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Pero retrocedamos en el tiempo. A veces, para poder visualizar la imagen global de los acontecimientos es necesario moverse a través del tiempo, sinuosamente, como una serpiente. Ven, vamos hasta Washington D.C y entremos en la Casa Blanca. ¿Cuánta gente crees que puede alardear de haber entrado en la Casa Blanca? Y no me refiero en plan visita de museo siguiendo la línea amarilla.

Nuestro destino, ahora, es el Despacho Oval, el que tantas veces hemos visto en películas y series de televisión como el lugar central desde el que se dirige el mundo, o se lucha políticamente para defender a Estados Unidos de las crisis más variopintas y terribles.

Fred Barker y el vicepresidente Ellis acaban de informar al presidente Norton de la situación en Los Ángeles y de cómo se está deteriorando por momentos. El secretario general también está presente. El rostro de Jack Norton está cruzado por una expresión de angustia que partiría el alma a cualquiera. Fred Barker está escuchando lo que le cuentan a través de un teléfono. Cuelga el aparato en cuanto nosotros llegamos.

—Hemos perdido el puente de Baldini y en Florence están en problemas.

El presidente deja escapar un suspiro de horror. En la pared hay una pantalla que muestra un mapa de Los Ángeles.

—Dios santo —murmura.

—El grupo del coronel Trask ha establecido una segunda línea de barricadas por el este a la altura de la 605 —dice Barker, sentándose frente al presidente—, y ahora están avanzando como un comando especial en dirección a la intersección de Garfield y Slauson. Pretenden prestar auxilio a los soldados que aún resisten en el puente de Gage.

El puente de la avenida Gage se sitúa entre el puente de Slauson y el de Florence. Después de que los militares perdieran la posición en Slauson, los zombies están cercando a los militares establecidos en Gage. Cuando recibieron la orden de abandonar el puente y retroceder hasta la carretera 605, donde se estaban estableciendo nuevas barricadas, el teniente al mando del grupo en Gage, un tal Forrest Dawson, se negó a hacerlo.

Cuando le preguntaron por qué, Dawson explicó que estaban prestando ayuda a un grupo de civiles, pero si intentaban huir no podrían llevarles a todos en los camiones y que sus hombres, y él mismo, estaban dispuestos a resistir en el puente para proteger a los civiles, y, si la situación empeoraba, cederían los camiones a los civiles y ellos se quedarían atrás.

El propio Barney Ayes intentó que Dawson entrara en razón, pero este contestó que la decisión estaba tomada y no cambiaría. Y Ayes no había insistido, pero en cambio había llamado a su superior. El coronel Bernard Trask había respondido al teléfono al primer tono, y Ayes le había explicado la situación.

—Señor —le había dicho Ayes—, Anderson está perfectamente preparado para hacerse cargo de la situación, ahora que la ha entendido correctamente.

—Ayes, Los Ángeles no es Castle Hill —advirtió Trask.

—Lo sabemos, coronel, pero queremos intentarlo.

Bernard Trask, en el avión, se pasó la mano por la cara y suspiró, sabiendo que la decisión de Ayes era la misma que él había tomado respecto a Castle Hill, aunque todos le advirtieron una y otra vez que era un suicidio entrar en el pueblo infectado.

—Informaré a Fred Barker que el mando en Los Ángeles vuelve a estar en manos de Anderson —dijo, finalmente.

—Gracias, señor.

—Ayes… ocúpate de que todos volváis vivos.

—Lo haré, señor.

Y ahora, el grupo de intervención especial de Bernard Trask, apenas ocho hombres comandados por Barney Ayes, recorrían la avenida Slauson al trote, con la intención de alcanzar el puente Gage antes de que Dawson y sus hombres fueran incapaces de mantener la posición por más tiempo.

El presidente levanta la vista y mira hacia Barker y Ellis.

—Caballeros, la situación empieza a volverse insostenible y estoy abierto a escuchar opciones.

—Deberíamos confiar en que las nuevas barricadas consigan detener el avance de la infección —dice el vicepresidente, en voz tan baja que cuesta oírle y entenderle.

—Señor presidente —el tono de voz de Fred Barker es solemne, como el de los sacerdotes al dar un sermón—, sé que siempre me toca el papel de villano en estas situaciones, pero me gustaría recalcar que lo que ha pasado en el puente de Slauson y en el de Bandini probablemente se repetirá en las nuevas barricadas. Nuestros soldados se enfrentan a un enemigo implacable e incansable.

