Pero volvamos a Los Ángeles, donde gran parte de la zona centro es ya un caos y las primeras barreras colocadas por el ejército están sufriendo para mantenerse, las que aún no han sido superadas. Y mientras el Land Rover conducido por Verónica se aleja en dirección norte por la 101 y el taxi que lleva a Zoe, Duck, Richard y Gabriel se dirige hacia Palm Springs, Aidan Lambert saca la cabeza del agua, tosiendo y luchando por respirar.
Algo estalla sobre el puente del que acaba de saltar. Aidan intenta nadar, pero siente como si tiraran de él hacia abajo. Toma aire y se sumerge. Bajo el agua, se esfuerza para quitarse las botas y regresa a la superficie. Observa las dos orillas. La que le queda a la izquierda está llena de gente corriendo en todas direcciones, y por lo que alcanza a ver, no todas esas personas parecen estar vivas.
Aidan gira a la derecha y patalea, ganándose cada metro hasta que hace pie. Tosiendo y chorreando, Aidan emerge de las aguas oscuras del río. Se detiene un momento para tomar aire, apoyando las manos en las rodillas, y después mira alrededor.
A unos quinientos metros alcanza a ver lo que parece un almacén. Aidan corre hacia allí. Tiene frío, pero no hace caso a esa sensación. Se oculta detrás de coches, contenedores y buzones y observa la situación de la calle antes de seguir corriendo hacia el almacén.
Repuestos Benry.
Cerca de la puerta cerrada del almacén hay una ventana abierta, claramente forzada. Aidan se agacha junto a un todoterreno aparcado en un lateral, frente al almacén. Está a punto de lanzarse a la carrera hacia esa ventana cuando escucha ruidos a su izquierda. Levanta la cabeza para espiar a través de las ventanillas del coche y ve a dos tipos corriendo delante de un grupo de muertos.
Uno de los hombres ya está herido y sangra por una herida en el hombro, pero aún huye a toda velocidad, con ese ansia inherente al ser humano de luchar por cada segundo de vida. El otro tipo tropieza y cae al suelo. El herido no se detiene y la pequeña horda de muertos vivientes alcanza al hombre que ha caído al suelo. Aidan observa cómo arremeten contra él y empiezan su horrible espectáculo de descuartizamiento.
Aidan se siente incapaz de apartar la mirada mientras los monstruos abren en canal al pobre hombre y comienzan a devorar sus órganos, llenándose de sangre y gruñendo como cerdos. Por un segundo, se siente tentado de echar a correr en ese momento. Sabe que alcanzaría la ventana forzada antes de que llegaran hasta él, pero por otro lado, ese es precisamente el problema. Si le descubren, intentarían seguirle al interior del almacén.
Decide esperar un rato más, mientras los muertos continúan con su sangriento banquete.
Al cabo de un instante, los zombies comienzan a levantarse y apartarse del cuerpo del hombre, que ahora tiene el estómago completamente abierto y vacío, con un trozo de intestino sobresaliendo. A Aidan le da la impresión de que deambulan a la espera de dirigir su atención hacia una nueva presa. Siente que se le acelera el corazón.
Está a punto de lanzar un grito cuando el hombre tirado en la calle y con un agujero en el estómago del tamaño de una bala de cañón se incorpora e intenta levantarse con movimientos torpes. Se tapa la boca con las dos manos para evitar hacer ningún ruido y atraer a los muertos hacia él.
Uno de ellos lanza un gruñido al aire y comienza a correr hacia una calle que lleva hacia el norte. Casi al momento, los demás le siguen, incluso el nuevo miembro de su jauría. Aidan espera hasta que les pierde de vista, y aún entonces echa un vistazo a toda la calle, asegurándose de que no hay ninguno de esos seres a la vista.
Sólo entonces cruza la calle hacia Repuestos Benry, apoya las manos en el quicio y salta al interior.
Se queda quieto junto a la pared, esperando a que sus ojos se habitúen a la penumbra, atento al mínimo ruido y dispuesto a volver a saltar de regreso a la calle si siente el menor peligro.
Pronto, sus ojos se acostumbran a la oscuridad. Aidan comprueba que Repuestos Benry es un almacén lleno de hileras de estanterías con miles de piezas de automóvil en cajas que llegan hasta el techo. Se acerca a la primera estantería y coge, poniendo especial cuidado en no provocar el menor ruido, una palanca. Inmediatamente, se siente más seguro.
Avanza hacia la izquierda. Siente dolor en el pie derecho, que le hace cojear. Se mira la planta y ve que tiene un feo corte desde el nacimiento del pulgar hasta el centro del pie y va dejando medias huellas de sangre en el suelo. Mira atrás y ve cristales que provienen de la ventana forzada. Ha pisado uno de ellos y se ha cortado. Le sorprende lo que es capaz de hacer la adrenalina con la mente humana, pues no se había dado cuenta hasta ese momento. Los dos dedos de la mano que alguien le rompió de un pisotón en el puente de la calle Slauton son como una pulsación, a veces dolor, a veces entumecimiento.
Apoyando sólo la punta del pie para minimizar el dolor, Aidan avanza con pasos lentos, mirando en cada pasillo. Se detiene al escuchar un golpe lejano. Entrecierra los ojos mientras se concentra en ubicar el sonido. Le parece que proviene del fondo del almacén. Maldiciendo en silencio, Aidan se introduce en uno de los oscuros pasillos y avanza, sujetando la palanca en la mano derecha, entre antenas, tubos de escape y limpiaparabrisas.
