Mientras en Los Ángeles la infección empieza a extenderse, el avión en el que viajan Kurt Dysinger y Bernard Trask sobrevuela los Estados Unidos en dirección a Washington.
Mientras la gente muere en las calles de la ciudad del sol y las estrellas de cine y se levantan convertidas en monstruos de una película de terror, Kurt Dysinger duerme, plácidamente esta vez, y el coronel Bernard Trask observa, sin prestar demasiada atención, la pantalla de televisión que tiene delante.
Su teléfono suena cuando sobrevuelan Kentucky. Bernard mira la pantalla antes de responder. Es un número que no conoce.
—Sí.
—¿Coronel?
Trask reconoce de inmediato la voz del soldado Ayes, uno de sus hombres. También reconoce el tono de urgencia en su voz, pero Bernard Trask no es un hombre que se altere por nada.
—¿Qué ocurre, Ayes? —pregunta. Otros hombres tal vez se habrían molestado por una intromisión semejante y le hubieran recordado a su subordinado que en esos momentos se encontraba en un avión en dirección a Washington por orden del propio presidente de los Estados Unidos, pero Bernard Trask no era otro hombre y a pesar de ser considerado uno de los puños de hierro del ejército americano y a su fama de dirigir con mano rígida a sus hombres, Trask confiaba en ellos al cien por cien y siempre les escuchaba antes de decir nada más.
Probablemente por esa razón ellos le respetaban como lo hacían.
—Está volviendo a pasar —responde Ayes.
Por un momento, Trask no sabe a qué se refiere Ayes. Bueno, esa afirmación no es del todo correcta, porque Trask sí sabe a qué se refiere, pero le resulta imposible de creer. Él mismo ha visto cómo Kurt Dysinger destruía todas las muestras delante de él. Incluso le ha preguntado si quería hacerlo él mismo, por Dios.
Mira hacia el asiento donde Kurt sigue durmiendo.
—Hable.
—Señor —continúa Ayes—, tenemos poca información porque en la base no nos han tenido en cuenta, pero Montoya se ha… —a Ayes le apura admitir lo siguiente, pero lo hace—… se ha colado en una reunión. Al parecer, hay reportes por todo el centro de Los Ángeles. Creen que el foco de infección es el hotel a donde han llevado a los supervivientes de Castle Hill.
—Alguno de ellos estaba infectado —dice Trask, cerrando los ojos y maldiciendo por dentro—. ¿Han localizado al teniente Harrelson?
—Señor, creo que ni siquiera lo están intentando.
—Harrelson fue al hotel con varios de sus hombres.
—Lo sé, señor. Trenton ha intentado localizarle, sin resultados.
A pesar de la información que está recibiendo, Bernard no puede por menos que enorgullecerse de sus chicos. Mientras el ejército actúa por su cuenta, sus hombres han empezado a moverse de la misma manera que él lo habría hecho de estar con ellos.
—Suponemos que está muerto, entonces.
—Sí, señor —responde Ayes.
—¿Cuál es el plan que se ha puesto en marcha?
—El mismo que en Castle Hill, señor. Contención.
Trask resopla y se pasa una mano por la frente. Los Ángeles no es Castle Hill.
—¿Sabemos hace cuánto tiempo comenzó?
—El movimiento en la base comenzó hace media hora, señor. Montoya ha investigado. Al parecer, la policía de Los Ángeles lleva una hora y cuarenta y dos minutos recibiendo llamadas de violencia en la zona, pero en un primer momento no se pusieron en contacto con el ejército ni con otros medios gubernamentales. Esperaron hasta que varios de sus agentes dejaron de reportar.
Trask mira su reloj. La infección llevaba un mínimo de una hora y doce minutos de ventaja cuando el ejército fue informado. Trask calcula que al menos pasarían otros diez minutos más hasta que aquella información llegara a los oídos de alguien con el rango suficiente como para relacionar aquello con lo ocurrido en Castle Hill y pusiese en marcha a los hombres de la base Pendleton.
Demasiado tiempo.
El coronel se suelta el cinturón que le ata al asiento y se incorpora. En la parte trasera hay un ordenador completamente equipado incorporado al mobiliario del avión. Trask aprieta un par de teclas y localiza un plano de Los Ángeles.
—¿Sabemos dónde están colocando las barricadas?
—A lo largo del río han situado la frontera este, la carretera de Santa Mónica por el norte y la 105 por el sur.
Bernard resopla.
—¿Quién coño es el estúpido que está al mando?
—Un tal Anderson.
