Jack Norton era tan sólo un niño de ocho años acostumbrado a la vida del campo cuando su padre le regaló su primer libro. Hasta entonces, su día a día consistía en levantarse pronto para ayudar a su padre a realizar las primeras tareas de la granja, donde su preferida era ordeñar a las vacas, para después vestirse, ir a clase y volver a casa por la tarde a seguir ayudando en lo que fuera necesario.
Nunca se quejó, porque esa vida era todo lo que conocía. Veía a su padre matándose cada día en el trabajo. Ordeñando, guiando al ganado a pastar, arreglando desperfectos de la casa…
Y entonces, de repente, por su octavo cumpleaños, su padre le despertó un par de minutos antes de que sonara el despertador y le puso entre las manos un paquete rectangular, mal envuelto con papel de regalo usado.
Igualmente le hizo ilusión, y el niño abrió el paquete desgarrando el papel, para quedarse mirando intrigado el libro. Las aventuras de Huckleberry Finn, de Mark Twain.
Nunca había visto un libro en aquella casa. Dudaba que su padre hubiera leído alguno jamás.
—Hijo mío —le dijo, clavándole aquellos ojos verdosos y profundos, curtidos por el sol y el trabajo al aire libre—, yo soy un zoquete, y soy consciente de ello, pero no soy tan idiota como para darme cuenta de que lo que tú tienes dentro de esa cabeza se parece más a lo que tenía tu madre que a lo que tengo yo.
—Tú no eres un zoquete, papá.
—Por supuesto que lo soy, hijo, pero tú me ves con ojos de amor, y el amor muchas veces ciega la percepción. Eso solía decirlo tu madre, que en paz descanse.
—Gracias por el regalo, papá.
—De nada, Jack, pero escúchame.
En ese momento, el despertador de Jack empezó a lanzar al aire su estridente sonido. Jack lo apagó de un manotazo y volvió sus ojos, de un verde un poco más apagado que el de su padre, hacia el hombre.
—Tú puedes llegar a algo mejor que gobernar esta granja, hijo. Lo sé, porque tienes el espíritu de tu madre dentro de ti. Ella dejó su huella en ti, y tu destino debería ser seguir esa huella, y no criar vacas y cerdos en una granja de Milwaukee. He empezado a apartar dinero para que puedas ir a la universidad porque es lo que tu madre habría querido —el hombre meneó la cabeza después de decir eso—. No, no sólo por eso. También porque sé que llegarás lejos si te aplicas y podrás dejar atrás tus orígenes humildes y ser alguien importante en esta vida.
Jack sintió en ese momento el peso de la declaración de su padre en lo más hondo de su ser. Las lágrimas alcanzaron sus ojos, pero no los desbordaron. El padre sonrió.
—Jack, hijo… nunca me he acercado a los libros porque… no sé, no lo he necesitado para lo que soy, pero sé que no se puede llegar a ser un hombre educado si no se lee. Y ni siquiera sé si será un buen libro, pero pregunté por alguno que pudiera abrirte la mente y dejar que vuele lejos de aquí. Así que quiero que aproveches cada momento que tengas libre para abrirlo y leer, ¿me oyes, muchacho?
—Sí, papá.
—Te quiero, hijo.
El padre besó al niño antes de levantarse y salir de la habitación. Y Jack Norton dejó las aventuras de Huckleberry Finn encima de la mesita de noche y se vistió para bajar a hacer sus tareas. Durante el resto del día no se acordó del libro de Mark Twain ni una sóla vez. Pero al llegar la noche, Jack volvió a la habitación, se puso el pijama y se acostó, y en ese momento, sus ojos volvieron a fijarse en el primer libro que pasaba por la granja Norton.
Con el entusiasmo de un niño explorador que tiene ante sí un tesoro, con ese toque reverencial, levantó la portada y se quedó mirando la primera página. Sus ojos bailaron por encima de las letras durante un momento antes de fijarse en la primera y empezar a leer.
Aquella primera noche leyó casi cincuenta páginas antes de quedarse dormido con el libro encima de la cara.
En cierto modo, se podría decir que Huckleberry Finn y la ciega confianza que puso su padre en él, ahorrando durante todos esos años para que él pudiera asistir a una buena universidad, le convirtieron en lo que era ahora.
Los golpes en la puerta le despiertan. Jack se incorpora de un salto hasta quedar sentado. Su mujer, a su lado, ronronea enfadada y se da la vuelta. Jack mira hacia la puerta. Aún es de noche y la habitación está en penumbra. Desde el otro lado, el mismo puño vuelve a golpear la puerta.
Algo ocurre.
Jack corre hacia la puerta. Lleva puesto un pijama azul y los pies descalzos. Abre la puerta y mira al hombre que se encuentra al otro lado, con el rostro surcado por la preocupación.
—Señor presidente —dice Fred Barker—. Tenemos una situación que debe atender con extrema urgencia.
«Oh, Dios, más hoy no», piensa Jack Norton.
—Me vestiré lo más rápido que pueda, Fred.
El ministro de Defensa asiente con la cabeza. Antes de darse la vuelta y cerrar la puerta, Jack se da cuenta de que tras Barker está también el vicepresidente Ellis. Jack enciende la luz antes de acercarse al armario. En la cama, Jessica protesta y se incorpora con gesto exhausto y los ojos entrecerrados. La tira izquierda del camisón ha resbalado del hombro.
—¿Qué pasa, Jack? —pregunta, molesta.
—No lo sé aún —responde él, vistiéndose lo más deprisa que puede—. Pero es algo urgente.
Ella vuelve a protestar y se tumba de nuevo, tapándose la cabeza con la almohada. Jack se gira hacia el espejo y se mete la camisa por dentro del pantalón. Se abrocha el cinturón y sale. Antes de cruzar la puerta, apaga la luz con la mano derecha.
De camino hacia el Despacho Oval, Fred Barker y Clinton Ellis informan al presidente Norton de lo que está ocurriendo en Los Ángeles.