Entonces escucha claramente el gruñido, seguido de más golpes, como si alguien agitara una plancha de metal. Y por debajo, un llanto. O lo que realmente le parece un llanto a Aidan.
—Mierda —murmura.
Avanza más deprisa, olvidándose de la herida y de los latigazos de dolor que le suben por la pierna cada vez que apoya la planta del pie. Descubre una escalera que sube al fondo. Los golpes provienen del piso superior, y desde allí, Aidan puede oír claramente que alguien está llorando. Los golpes son constantes, rotos de vez en cuando por uno de esos sonidos similares a gruñidos que emiten los zombies.
Comienza a subir la escalera sabiendo que no debería hacerlo.
Se pega a la pared y se detiene al llegar arriba. Asoma la cabeza. A unos cuatro metros y medio ve a una chica, de unos veinte años, acurrucada en el suelo dentro de una zona separada del resto por una verja endeble. A este lado, un hombre gordo en camiseta de tirantes agita la verja con furia, intentando atravesarla y alcanzar a la chica. Viendo cómo se dobla la verja cada vez que el muerto la agita, Aidan sabe que no durará mucho más tiempo.
—¡Eh, tú, puto gordo!
La chica y el gordo se giran al mismo tiempo para mirarle. Ella con expresión esperanzada, él con la cara tan destrozada y llena de sangre que es imposible imaginar cómo fue el hombre antes de morir. De inmediato, el gordo arremete contra Aidan. Este grita al tiempo que levanta la palanca y lanza un golpe con todas sus fuerzas, directo a la cabeza del hombre gordo.
El golpe hace que el cuello del muerto gire de forma brusca hacia un lado y el tipo caiga al suelo de cara. Aidan siente la presión del golpe subiéndole por los brazos hasta los hombros, y después retrocede, sin dejar de mirar al zombie. Con un gruñido animal, el gordo empieza a levantarse de nuevo.
—Ah, no, una mierda.
Aidan coloca un pie a cada lado de la cintura del muerto y levanta la palanca por encima de su cabeza. Coge todo el aire que puede, y recuerda una entrevista que vio en la televisión hace tiempo, donde un bombero explicaba la forma en que se debe golpear una puerta con el hacha para abrirla, cómo se tomaba aire y se expulsaba un momento antes de que el hacha golpeara la puerta, para imprimirle más fuerza al impacto.
Cuando baja la palanca, directa a la parte trasera de la cabeza del hombre gordo, Aidan deja que todo el aire que tiene en los pulmones salga de golpe, con un gemido de esfuerzo. La palanca se hunde en el cerebro del tipo, emitiendo un sonido similar al que hace un cuchillo al partir una manzana. El gordo se queda inerte y cae al suelo.
Jadeando, Aidan intenta recuperar la palanca pero no logra desencajarla, así que desiste. Se gira hacia la chica.
—Hola —dice—, me llamo Aidan Lambert.
La joven le observa con la boca abierta. Es morena, con el pelo liso y recogido en una coleta alta. Lleva la cara muy pintada, aunque el llanto ha hecho que el rímel se corra y cree surcos negros desde sus ojos hasta la barbilla, y pendientes de aro que cabrían en las muñecas de Aidan. Lleva puesta una camisa blanca y una falda negra más corta de lo que cualquier padre aprobaría. Cuando se pone en pie, sin dejar de mirarle, Aidan comprueba que está rellenita. No es gorda, pero tampoco delgada.
—Rachel Carlson.
—Aguanta un segundo, Rachel. Ahora mismo te saco de ahí.
Aidan se acerca a la verja. Junto a la pared hay una puerta. Rachel le enseña la llave y Aidan sonríe.
—Adelante.
Rachel abre la puerta y sale. Su mirada no se separa ni un momento del gordo y del charco que empieza a formarse alrededor de su cabeza.
—No volverá a levantarse, te lo aseguro.
Rachel mira. Tiene la expresión de una niña que acaba de ver al coco dentro del armario.
—Es mi padre.
Aidan se queda sin palabras. No sabe qué responder a eso, así que aparta la mirada.
—Lo siento —dice.
—Gracias por sacarme de aquí. Creí que iba a matarme.
Probablemente lo hubiera hecho.
—De nada.
Aidan vuelve a mirar a la chica y se encoge de hombros. Se da cuenta de que ella tiene una herida en la mano izquierda, y que claramente es un mordisco. Puede ver las marcas de los dientes. Aidan piensa que se ocupará de eso más tarde.
—¿Este almacén tiene acceso a la azotea? —le pregunta.
—Sí.
—Me gustaría echar un vistazo antes de decidir qué coño hacer.
Rachel asiente, aunque no está segura de comprender del todo.
—¿Qué está pasando?
—El puto apocalipsis, eso está pasando —responde Aidan, agachándose para coger un martillo de una caja de herramientas. Lo blande en la mano y da un par de golpes en el aire. Satisfecho, se lo guarda en el bolsillo y vuelve a mirar a Rachel—. ¿Me guías?
—Por aquí.
Aidan sigue a la chica. Tiene tiempo de pensar que, tarde o temprano, tendrá que utilizar ese martillo contra Rachel Carlson.