Ven, acompáñame. Aprovechemos que nosotros podemos colarnos en las habitaciones a pesar de las puertas cerradas. Una de las dos paredes de la habitación donde Jason Fletcher acaba de matar a su tía Eliza, da a la habitación donde se hospeda el agente Patrick Flanagan. De haber escuchado el ruido producido por la lámpara al caer al suelo, así como los golpes, tal vez, y aquí debemos tirar de suposiciones, podemos imaginar que habría salido a investigar. Tal vez habría logrado frenar el desastre, o tal vez se habría convertido en una de las primeras víctimas. El caso es que nunca podremos saberlo, porque mientras Jason Fletcher devora la garganta de su tía, Patrick Flanagan se encuentra bajo el agua de la ducha, lo que le impide oír nada en absoluto.
La segunda de las dos paredes da a la habitación donde se encuentra Gary Stanton, pero aún faltan unos minutos para que eso resulte relevante para la historia. Ven, crucemos hacia la habitación 353.
Verónica está dormida, tapada hasta el cuello por la sábana del hotel, lo que es una verdadera pena, porque bajo esa sábana se encuentra completamente desnuda, como puedes comprobar si miras al suelo, donde toda su ropa ha sido abandonada allí donde ha caído. Su sueño es inquieto porque en él aparece Terence, el que fuera su compañero en el cuartel de bomberos, diciéndole que le han mordido y no hay nada que puedan hacer para salvarle. Pero eso es un sueño, y ella quiere ayudarle aunque no sabe cómo.
Dejemos a Verónica. El contraste entre su habitación, cuya única luz es la de las farolas que entra a través de las rendijas dejadas por la persiana, y el pasillo del hotel, completamente iluminado, tal vez nos haga entrecerrar los ojos. Pero no tenemos tiempo que perder. Cruzamos por delante de la puerta 351, donde duermen Paula y Mark, pero no entramos ahora.
Las dos siguientes puertas corresponden a las habitaciones donde duermen Stan Marshall y Ozzy. Ambos están profundamente dormidos. La siguiente puerta es más interesante. Tras ella, las luces están encendidas. Nos colamos en la habitación.
Mira, la televisión está encendida, aunque con el volumen tan bajo que nos cuesta oír lo que dicen los protagonistas del capítulo de CSI. No me preguntes qué ciudad es porque no tengo ni idea, Nueva York o Las Vegas. Miami no, desde luego, porque Miami tiende al naranja. Sentado en la cama, con la mirada fija en la tele, se encuentra Brad Blueman. Si te fijas bien, verás que en realidad no está mirando la pantalla, sino mucho más allá y a ningún sitio en realidad. Tiene ese tipo de mirada desenfocada de quien está sumido en sus pensamientos.
Aún lleva el mono azul que el ejército les ha dado a todos ellos.
Brad parpadea regresando a la realidad, y mira a su alrededor. Le lleva un par de segundos ubicarse. Estira la mano hacia el teléfono y lo coge. No marca, se queda mirando el aparato, librando una vez más la misma lucha interna que le atormenta desde hace un par de horas.
Al final, es el Brad Blueman que siempre ha querido ser el que gana. El que dice que os follen, nunca habéis hecho nada por mí, el mismo que lloriquea: fue sin querer, lo único que quería hacer era sobrevivir.
Marca el número de teléfono de Angus McGee, un editor al que consideró amigo durante el tiempo que vivió en Los Ángeles, cuando sus sueños de grandeza ni siquiera concebían la idea de ser destinado a un pueblo de mierda como Castle Hill. Porque, no lo olvidemos, Brad Blueman detestaba aquel pueblo, y sabe que tendrá pesadillas y remordimientos el resto de su vida, pero en el fondo, hay una parte de él que sabe que hizo lo correcto.
Es mejor estar vivo que muerto, piensa. Y a eso se reduce todo.
—¿Sí? —la voz ronca de Angus resuena en el teléfono y sobresalta a Brad, que está a punto de gritar.
—¿Angus? —pregunta—. Soy Brad.
—¿Blueman? —Angus se muestra desconcertado—. ¿Qué tal estás, hombre? ¡Hace mil años que no hablábamos!
—¿Aún trabajas para Simon and Schuster?
—Sí, así es. Lo último que supe de ti es que te mandaban a un periódico local.
—Angus, tengo una historia que va a interesarte.
—Bueno, te escucho.
—Aún no ha saltado a la prensa, y es algo muy grande —asegura Brad—. Mañana por la mañana, el presidente hará un comunicado hablando de ello, pero estoy seguro que su versión será muy… —Brad se detiene, buscando la expresión adecuada—. Políticamente correcta. Pero yo he estado allí, lo he vivido desde dentro y he sido uno de los supervivientes, y lo voy a narrar todo en un libro. Tengo fotografías además, Angus. Te aseguro que va a ser el bombazo del siglo.
—Frena, Brad, frena… ¿De qué coño estás hablando?
—De lo que ha ocurrido hoy en Castle Hill.
Brad se cambia el teléfono de oreja. Está claramente excitado y gesticula con la mano que tiene libre cuando habla.