—Quieres decir que no confías en la efectividad del plan —aclara el presidente.

Fred asiente. A Jack Norton le gustaría no ser presidente en este momento. Baja la mirada.

—En realidad, el coronel Bernard Trask ya hizo alusión a este dato, y es posible que la infección ya haya superado esa barrera. Nos llevaba algo más de una hora cuando el ejército fue informado.

—¿De qué estamos hablando, Fred?

Fred Barker admira a Jack Norton porque no le gusta andarse por las ramas, además de por su innegable capacidad de liderazgo.

—Napalm —responde—. O nuclear.

Al suspiro tenso del vicepresidente se le une un «Oh, Dios mío» del secretario general. Jack se lleva las manos a la cabeza y parece hundirse en el sofá. Fred le observa respirar hondo, tratando de coger fuerzas o de pensar con claridad, pero sin apartar las manos de la cabeza. Cuando vuelve a mirar a los hombres que se encuentran con él en el Despacho, a Fred le impresiona ver lágrimas en sus ojos.

—Quiero hablar con Kurt Dysinger —dice.

—Señor presidente, le recuerdo que el tiempo es crucial, porque cuanto más tardemos, más opciones tiene la infección de escapar a nuestro radio de acción.

—Lo sé, Fred, pero quiero hablar con el doctor Dysinger.

Fred asiente. Medio minuto después, los rostros de Kurt y Bernard aparecen en la pantalla plana situada en el lateral del Despacho Oval.

—Buenas noches, señor presidente —saluda Kurt, un poco intimidado.

—Doctor Dysinger, asumiré que el coronel le ha puesto al corriente de la situación.

—Así es, señor presidente.

—Llámeme Jack, Kurt.

Kurt asiente con la cabeza, nervioso.

—Mis asesores dudan de la capacidad del ejército para contener la infección en Los Ángeles de la misma manera que se contuvo en Castle Hill —continúa el presidente—, y creen que a estas alturas podría estar extendiéndose más allá de la zona delimitada.

—Algún zombie podría haber cruzado antes de que llegaran los soldados —concede Kurt, cabizbajo. Después, dudando, levanta la mirada y la clava en su pantalla, en el rostro del presidente—. Y también, alguien podría haber sido mordido y haber huído.

Igual que ayer algo escapó de Castle Hill.

El presidente resopla y se pasa la mano derecha por la cabeza.

—Se han barajado dos opciones, Kurt. Napalm y una bomba nuclear.

Kurt reacciona como si le hubieran golpeado en el estómago, pero no aparta la vista de la pantalla.

—Me gustaría saber si usted puede proponer otra opción que no equivalga a sentenciar la vida de todos los inocentes que residen en la zona y alrededores.

—Señor presidente… —a Kurt le cuesta hablar—… debido a la naturaleza de… de los zombies… cualquier otro tipo de bomba sería inútil, tal vez incluso perjudicial, porque no les mataría. Tal vez les dañaría, y dejara a algunos inmóviles, o tan debilitados que sólo puedan arrastrarse, pero no les mataría. Y sin embargo, sí mataría a la gente que siga viva en la zona. No todos ellos habrán tenido contacto con el virus, pero no podemos asegurar que los que sí lo han hecho no regresen a la vida igualmente.

El presidente menea la cabeza, con desesperación.

—¿Y la bomba nuclear? —pregunta Fred Barker.

Kurt no responde inmediatamente. Se queda pensativo durante un momento. Finalmente, suspira con resignación.

—No creo que sea la mejor opción —sentencia—. Su poder destructivo no aseguraría la victoria, y los efectos a largo plazo serían terribles. La bomba desintegrará al grueso de los infectados, pero algunos puede que sobrevivan. Matará a mucha gente que viva en las zonas cercanas de Los Ángeles, como por ejemplo Ventura, Riverside o Santa Ana. En teoría esa gente que muera no debería levantarse porque no han sido expuestos al virus, pero, sinceramente, señor presidente, ya no me veo capaz de asegurar nada al cien por cien.

