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El tráfico había comenzado a despejarse a la altura del bosque nacional de Los Ángeles. En el interior del coche todos iban en silencio, pensativos mientras Verónica conducía por la ancha calzada que cortaba el verdoso paisaje, con los puños apretados sobre el volante con tanta presión que los nudillos habían adquirido un tono blancuzco.

La única que había logrado quedarse dormida era Paula, que descansa sobre las piernas de Mark, estirada en la fila de asientos intermedia del vehículo. Todos los demás, aunque lo han intentado, no han sido capaces de desconectar su mente. Mark supone, de forma acertada, que aún están todos en estado de shock. Ver la ciudad de Los Ángeles atacada y envuelta en llamas les ha resultado tan impactante como lo fue en su momento ver caer las Torres Gemelas.

No cree poder olvidarlo jamás.

Mira a Paula. La niña duerme con la boca medio abierta y las manos entrelazadas junto a ella. Su reloj de Mickey Mouse marca las ocho de la mañana. Mark se pregunta cuánto ha dormido en las últimas veinticuatro horas. ¿Apenas un par de horas? ¿Menos?

Lo que siente en la boca del estómago es algo que no ha sentido nunca hasta ahora, no con tanta intensidad, al menos. Es una sensación de desazón que se ha extendido a todo su cuerpo. Siente angustia como un puño en la garganta que le dificulta respirar. Todas sus emociones están a flor de piel, están presentes las ganas de llorar, la sensación de no poder hacer nada, la soledad.

Para definir su estado anímico, lo más parecido que se le ocurre, es la sensación que tenía los domingos cuando era niño y la llegada del nuevo lunes y el regreso al colegio le angustiaban de tal manera que le provocaban inapetencia. Intentaba jugar, pero se cansaba al minuto. Intentaba leer, pero lo dejaba después de una página. Encendía la televisión, pero nada le llamaba suficientemente la aten ción como para mantenerle pegado a la pantalla y acababa pulsando el botón de apagar para quedarse sentado en el sillón, mirando al infinito, sintiendo que el aburrimiento le ahogaba.

Aunque él sabía incluso entonces que no era aburrimiento, sino la desesperación que le provocaba que al día siguiente volviera la rutina, las clases, madrugar, estudiar…

O tal vez como la sensación de soledad infinita y la imposibilidad de volver a ser feliz que le embargaba cuando una chica le decía que no. Esa sensación acababa olvidándosele al día siguiente, pero Mark recuerda perfectamente la agonía que le producía, lo emocional que era en su adolescencia frente a lo cerebral que se volvió tras la universidad.

Mira hacia la tercera fila de asientos del Land Rover. Ozzy, Stan Marshall y Brad Blueman están un poco apretados. Los tres tienen la mirada perdida y Blueman está abrazado a su cámara de fotos como si fuera un peluche. Ozzy no ha intentado ocultar que ha llorado durante un buen trecho del camino. Sus ojos están hinchados y enrojecidos.

—¿Quieres que te releve un rato?

Patrick hace la pregunta en voz baja. Verónica le mira un momento, con una expresión aturdida, como si le hubiera preguntado algo en chino.

—No hace falta —dice ella.

—Tienes que estar cansada.

Verónica niega con la cabeza y se encoge de hombros. Patrick no insiste. Durante los siguientes diez kilómetros, Patrick le da vueltas mentalmente a la idea que quiere exponerle a los demás. Quiere hablar, pero el silencio en el coche se ha convertido en algo opresivo, y le cuesta encontrar el momento para hacerlo. Contempla el paisaje, los montes verdosos que se extienden hasta donde da la vista. En un momento dado le parece ver un ciervo, pero no está seguro del todo.

Finalmente, carraspea.

—Creo que hay algo que deberíamos hablar —dice.

No espera respuesta, y no la obtiene.

—Tenemos que decidir qué vamos a hacer ahora.

Patrick mira a Verónica, pero esta mantiene la vista clavada en la carretera. A Patrick le parece que lo hace de manera forzada, para evitar tener que mirarle y afrontar los hechos. Patrick se gira en el asiento y mira hacia Mark, Ozzy, Stan y Brad.

—¿A qué te refieres? —pregunta Stan.

—Bueno, Stan, me parece que es bastante obvio —responde Patrick sin ocultar su crispación.

—No hay nada que decidir —le interrumpe Brad, hablando como si señalara algo obvio—. Ya visteis lo que ocurrió allá atrás. Arrasaron la ciudad.

