente con la cabeza, nervioso.

—Sí, señor presidente —dice Trask, sentándose de nuevo junto a Barker.

Jack Norton espera hasta que todos los demás abandonan la sala y la puerta queda cerrada de nuevo antes de volver a sentarse y mirar a los cuatro hombres presentes en el despacho.

—Señores, en diez minutos voy a ponerme delante de las cámaras y admitir que este gobierno ha bombardeado la ciudad de Los Ángeles —asegura—. Y después, voy a hablar sobre muertos que se levantan y atacan a los vivos. Tan sólo se me ocurren dos tipos de reacciones a un discurso como ese: o se ríen… o cunde el pánico.

—Hemos intentado que el discurso sea lo más amable posible —asegura Ellis.

Jack le mira. Ellis siempre le ha parecido poco espabilado. Es evidente que es un hombre inteligente y que sabe desenvolverse sobre todo en el ámbito político, debido a los numerosos contactos con los que cuenta, pero Jack siempre ha tenido la sensación de que dentro de la cabeza del vicepresidente, algunas tuercas no acaban de girar del todo.

—Aunque diga muertos vivientes en lugar de zombies, o incluso infectados, no hay forma amable de decir todo lo que tengo que decir hoy. Seamos realistas, señores, nos encontramos ante una situación como nunca hemos vivido. Y aún no estamos, ni mucho menos, en lo peor.

—Señor presidente —Trask levanta la mano, como una forma de coger el turno de hablar—, inmediatamente después de sus palabras abriremos la cobertura informativa.

Jack sonríe divertido ante la forma «políticamente correcta» que ha tenido Bernard Trask de explicar algo que él sólo puede denominar como censura. Estados Unidos siempre se ha jactado ante el mundo de la libertad de prensa, pero, como supongo que recordarás, mientras el editor amigo de Brad Blueman, Angus McGee, veía las noticias, la imagen se cortó, en teoría por problemas técnicos. La realidad es mucho más aterradora.

El propio ejército estadounidense había paralizado las transmisiones de información sobre lo que ocurría en Los Ángeles, bajo el pretexto de Seguridad Nacional. En todas las cadenas habían surgido protestas e intentos de boicotear la represión militar argumentando libertad de prensa y acusando al gobierno de fascismo. En la delegación de Washington de la CNN, el director de la cadena había golpeado a un soldado y había esgrimido un folio en el que aparecían impresos los derechos que tenía la prensa. Las confrontaciones se habían dado en todos los periódicos, cadenas de televisión y radios del país, donde los trabajadores experimentaban algo nunca visto y observaban, primero con miedo pero después con ese orgullo mal entendido de los que se creen seguros, cómo los militares ocupaban sus puestos de trabajo y les retenían.

Poco importaba que se les explicara que se trataba tan sólo de una medida temporal, hasta que el presidente informara en una rueda de prensa por la mañana. Si algo tienen los periodistas es que piensan que su trabajo es intocable.

Como ahora explica Bernard Trask, después de la declaración del presidente, esa anulación informativa desaparecería, en parte porque, mientras durara esa crisis iban a necesitar la ayuda de los medios más que nunca. Era imperativo que la información de que disponían sobre los zombies llegara hasta el pueblo más remoto. Si la gente sabía lo que estaba ocurriendo, cómo defenderse o qué hacer, tal vez podrían detener la amenaza. Pero no querían que la información llegase sesgada o impresa de ese miedo que a los medios les gustaba tanto añadirle a todo.

Que todo lo ocurrido con la ciudad de Los Ángeles hubiera sucedido de noche había ayudado a que la gran mayoría de los ciudadanos del país desconocieran que estaba sucediendo algo.

Y sí, todos ellos son conscientes (Jack no está seguro de cuál de sus asesores sacó el tema a colación) de que en el resto del mundo algunas cadenas están hablando sobre lo que pasa, aunque no sepan a ciencia cierta de qué se trata, y de que en Internet han empezado a aparecer videos, todos mal grabados, sobre la ciudad de Los Ángeles en llamas, camiones militares repartiéndose por las calles de la ciudad, algunos ataques de zombies, etc. Incluso algunas de las imágenes que fueron emitidas antes del corte han cruzado esas barreras.

Pero nada de eso es aún noticia porque no son respaldados por las propias cadenas americanas, en las que no se habla de nada de eso, aunque se anuncia que el presidente hará una declaración esa misma mañana. Al parecer, en una cadena de noticias japonesa han hablado sobre una operación terrorista en Los Ángeles encubierta por el gobierno.

—Eso no me preocupa —dice Jack, respondiendo al comentario del coronel Trask—. Pero sí me preocupa la reacción que provoque mi discurso. No me preocupo por mí, ya tengo asumido que no pasaré a la Historia por ser el presidente mejor recordado por sus acciones —Jack sonríe, como para confirmar que se trata de una broma. Al ver que ninguno de los presentes mueve un músculo de la cara, Jack borra la sonrisa de sus labios y continúa—. Caballeros, mi padre siempre me decía que para enfrentarse a las cosas correctamente debes ponerte en lo peor porque es la única forma en que podrás estar preparado para todo.

—Señor presidente —es Barker quien habla—, es evidente que su imagen va a quedar dañada y nadie verá con buenos ojos que haya aprobado un bombardeo con napalm sobre suelo estadounidense…

—No sobre suelo estadounidense, Fred —corrige Jack—, sino sobre una ciudad tan emblemática e importante como Los Ángeles. Pero no es de eso de lo que estoy hablando, porque sinceramente, mi imagen política o personal en estos momentos no me preocupa una mierda.