—Caballeros —Jack Norton vuelve a adquirir ese porte de líder que le abrió el camino hasta la Casa Blanca durante la campaña de las elecciones, aunque a Fred Barker le parece un hombre agotado y desesperado—, estamos hablando de lanzar una bomba nuclear sobre territorio estadounidense, sobre la ciudad de Los Ángeles nada menos, como una medida preventiva que puede que salga bien o puede que no. Y quiero dejar esto claro, porque lo que estamos hablando no es algo que pueda decidirse a la ligera. Si lanzamos esa bomba y conseguimos detener la expansión del virus, habremos matado a millones de personas inocentes, perderemos gran parte del territorio californiano durante, ¿cuánto? ¿cincuenta años? ¿cien?

El presidente Norton les mira a todos ellos mientras hablan, centrando la atención en cada uno de ellos durante un momento.

—Durante los años venideros, la gente que sobreviva en las áreas cercanas tendrá malformaciones y mutaciones, por no hablar de efectos colaterales como la lluvia radiactiva, todos conocemos Chernobyl, y todo eso estará en nuestras manos, pero habremos salvado al mundo, y a este país, del Cuarto Jinete. Por otro lado, nada nos asegura que logremos ese objetivo, y de no hacerlo, obtendremos el mismo resultado y dentro de unas semanas todo este país habrá sido arrasado por… muertos vivientes.

Las últimas dos palabras salen de la boca del presidente de forma forzada, como si en realidad le avergonzara pronunciarlas. En el Despacho Oval todos escuchan en un solemne silencio. En el avión que se dirige hacia Washington, Kurt y Bernard también están aguantando la respiración.

—Eso es lo que estamos juzgando ahora mismo, señores, y asumiré las consecuencias de lo que decidamos, pero tenemos que hacerlo ya.

—Hacer que Los Ángeles desaparezca del mapa —murmura el vicepresidente.

—Señor —vuelve a ser Kurt. El presidente fija la mirada en la pantalla, donde Kurt parece más pálido que un momento antes—, en realidad creo que su estimación peca de corta. No quiero ofenderle, señor presidente, pero para arrasar una zona del tamaño de la que ahora mismo ocupan los zombies necesitaríamos lanzar al menos tres bombas, más otras complementarias. En total, puede que estemos hablando de unos veinte megatones. La radiación alcanzaría sin duda al norte de México. San Francisco sufriría por la lluvia radiactiva. Probablemente los efectos lleguen hasta Alburquerque o Salt Lake City.

—¿Y el napalm? —es Fred Barker quien hace la pregunta.

—Con el napalm podemos arrasar la ciudad igualmente, pero al menos la mayoría de los edificios se mantendrían en pie. Tampoco nos asegura una victoria total, porque no todos los zombies perecerán por el calor o el fuego, pero si mantenemos las barricadas más alejadas, puede que lo logremos.

Se hace el silencio. El teléfono de Fred Barker suena, rompiendo la tensión del momento. El ministro de Defensa responde.

—Fred Barker —dice. Y después, escucha, mientras todos los presentes en la sala le observan atentamente. La expresión de Barker, sin embargo, les aclara a todos los demás que se trata, una vez más, de malas noticias.

Barker cuelga, y mira hacia el presidente.

—Era Anderson. Al parecer hay informes de violencia callejera y hombres devorando a otros en South Pasadena.

—¿Qué? —el presidente se pone en pie y se tapa la boca con ambas manos.

—South Pasadena está fuera de la zona de contención —es el vicepresidente Ellis, cuyo rostro parece haber envejecido diez años en las últimas veinticuatro horas.

—Varios kilómetros fuera, sí —admite Barker.

—¿Cuánto tiempo tardarían en estar en el aire? —pregunta el presidente, mirando fijamente a su ministro de Defensa.

—Veinte minutos, señor.

El presidente cierra los ojos, y durante los instantes que siguen, todos contienen la respiración. Pareciera como si el tiempo se hubiera detenido. Finalmente, Jack Norton asiente con la cabeza.

—Hágalo.

Fred Barker se gira de inmediato hacia el teléfono negro que hay encima de una mesita, y marca una serie de números. Jack Norton no pierde el tiempo, se gira hacia la pantalla y mira a Kurt y a Bernard.

—Coronel Trask, avise a sus hombres y al coronel Anderson, que retire a las tropas inmediatamente y establezcan un nuevo perímetro más allá de la zona de impacto.

—Sí, señor.

—Que Dios nos proteja, caballeros.