Después de avisar al coronel Anderson para que pusiera en marcha la retirada de las tropas, Bernard llamó a Barney Ayes. El teléfono dio cuatro tonos antes de ser respondido, y no fue Ayes el que contestó, sino Montoya. Se escuchaban gritos y disparos al otro lado.
—Montoya, ¿cuál es la situación?
—Señor, hemos sido incapaces de alcanzar el puente Gage. Nos encontramos sitiados en un edificio en la avenida Eastern. Barney Ayes y Stanley Trenton han muerto, señor.
Bernard cerró los ojos.
—¿Podéis salir de ahí? —pregunta.
—Por el momento lo dudo, señor.
—Montoya, van a bombardear Los Ángeles con napalm. Les quedan dieciséis minutos para salir del radio del ataque.
—Señor, me temo que… —Montoya se aparta el teléfono de la cara y Bernard le oye gritar—. ¡Cuidado a las tres! ¡Me cago en la puta!
Una ráfaga de disparos hace que Bernard se aparte el teléfono de la cara.
—¡Señor! —Montoya vuelve a hablarle—, ha sido un placer trabajar a sus órdenes, señor.
—Lo mismo digo, Montoya.
La comunicación se corta. Bernard imagina que Montoya ha colgado el teléfono. Con sensación de creciente desasosiego, Bernard deja el suyo en el sillón de cuero del avión y siente ganas de llorar, por primera vez en mucho tiempo. Da un furioso puñetazo al respaldo del asiento y grita.
Kurt le mira, pero no se acerca. A veces, a la gente hay que dejarla lidiar en solitario con sus penas.