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Aprovechemos nuestra capacidad para elevarnos en el aire y tomar una vista aérea. Desde arriba podemos ver el Land Rover girando a la derecha tras salir del parking del Radisson Hotel y derrapar en la siguiente esquina para esquivar a dos zombis que corren hacia el vehículo. Acelera dejando en el asfalto las marcas de los neumáticos, y cruza a toda velocidad por una calle en la que se suceden las escenas de violencia. Los muertos se abalanzan sobre los vivos, devorándoles, la sangre salpica en todas direcciones, algunos intentan huir, e incluso una joven de pelo negro y rizado con una falda de lunares blancos sobre fondo negro le hace gestos al Land Rover para que se detenga. El vehículo la esquiva con un volantazo apenas un segundo antes de que un hombre con la ropa y el torso desgarrados y llenos de sangre la derribe y le arranque parte del cuello de un mordisco. De la garganta de la chica sale un chorro de sangre que alcanza los dos metros y medio durante unos segundos. La mano de la chica tiembla en el suelo, entre estertores, y parece seguir haciendo señas al Land Rover que se aleja de ella y de la devastación.

El vehículo conducido por Verónica es perseguido por algunos de los muertos, al menos durante unos metros, hasta que localizan a una presa más fácil a pie y se abalanzan sobre ella. Los gritos se tornan constantes. La gente corre en todas direcciones, huyendo y abandonando en la huída todo tipo de objetos. Bolsos, libros, mochilas, incluso un iPod de color rosa y lleno de música pop cae al suelo junto a los cascos a los que está conectado y es pisado por un pie ensangrentado un momento después. Una mujer lanza al suelo las dos bolsas de papel en las que lleva la compra que acaba de hacer. La fruta se desperdiga por la acera mientras ella intenta escapar de los tres jóvenes estudiantes que corren hacia ella lanzando alaridos de muerte. No llega demasiado lejos.

Allá, mira, frente al auditorio Shrine, un joven de pelo corto y castaño y gafas redondas a lo John Lennon, intenta abrir la puerta de un edificio para refugiarse en el interior. Ese chico estudia derecho, es el primero de su promoción y todos sus profesores le consideran un muchacho brillante que llegará lejos. Acaba de ver cómo a su novia le arrancan los dos brazos mientras se la comen viva entre un profesor de inglés y un alumno gordinflón al que el resto de compañeros suele apodar albóndiga humana. Los gritos de ella aún resuenan en su mente. Jamás llegará a ser abogado porque la puerta tras la que intenta refugiarse no llegará a abrirse, y, bueno, dejando de lado el hecho obvio de que el mundo se está yendo al carajo, ya sabes. Si miras hacia su izquierda, verás que un zombie con uniforme militar, uno de los hombres de Harrelson, corre hacia él arrastrando la pierna derecha.

El Land Rover recorre la calle Figueroa sorteando los vehículos abandonados en medio de la calzada, algunos aún tienen las puertas abiertas, y tres hombres se inclinan en el interior de aquel Nissan porque están devorando la carne del anciano que lo conducía. En el cruce con la calle 30, Verónica tiene que apretar el freno para evitar atropellar a una joven que corre hasta el centro de la calzada y les mira con ojos llenos de súplica. Dentro del coche, Mark señala la herida sangrante que la chica tiene en el brazo derecho, y no hace falta decir más. Verónica aprieta el acelerador y el coche pasa como una exhalación junto a la joven. El espejo retrovisor del lado derecho roza el codo de la chica, que rompe a llorar con desesperación y cae rendida de rodillas, en el centro del cruce.

Verónica mira por el espejo retrovisor. Alcanza a ver cómo la chica es derribada y rodeada por un grupo de zombies hambrientos que hunden bocas y manos en su cuerpo.

