¿Recuerdas a Francis Burrough? Es el chico de diecinueve años que huyó de su puesto después de escuchar la transmisión en la que quedaba claro que el puente de Slauson había caído. Al mismo tiempo que un grupo de adolescentes, con su misma edad, es masacrado en Venice, él está huyendo a la carrera de siete zombies.
Se detiene, se da la vuelta, clava una rodilla en tierra, eleva el rifle de asalto que ha robado a un soldado muerto y dispara. Una de las balas impacta en el pecho del muerto más cercano, derri bándole pero no deteniéndole. Francis se levanta de nuevo y sigue corriendo. Está agotado y sabe que no durará demasiado.
Ha intentado ir hacia el norte, pero se ha dado de bruces con una calle atestada de zombies. Después ha regresado hacia el sur y ahora gira una esquina que le sitúa cerca de Repuestos Benry. Francis ve la ventana forzada por la que antes entrara Aidan Lambert y corre hacia ella, escuchando a los zombies cada vez más cerca de él.
Empiezan a dolerle las piernas.
Salta al interior del almacén y cae al suelo. Algo se le clava en un brazo y el arma rueda por el suelo hasta detenerse a un par de metros. Al intentar levantarse, varios cristales se hunden en su mano. Francis ahoga un grito y gatea hasta el rifle. Lo agarra en el mismo momento en que los zombies llegan hasta la ventana e intentan atravesar el hueco.
Francis se incorpora y corre por el primer pasillo que ve. Choca contra una estantería y derriba dos cajas de repuestos. Las piezas caen al suelo creando un pequeño escándalo. El chico sigue corriendo hasta alcanzar la pared del fondo. Se gira. Los muertos ya están atravesando la ventana. Francis corre hacia las escaleras.
—¡Por aquí! —grita una voz masculina.
Francis levanta la cabeza. En lo alto de las escaleras hay un hombre vestido con un mono azul. Francis sube los escalones de tres en tres. Para entonces, los rugidos de los muertos y sus pasos a la carrera resuenan por todo el almacén.
Aidan se gira antes de que Francis le alcance y desaparece en el segundo piso. Al llegar, el soldado ve el cuerpo de un hombre gordo con algo hundido en su cabeza, en el suelo. El tipo del mono azul corre hacia otra escalera ascendente. Francis le sigue y sube hasta sentir el aire fresco de la noche de nuevo en su cara. Aidan cierra la puerta de la azotea y Rachel coloca una cadena que impedirá que se abra.
Francis se deja caer en el suelo y mira hacia el hombre y la chica que tiene delante.
—Gracias —dice.
—De nada —responde Aidan.
Como si quisieran participar en la conversación, los muertos chocan contra la puerta desde el interior y Rachel da un gritito. Pero la cadena resiste.
—No tendrás una de esas hermosas radios militares para pedir ayuda contigo, ¿verdad, chico? —pregunta Aidan.
—No. Sólo esto —señala el rifle de asalto.
Aidan se encoge de hombros y se acerca al borde de la azotea. Desde donde están se puede verse gran parte del río y de la orilla contraria. El puente Slauson es un infierno de fuego, como parte del parque que hay en la orilla junto a él. Se ven incendios en otras partes de la ciudad, y por todos lados se escuchan disparos y gritos.
—¿Qué hacemos? —pregunta Rachel en voz baja, mirando de vez en cuando hacia la puerta cerrada de la azotea.
—Esperar —responde Aidan—. No hay mucho más que podamos hacer.
—Cuando amanezca, los aviones de rescate nos verán —murmura Francis detrás de ellos.
Aidan le observa con su mejor mirada cínica, pero el soldado no parece darse cuenta.
—Si nos mantenemos en silencio, tal vez se aburran y podamos intentar salir de aquí —propone.
Rachel le mira con pánico en los ojos. Francis simplemente con esa expresión que se le dedica a los locos que hablan solos por la calle a gritos. Pero Aidan ha recibido demasiadas miradas reprobatorias a los largo de su vida como para que vaya a molestarle la de un mocoso, por mucho traje militar que lleve puesto.
Durante toda su vida, Aidan ha hecho siempre lo que ha querido sin importarle lo que piensen los demás de él.
Cierra los ojos, pensando en lo mucho que le gustaría descansar, pensando que tal vez pueda hacerlo, simplemente tumbarse en el suelo y dejarse llevar por el cansancio que le arrastre hasta el sueño. No necesita demasiado, porque nunca ha sido un hombre que duerma mucho, pero agradecería poder descansar un par de horas. Piensa en eso, en que se lo dirá a los dos chicos y les explicará que pensará mejor cuando tenga la cabeza despejada.
Se pregunta si podrá dormir con todo ese ruido. El que se escucha en toda la ciudad, los golpes en la puerta metálica, los gruñidos y alaridos de los zombies que quieren atravesarla para comerles y ese zumbido creciente.
Aidan abre los ojos con un nudo en la garganta que le impide respirar, y mira al cielo.
Lo que escucha es el atronador rugido de la muerte.