Bastantes kilómetros al sudeste, Hamza también alza la vista hacia el repentino resplandor naranja que llena su espejo retrovisor. Para entonces, el taxi está entrando en Palm Springs, pero Hamza queda tan sorprendido por la imagen de las llamas alzándose sobre Los Ángeles que descuida la carretera. El taxi golpea el quitamiedos del arcén, Hamza intenta enderezar el vehículo, pero este rebota y regresa al asfalto estampándose contra un camión de reparto que se ha detenido.
El golpe no es brusco, pero es suficiente para lanzar a Zoe, Duck y Gabriel contra los asientos delanteros. Richard despierta de golpe y mira a su alrededor, con ojos aterrorizados y los puños cerrados, dispuesto a pelear. Se calma al ver que no hay muertos rodeando el vehículo.
—Joder —murmura Duck.
Richard se gira, y su boca se abre al ver el skyline de la ciudad envuelto en llamas. Se frota los ojos, por si acaso fuera sólo un sueño.
El dueño del camión se ha acercado a ellos y Hamza abre la puerta para hablar con él. Dentro del coche, Gabriel mira a los demás, asustado.
—¿Creéis que ha sido el gobierno?
—Por supuesto que han sido ellos, hijo —responde Richard.
—Madre mía —Duck abre la puerta trasera y sale al exterior. A su espalda, Hamza le está explicando al conductor del camión que se ha distraído al ver la explosión. Duck se aleja de ellos un par de pasos, con la vista fija en la ciudad en llamas.
Zoe, Gabriel y Richard también se bajan del coche. La mujer, por lo general sonriente y cerebral, está llorando. Gabriel le pone una mano en el hombro, no tanto porque quiera ofrecerle consuelo sino porque él también necesita el contacto.
Pero es dos coches más allá donde debemos fijar nuestra atención, junto al Chevrolet rojo con llamaradas pintadas sobre el capó y luces de neón moradas iluminando los bajos. El dueño de ese Chevrolet responde al nombre de Jerome, y es ese tipo que parece salido de una revista de culturismo, el que lleva el pelo rapado al cero y los musculosos brazos tatuados con calaveras y parafernalia bélica. Si pudiéramos verle sin camiseta, comprobarías que sobre el corazón lleva tatuada una esvástica. Jerome es un tipo de convicciones reales que gira la cabeza al escuchar el acento árabe que habla sobre no poder esquivar al camión.
Cuando Jerome echa a andar hacia el taxi, sus ojos inyectados en sangre están profundamente clavados en la espalda de Hamza, surcados por un odio a las razas que ha cruzado generaciones en su familia. Su rostro, anguloso hasta el punto de parecer tallado, está tenso.
Pasa junto a Duck y le deja atrás. El conductor del camión de reparto levanta la vista un momento antes de que Jerome les alcance, agarre a Hamza por los hombros y le lance contra el taxi.
—¡Habéis sido vosotros, árabes hijos de puta! —grita, escupiendo saliva entre los dientes.
Jerome se lanza sobre Hamza, que levanta los brazos intentando defenderse. Cuando comienza a golpearle, el conductor del camión se aleja. Duck se gira. La gente que se encuentra cerca se está acercando, con esa fascinación morbosa que hace que todo el mundo pise el freno al ver un accidente de coche en la carretera. Corre hacia Jerome e intenta meterse entre él y Hamza.
—¡Quieto! —grita.
—¡Han sido estos tíos! —le grita Jerome a la cara—. ¡Los hijos de puta quieren destruir Estados Unidos! —Jerome empuja a Duck a un lado y señala a Hamza—. Pero ahora vas a ver, mono de mierda.
Levanta el puño para volverlo a estampar contra el rostro ensangrentado del taxista, pero entonces Duck le agarra el brazo. Gabriel corre junto a su amigo y le ayuda a separar a Jerome de Hamza.
—¿Por qué le defendéis? —grita Jerome, exaltado.
Duck se da cuenta de que varias de las personas que se han acercado a mirar empiezan a murmurar señalando hacia Hamza. Y todos parecen cabreados. Duck sabe que están a punto de traspasar la barrera que separa la cordura del linchamiento popular.
—¡Él no ha hecho nada! —responde, en voz lo suficientemente alta como para que le oigan.
—¡Es un puto terrorista! —grita Jerome, intentando soltarse. Duck le empuja hacia atrás y levanta las manos, pacificador.
—¡Hijo de puta! —grita alguien.
Duck y Gabriel retroceden un par de pasos, observando al grupo de personas que se encuentran cada vez más cerca de ellos. Jerome les observa con una sonrisa torcida en el rostro. Tras ellos, Richard ayuda a Hamza a incorporarse. El taxista tiene la nariz rota y el labio superior partido. Le falta un diente. Su barbilla y su ropa están manchándose de sangre.
—¡Apartaos! —exige Jerome, cerrando los puños—. No quiero haceros nada a vosotros, pero ese Alí Babá de mierda tiene que recibir su parte.
Gabriel mira a Duck y después a la muchedumbre, que cada vez se parece más a un pelotón de fusilamiento.
—Duck, tal vez deberíamos…
—¡Es inocente! —asegura Duck—. Es un taxista, por el amor de Dios…
—¡Su gente es responsable de la muerte de muchos americanos inocentes y debe pagar por ello! —grita Jerome, levantando un grito exaltado por parte del público.
—Tu gente es responsable de la muerte de seis millones de judíos. Tal vez deberíamos darte una paliza a ti.
Richard Jewel ni siquiera levanta la voz cuando habla, pero en estos treinta metros cuadrados de la autopista 10, cercanos a Palm Springs, se hace el silencio después de su sentencia. Duck Motton olvida por un momento a Jerome y gira la cabeza para mirar a Richard con expresión de perplejidad.
—¿Qué coño has dicho? —Jerome ya no suena tan seguro de sí mismo como antes.
—He dicho exactamente lo que has oído —responde Richard—. Si es que tu cerebro de chorlito es capaz de procesar más de una frase a la vez.
Jerome alza un puño cerrado, señalando hacia Richard Jewel.
—No eres más que un borracho de mierda y estás protegiendo a un terrorista.
Richard se encoge de hombros.
Pero Jerome se da cuenta de que ha perdido el favor de la gente. Todos murmuran y alternan las miradas entre la escena que tienen delante y la que ocurre en el horizonte, al oeste.
Finalmente, Jerome se aleja dando largas zancadas hacia su Chevrolet tuneado. Duck lanza un suspiro de alivio y se acerca a Richard Jewel y Hamza.
—Gracias —les dice el taxista.
Zoe le ofrece un pañuelo. Hamza lo coge y presiona contra el labio y la nariz.
—Si no te importa, compañero, seguiré conduciendo yo —dice Duck.