Atraviesan a casi ciento veinte kilómetros por hora el boulevard Adams. Desde nuestra privilegiada posición podemos ver la masa de gente, viva en este caso, que se amontona a las puertas de la Iglesia Católica de San Vicente, situada a la izquierda, suplicando a gritos que les permitan entrar buscando la salvación. Las puertas están cerradas. Los muertos se apoderan de la ciudad manzana a manzana. Los primeros en alcanzar el boulevard co rren hacia el festín que les aguarda frente a la iglesia. Algunos de los vivos que se encuentran allí tratan de hacerles frente a puñetazos, pero los muertos son implacables y vuelven a levantarse después de caer. La mayoría entiende eso demasiado tarde. Otros intentan escapar y alejarse a la carrera hacia la calle Hoover, pero allí encontrarán más zombies, y los vivos se encontrarán en el centro de dos masas de muertos que estrechan el cerco sobre ellos.

Desde la calle Portland, un Hummer negro embiste a un grupo de zombies que corren desde Hoover, lanzándolos por los aires y desperdigándolos. El Hummer es conducido por un hombre negro que se hace llamar Killa Buz, promotor de música rap con cierto éxito. Le han mordido antes de lograr subirse en su coche. Desconoce el hecho de que esa mordedura es una sentencia de muerte, pero la rabia que siente por lo que está ocurriendo le lleva a acelerar a fondo contra cualquiera de esos seres que ve. Él no puede saberlo, y nosotros ya no estaremos aquí para verlo, pero Killa Buz morirá dentro de veinte minutos, cuando el Hummer se estrelle frontalmente contra un camión de mudanzas frente al colegio de comercio. Para entonces, Killa Buz habrá perdido ya casi dos litros de sangre, lo que le impedirá pensar con la suficiente claridad como para esquivar al camión. Por el camino habrá atropellado a más de cuarenta zombies.

Alguien podría haber escrito una buena canción de rap con su hazaña, pero pronto no quedará nadie para hacerlo.

Verónica derrapa al girar por la calle 18 Oeste, y el Land Rover roza a un Mercedes detenido en el semáforo, lanzando al aire un chirrido de metal. El conductor pone el grito en el cielo y abre la puerta, maldiciendo a gritos al Land Rover que se aleja ya hacia la entrada a la autopista 110. Se llama Barry Lyndon, como la película de Kubrick, y es productor de cine de bajo presupuesto, directo al mercado DVD. Gritando hacia el Land Rover rodea su propio coche para observar el daño. Apenas es un rasguño, pero Barry tiene tiempo de pensar en lo que le costará arreglarlo en el taller antes de levantar la vista y observar el infierno en que se ha convertido la calle Figueroa. Barry Lyndon ha producido algunas películas de terror, una de ellas de zombies, por lo que la imagen le parece sacada de una de esas películas, y su boca se abre de forma involuntaria, confiriéndole aspecto de idiota.

Se dice que se trata de una campaña publicitaria, seguro que es eso, aunque parezca real sólo puede ser eso porque todo el mundo sabe que los zombies no existen.

Pero algunos de ellos corren en su dirección, y Barry prefiere aparecer en algún programa de televisión como el tipo que se asustó ante unos actores fantásticamente caracterizados antes que arriesgarse a morir, así que corre de regreso al interior de su Mercedes y aprieta el acelerador en el momento exacto en que el puño ensangrentado y mutilado de un hombre se estrella contra la ventanilla de su lado, haciéndola estallar en pedazos que se hunden en la mejilla y frente de Barry como miles de picaduras de insecto. El Mercedes da un bandazo antes de estabilizarse, y Barry, aterrorizado, contempla por el espejo retrovisor como el tipo que acaba de destrozarle la ventanilla agarra a una mujer del pelo y le muerde en el hombro mientras ambos caen al suelo.

Barry no se da cuenta de que está gritando.

Dejemos el Land Rover que se aleja por la autopista 110 en dirección noreste, esquivando a los coches que avanzan siguiendo sus rutas habituales, ajenos a lo que ya ha empezado a ocurrir en la ciudad. Sígueme hasta el boulevard Washington Oeste, y veremos un coche patrulla que avanza a toda velocidad con las luces encendidas y la sirena a todo trapo. En su interior, los agentes Marcus Bogdanovich y Spencer Ford están respondiendo al aviso dado por radio sobre varias llamadas alertando de episodios violentos en la universidad de Southern California.