Bernard vuelve a resoplar con resignación. En ese momento, el teléfono rojo del interior del maletín empieza a sonar. Trask suspira. Tan sólo les ha llevado casi dos horas ponerse en contacto con él, piensa con ironía.
—Aguanta un momento, Ayes.
—Sí, señor.
Bernard regresa hasta su asiento y agarra el maletín plateado. Lo abre a toda prisa. Siente al doctor Dysinger moviéndose incómodo en su asiento, pero aún dormido. Levanta el teléfono rojo y se lo lleva a la cara.
—Coronel Bernard Trask —dice.
—Bernard, Dios santo, soy Barker.
Ya era puta hora, piensa Trask.
—Dime —es lo que dice sin embargo.
—Tenemos una situación en Los Ángeles —responde Fred Barker, que habla de forma atropellada, con el nerviosismo de los políticos en medio de problemas.
A Bernard Trask no le van los juegos burocráticos, así que decide coger al toro por los cuernos y ponerse al mando de forma inmediata.
—Fred, el coronel Anderson es un palurdo y siempre lo ha sido y ha establecido unas barreras ilusorias que no lograrán detener una epidemia como esta.
—¿Qué…? ¿Cómo sabes…?
El desconcierto de Fred Barker es evidente, y bajo otras circunstancias, a Trask le habría parecido hasta divertido, pero no tiene tiempo de reírse ni de explicar nada.
—Anderson está poniendo barricadas en Santa Mónica, el río y la 105. Hace más de hora y media que esto empezó a esparcirse, y dada la virulencia del Cuarto Jinete, debemos pensar de forma pesimista. A estas alturas, el radio de infección debe ser mucho mayor a esos límites. Sobre todo en lo que respecta al norte.
—¿Dónde pondría usted los límites, coronel?
—Cruzaría una línea desde Topanga, pasando por Bel Air y llegando a Hollywood Heights —responde, mirando el mapa.
No hace falta ser adivino para entender que Fred Barker acaba de perder el aire. Cuando vuelve a hablar, lo hace aturdido, como una víctima de un accidente de coche.
—Eso supone entregar toda la parte norte de la ciudad —dice.
Efectivamente, lo que acaba de proponer Bernard Trask es situar las barricadas militares del norte en los límites de la ciudad.
—Sí, señor. Y si estuviera en mi mano, también alejaría los límites por el este y por el sur. Basta que uno sólo de esos monstruos haya ya superado esos límites para que no sirva de nada.
—¿De cuánto estaríamos hablando?
El tono de voz de Fred es apesadumbrado.
—La 91 por el sur y la 605 por el este.
El área englobada por los límites propuestos por Trask suponen cerca del cuarenta por ciento de la ciudad.
—Y aun así, no estaremos seguros de que hayamos detenido la propagación —dice Fred Barker, con la voz cortada.
—No. Al menos no hasta que recibamos informes fuera de la zona de contención. Pero para hacer frente a eso, necesitaremos que haya una mayor comunicación entre departamentos de la que ha habido hasta ahora.
—Me ocuparé de eso inmediatamente.
—Y otra cosa más…
—¿Qué?
—Dígale a ese imbécil de Anderson que a partir de este momento recibe órdenes de Barney Ayes.
Fred Barker se queda en silencio al otro lado de la línea. Trask espera la contestación, y al mover la cabeza, se da cuenta de que Kurt Dysinger le está observando con los ojos abiertos como platos y una expresión de terror en el rostro digna de fotografiarla.
Trask se pregunta desde cuándo ha escuchado.
Aunque la expresión le dice que Dysinger ha oído suficiente.
—Me ocuparé de eso también —acepta Barker. Ni una protesta.
—Bien.
Ambos hombres cuelgan el teléfono. Trask ve que Kurt va a decir algo, pero le ataja con un gesto expeditivo de la mano derecha. El coronel coge el teléfono personal.
—Ayes, ¿ha escuchado todo?
—Sí, señor.
—Llámame si lo necesitas, Barney.
—Lo haré, señor.
—Suerte. Me gustaría estar con vosotros, chicos.
—Lo sabemos señor, somos conscientes de ello y le dedicaremos las primeras cabezas que reventemos.
Trask sonríe. Cuelga el teléfono y se gira hacia Kurt.
—¿Cómo es posible que la infección haya traspasado las medidas de contención de Castle Hill, doctor Dysinger?
Kurt traga saliva. Sus ojos están brillantes, aunque Bernard Trask puede ver el inhumano esfuerzo del hombre para evitar el llanto.
—No lo sé.
Trask cierra los ojos y respira hondo.
El avión cada vez está más cerca de Washington D.C.