—Señor presidente —Kurt Dysinger se levanta de la silla donde ha estado sentado durante todo el tiempo, con aspecto de no querer estar allí—, yo asumiré toda la culpa. Yo creé el Cuarto Jinete, incluso fui yo quien propuso el uso de napalm, y quiero ser yo quien cargue con…

Jack Norton le acalla subiendo el brazo. Kurt cierra los labios y vuelve a sentarse. Jack le observa con admiración.

—No me preocupa buscar o señalar culpables para lo que está ocurriendo, doctor Dysinger. Después de roto el plato, no me importa quién lo haya hecho, sino buscar soluciones para que nadie pise los fragmentos y se corte al hacerlo. No le miento, doctor Dysinger, y tanto usted como yo vamos a convertirnos en la diana para todos los insultos y críticas que lancen los periodistas de todo el planeta, usted por firmar el proyecto del Cuarto Jinete, y yo por no haber sido capaz de detenerlo, destruir la ciudad de Los Ángeles, coartar la libertad de información y, qué se yo, seguro que me critican por llevar puesto este traje o por mi corte de pelo. ¿Y sabe una cosa, doctor? Me importa una mierda mientras logremos solucionarlo. Y si lo conseguimos, seré el primero en dimitir de mi cargo y aceptar las consecuencias de mis actos, porque si no lo conseguimos, nada de eso importará, y dará igual si fue usted el culpable o fue un profesor de química enojado con el mundo mezclando polvos en un garaje lleno de cajas de cartón. Si no solucionamos esta crisis, es posible que no quede nadie para recordarme. Ni a mí, ni a ninguno de los presidentes anteriores.

Viéndole hablar así, es fácil imaginar lo que vieron millones de votantes al decidir escribir su nombre en la papeleta de voto. Jack Norton es un líder, y habla como uno. Y si no acabas de estar convencido, sólo tienes que girarte y observar los rostros de los cuatro hombres presentes en la sala, porque encontrarás admiración incluso tras la fría y dura expresión del coronel Bernard Trask.

—Y dicho eso, Kurt —Jack clava sus ojos azules en los de Kurt—, quiero que dejes de señalarte como el único culpable de lo que está ocurriendo porque ahora mismo nadie sabe más que tú sobre este virus y necesitamos que tengas la mente clara y alejada de lástimas autodestructivas. Y después de la rueda de prensa haré que te obliguen a meterte en una cama y duermas un poco.

—S… sí, señor presidente —responde Kurt, sorprendido por el exabrupto.

Y entonces, Jack vuelve a fijar la vista en los otros tres hombres presentes: Ellis, Barker y Trask.

—Señores, a lo que me refiero es a que esta noticia va a ser el equivalente del siglo XXI al pánico que surgió después de la retransmisión radiofónica de La Guerra de los Mundos. Elevado a la quinta potencia. Y ojalá me equivoque pero, o nos preparamos para eso o nos pillará con la guardia baja y después será más complicado reaccionar.

—Jack, estamos haciendo todo lo posible —Ellis extiende los brazos, tratando de abarcar todo el Despacho Oval.

—Pero cundirá el pánico —asegura Fred Barker—. Y es nuestro trabajo cuidar de la gente.

—Nuestro trabajo es acabar con los zombies —le corrige Ellis—. El trabajo del ejército es aniquilar a esas cosas.

Barker mira al presidente, buscando apoyo. Ellis también, pero el comandante en jefe de los Estados Unidos menea la cabeza.

—Fred tiene razón, Ellis. Necesitamos crear zonas seguras, trasladar a la gente allí y protegerles. Pero Ellis también tiene razón, Fred. Tenemos que acabar con los zombies.

—Va a requerir un esfuerzo sobrehumano coordinar a todo el mundo, pero vamos a necesitar a cada soldado, policía, bombero, agente del FBI, guardias forestales o cualquier tipo capaz de disparar un arma y obedecer una orden —asegura Barker.

—Señor presidente —Ellis se pone en pie para hablar—, siento ser yo quien lo recuerde, pero seguimos el protocolo con Castle Hill y sin embargo, algo se nos escapó de las manos. Por proteger a la gente iniciamos la infección en Los Ángeles.

Jack asiente, pensativo.

—Señor presidente —vuelve a ser Bernard Trask el que habla, aunque esta vez no levanta la mano—, creo que tengo una idea sobre eso.

—Hable, coronel.

—Compartimentación, señor. Lo que yo propongo es…

El coronel se ve interrumpido por dos golpes enérgicos en la puerta. Una secretaria de mediana edad asoma la cabeza.

—Señor presidente, es la hora para la rueda de prensa.

Jack asiente y mira el reloj.

—Señores, debo hablar con los Estados Unidos de América. Doctor Dysinger, acompáñeme. Coronel Trask, explíquele su idea a Barker y Ellis y en cuanto termine, llévenla a cabo.

—Señor presidente, ni siquiera la ha escuchado —protesta Ellis.

—No me cabe duda de que será buena.

Dicho eso, Jack y Kurt salen del Despacho Oval tras la secretaria. Fred Barker mira al vicepresidente Ellis encogiéndose de hombros, y después le indica a Bernard que empiece a hablar con un gesto de las manos.

Y el coronel Bernard Trask explica su idea.