Al principio, cuando oyeron el aviso, tanto Marcus como Spencer se imaginaron una pelea entre alumnos, algo sin importancia, aunque la sombra de Columbine planea aterradora en el imaginario norteamericano. Cuando la radio avisó sobre un incremento de llamadas, Marcus comentó que, Dios no lo quisiera, podría tratarse de un tirador. No sería la primera vez que un chaval coge el arma de sus padres y se lía a tiros con sus compañeros. Columbine, una vez más.

Hace un momento, la radio pidió refuerzos para la zona ante un incremento de llamadas por violencia en el área comprendida entre Figueroa y Hoover al oeste y este, y entre la calle 23 y el boulevard Martin Luther King Jr.

—¿Qué coño está diciendo? —pregunta Marcus, despegando un momento la vista de la calzada para mirar a su compañero.

—Eso son como dos kilómetros cuadrados —responde Spencer, contrariado.

—¿Una manifestación, tal vez?

—¿Qué cojones es eso?

Marcus mira hacia delante. El cruce entre Washington y Figueroa parece un campo de batalla, con gente corriendo y lanzándose sobre otros. Marcus aprieta el pedal del freno y el coche se detiene a cincuenta metros. Los dos agentes se bajan inmediatamente. Spencer coloca su mano sobre la empuñadura de su arma, pero no la saca. Marcus parpadea, sin comprender lo que ve.

—¿A quién se supone que tenemos que detener? —pregunta.

—¿Le…? —Spencer se calla, aturdido por lo que ve—. ¿Le están mordiendo?

Marcus sigue la mirada de Spencer. En la acera, a unos veinte metros, un hombre y una mujer están agachados sobre otro hombre, que grita y patalea. No ve claramente lo que están haciendo hasta que la mujer se incorpora, con algo colgando en la boca y chorreando sangre. Marcus grita al darse cuenta de que se trata de los intestinos de la víctima. La mujer se incorpora, con la vista fija en Marcus, y empieza a correr hacia él.

El agente extrae su arma y le apunta. No da el aviso reglamentario porque está tan aterrado que no es capaz de pensar en ello. Si lo hubiera sido, tampoco le habría importado, porque sabe que Spencer diría que sí dio el aviso y le respaldaría. El caso es que en este momento Marcus no avisa, sólo dispara. Tres veces.

La mujer recibe los impactos en el pecho, salta en el aire como si la empujara un puño gigante y cae al suelo con las piernas abiertas. Spencer abre fuego contra un grupo que corre en su dirección. Marcus tiene tiempo de pensar en que a uno de ellos parece que le falta parte de la cara. Después, la mujer a la que acaba de disparar tres veces en el pecho se incorpora de nuevo, y Marcus deja de pensar.

Como si algo hiciese clic en su cerebro.

Aprieta el gatillo de su arma hasta que el percutor salta. Al menos una de las balas impacta en la cabeza de la mujer, reventándosela, por lo que nunca más volverá a levantarse. Mientras tanto, alcanzan a Spencer y Marcus le oye gritar mientras comienzan a morderle en distintas partes del cuerpo. Pero Marcus no está pensando, se mueve únicamente por instinto, así que regresa corriendo al coche patrulla.

Un hombre con barba blanca, ojos azules y una herida en la espalda por la que puede alcanzarse a ver los huesos de la columna, se abalanza al interior del coche por la puerta abierta de Spencer. Marcus acelera, atropellando a una chica con la ropa desgarrada y ensangrentada que cae sobre el capó y después da dos vueltas de campana en el suelo. El hombre de la barba blanca hunde los dientes en el muslo de Marcus. El agente chilla, con un tono más propio de una niña pequeña que de un hombre adulto, y golpea una y otra vez la cabeza del hombre con la culata de su arma.

En algún momento, el cráneo del hombre se parte con un crujido, pero Marcus no deja de golpearle, una y otra vez, mientras con la otra mano sostiene el volante, fumigando el salpicadero y los asientos de sangre y materia gris. La puerta del copiloto se balancea adelante y atrás hasta que el coche patrulla pasa demasiado cerca de una boca de incendios que arranca de cuajo la puerta.

Marcus no baja la velocidad en ningún momento.