—¿Crees que erradicaron el problema? ¿Que mataron a todos los zombies y ya se terminó esta pesadilla?

Patrick observa que Stan baja la mirada, afectado. Pero Brad le mira como si estuviera loco.

—Pues… pues claro, ¿no? Ese es su trabajo, terminar con esto. Y si no lo consiguieron con el bombardeo, estarán haciéndolo ahora, como lo hicieron en Castle Hill.

—En Castle Hill algo se les escapó. Uno de los supervivientes estaba infectado. ¿Quién nos asegura que no estás tú infectado, por ejemplo?

Brad mira a Ozzy y Stan, buscando colaboración, ofendido, pero ambos hombres evitan su mirada. Patrick observa los círculos rojos que se forman en las mejillas del periodista.

—¡Yo no estoy infectado! —exclama—. ¡Nadie me ha mordido!

Patrick abre la boca para responder, pero Verónica se le adelanta alzando la voz y mirando con expresión dura a Brad a través del espejo retrovisor.

—¡A nadie le habían mordido, idiota! ¡No sabemos cómo actúa ese virus! Tal vez todos estemos infectados pero no lo sepamos aún.

El exabrupto de Verónica hace que Brad se encoja en el asiento, reprimiendo las lágrimas que le llegan a los ojos. Gira la cabeza hacia la ventanilla y observa el paisaje con expresión herida.

—¿Quieres decir que crees que esto no se va a detener? —pregunta Ozzy.

—Espero que sí, pero tal vez no. Y creo que nos conviene prepararnos para lo peor.

Patrick no se da cuenta, pero nosotros sí podemos observar la mirada que le lanza Verónica. En ella hay grabada una expresión de miedo que no es habitual.

—¿Qué propones?

Patrick medita un momento lo que va a decir.

—Creo que deberíamos aprovisionarnos.

Brad resopla indignado.

—En serio, ¿os estáis oyendo? ¿De verdad estáis pensando seriamente en aprovisionaros? —la última palabra la pronuncia con un claro tono burlón—. Venga ya, parece que estéis dando por sentado el Apocalipsis, que el mundo se va al garete y sólo nosotros vayamos a sobrevivir. ¿Os dais cuenta de lo locos que sonáis? Porque sonáis como esos tipos a los que ponen camisas de fuerza y encierran en celdas acolchadas. ¡El mundo no se está acabando! Mirad ahí fuera, joder, mirad todos los coches que pasan en las dos direcciones. ¡Toda esa gente está viva! ¡El ejército se ha ocupado del problema!

Brad coge aire al terminar. Se siente un poco avergonzado al darse cuenta de que todos le miran. Le tiemblan las manos.

—Nadie está diciendo que vaya a pasar, Brad —Ozzy se encoge de hombros al decirlo—. Es un «por si acaso».

—Pero es que ni siquiera deberíamos pensar en por si acasos.

—Nadie te obligó a subirte a este coche —Verónica vuelve a hablar en ese tono frío y medio despectivo que utilizó antes, mirando a Brad a través del retrovisor central. El periodista aparta la mirada—. Y eres libre de bajarte cuando quieras. Dímelo, frenaré y te abriré la puerta para que te bajes.

Brad no responde. Pero aprieta los dientes, presa de la frustración y la furia.

—Me lo imaginaba.

Verónica casi escupe esa última frase. Patrick le pone una mano sobre el hombro pidiéndole calma.

—Brad, simplemente creo que tenemos que ponernos en lo peor —le explica, en tono conciliador—. Y si dentro de dos días han matado hasta al último muerto del mundo, podremos reírnos de nosotros mismos. Te aseguro que nadie quiere que eso pase más que yo.

Brad suspira y se encoge de hombros. Parece estar al borde de las lágrimas, pero al menos se ha relajado. Un poco.

—¿Entonces estás de acuerdo?

Brad no responde. Gira la cabeza hacia la ventanilla, preocupado. Aunque no, la verdad es que no es preocupado la palabra. Yo apostaría más bien a que Brad está cagado de miedo. Patrick ignora el desplante y mira a Mark.

—¿Estáis de acuerdo vosotros?

Mark asiente. En el asiento trasero, Ozzy asiente. Stan Marshall le mantiene la mirada a Patrick durante un momento, y al cabo de unos segundos, también mueve la cabeza afirmativamente. Brad suspira con resignación, lo que le vale otra mirada asesina de Verónica. En este caso Brad no la ve, porque tiene la vista fija en el paisaje más allá de la ventanilla, en el resplandor del sol…