Durante todo el trayecto desde la entrada hasta los laboratorios, Kurt intenta no despegar la vista de la espalda de los soldados. Siente el estómago revuelto, no únicamente por el olor a muer te que desprende al lugar, ni por el inquietante silencio roto tan sólo por el sonido de sus pasos, sino también por los recuerdos. Kurt ha trabajado en ese lugar durante varios años, y ahora toda la gente que conocía, con la que se cruzaba día a día, los soldados y científicos a los que saludaba… todos están muertos.
A pesar de que el lugar ya ha sido revisado y en teoría no quedan muertos vivientes, como verás, los soldados que acompañan a Kurt, así como el coronel Bernard Trask, caminan con cierta tensión en sus cuerpos y las manos apoyadas en las empuñaduras de sus armas.
Caminan de forma expeditiva, sin detenerse, hasta llegar a la puerta tras la que todo dio comienzo. Podemos ver que Kurt contempla el símbolo de la puerta, semejante a una espada. No es fácil adivinar si es melancolía o desagrado lo que hay en sus ojos.
El mismo coronel empuja la puerta con una mano. Los otros dos soldados se colocan a ambos lados, haciendo guardia en la puerta. Trask mira a Kurt y le hace un gesto para que pase delante. El doctor traga saliva antes de cruzar la puerta y adentrarse en los dominios del proyecto Cuarto Jinete.
El silencio es opresivo. Parece estar recordando que ese proyecto es la Muerte, como el jinete al que hace referencia.
Después de vestirse con uno de los trajes biológicos, Kurt avanza hasta la cámara frigorífica en la que se encuentran las probetas de líquido negruzco, como petróleo. Se detiene ante ella, contemplando los dos huecos vacíos que dejó Harvey Deep al robar las muestras. Kurt se pregunta, no por primera vez, lo que podría haber ocurrido si el Cuarto Jinete hubiera ido a caer en manos de terroristas.
—¿Está usted bien, doctor?
La voz del coronel sobresalta a Kurt porque resuena en la sala vacía y silenciosa como una bomba.
—Sí, sí.
—¿Le ayudo con algo?
Kurt levanta una mano para denegar la ayuda con un gesto. Bernard Trask, a su espalda, le deja hacer. Kurt abre la puerta de la cámara frigorífica y extrae la bandeja que contiene todas las probetas del virus. Con cierta solemnidad, las lleva hasta una pequeña máquina incineradora, y las introduce sin más preámbulos. Se aparta y coloca el dedo sobre el botón que hará que su maldita creación pase a la historia.
No lo pulsa.
Mira a Trask.
—¿Quiere hacerlo usted? —pregunta.
—Le cedo el honor, doctor Dysinger.
Kurt asiente, y sin volver a mirar hacia la máquina, aprieta el botón. Escucha el zumbido del fuego, y un momento después, el crujido de las probetas al estallar. Treinta segundos después, todas las muestras del Cuarto Jinete han dejado de existir. Kurt y Bernard Trask cruzan la zona de desinfección y regresan junto a los otros dos soldados, que siguen en la puerta, en silencio.
—Vayámonos, caballeros —dice Trask.