—¿Qué ha ocurrido hoy en Castle Hill, Brad? No he oído que haya pasado nada en ningún sitio, si quitamos la mierda de todos los días en Irak, Afganistán y una bomba que ha estallado en una embajada sueca en la India. Sabe Dios qué coño han hecho los suecos para que les pongan una bomba.
—No puedo decírtelo, Angus.
—¿Qué? ¿Por qué no puedes decírmelo? ¿Quieres que te haga un contrato para un libro sin ni siquiera saber sobre qué trata?
Brad sonríe.
—Si te lo dijera, pensarías que estoy como una puta cabra.
—Empiezo a pensarlo ya, la verdad.
—Escucha, Angus, te llamo a ti porque quiero que tú me hagas una oferta y quiero que sea suculenta. Lo suficientemente suculenta para que yo ni me plantee la posibilidad de ir a otra editorial. Pero no quiero que me la hagas hoy, ahora, sin saber de qué va, simplemente quiero que sepas que yo he estado allí y que soy uno de los pocos supervivientes, ¿de acuerdo?
Brad puede notar el desconcierto de Angus a través del teléfono. Y le gusta.
—Mañana —prosigue Brad—, el presidente hablará de ello. No sé qué dirá exactamente, Angus, pero te aseguro que te llamará la atención. No todos los días te ofrecen publicar un libro donde se hable de desarrollo de armas en Estados Unidos con un resultado tan… en fin. Mañana espero tu llamada, Angus. En cuanto acabe la rueda de prensa de la Casa Blanca. Te daré media hora desde que termine antes de levantar el teléfono y ofrecerle el libro al mejor postor. ¿De acuerdo?
—Has picado mi curiosidad, Brad. ¿No puedes decirme de qué va todo esto?
Por supuesto que te ha picado la curiosidad, Angus.
—Preferiría no hacerlo.
—Está bien, Brad. Lo haremos como dices.
—Perfecto. Hasta mañana entonces, Angus.
—Hasta mañana, Brad.
Cuelga el teléfono, y en su rostro aparece dibujada una sonrisa de satisfacción. Poco puede imaginar ninguno de ellos que al día siguiente Angus McGee estará muerto, como tantos otros residentes de Los Ángeles.
Pero ven, dejemos a Brad Blueman disfrutar del poco tiempo que podrá pasar pensando en convertirse en un novelista de éxito, porque Jason Fletcher acaba de lanzarse enfurecido contra la puerta de su habitación. El golpe resuena en todo el pasillo, pero la puerta resiste. El muerto araña la madera, tratando de atrave sarla, abriendo y cerrando la boca, mordiendo el aire con desesperación. Su mano derecha, que está empapada de la sangre de Eliza, tropieza con el manillar de la puerta, y he aquí una de esas cosas capaces de cambiar el curso de la historia. Si alguno de ellos hubiera cerrado la puerta con llave, ahora no podrían salir a menos que la derribasen. Pero en el hotel ya no había nada que temer, eran supervivientes de una catástrofe, habían sido escoltados hasta allí por el mismísimo ejército de los Estados Unidos, y, después de todo, ¿quién cierra las habitaciones de hotel desde dentro?
Así que ahora, cuando la mano de Jason golpea el manillar, la puerta se abre lo suficiente para que los dedos de Jason y Eliza agarren la puerta y tiren de ella, dejando el camino libre hacia el pasillo.
Antes te he hablado de Gary Stanton. Gary es hijo de agricultores. Su padre siempre tuvo una constitución digna de un toro de lidia, y Gary heredó su tamaño, lo que le facilitó la posibilidad de obtener una beca en la universidad como parte del equipo de futbol americano. Para Gary, aquellos años fueron maravillosos. Era casi una estrella en el campus debido a sus pases y sus mortales bloqueos. Los rivales solían temerle nada más entrar en el campo. Le auguraban un gran futuro en la liga nacional profesional, pero Gary estaba más interesado en terminar sus estudios de odontología. La gente creía que no tenía cerebro simplemente porque era grande y podía placar a cualquiera, pero Gary Stanton jamás suspendió una asignatura. Tampoco era brillante, no sacaba sobresaliente en todas las asignaturas, pero era lo suficientemente bueno para sentirse orgulloso.
Al acabar la universidad, Gary huyó de los ojeadores que querían hacerle firmar contratos millonarios, dispuesto a montar una clínica dentista en Castle Hill. Su padre, un hombre sensato, le preguntó si era eso lo que de verdad quería. Le dijo que si firmaba con uno de esos ojeadores seguramente no tendría que volver a preocuparse por el dinero en lo que le quedase de vida.
Gary estaba seguro, y su padre no volvió a sacar el tema.
Cuando los muertos se levantaron en Castle Hill, Gary se dirigía a Los Ángeles, a una convención de dentistas. Fue apresado por los militares y encerrado en la celda de contención junto a Patrick, Duck y Gabriel. En el campo, Gary podía convertirse en una máquina de matar, pero fuera del campo, era manso como un golden retriever. Gary se sentó en una esquina y esperó que todo terminara, con las manos entrecruzadas sobre las rodillas.
Otro detalle fundamental en la vida de Gary Stanton es la fragilidad de su sueño. Seguro que conoces gente que duerme como un tronco y a la que le es indiferente que la banda municipal se ponga a ensayar a su lado que ellos seguirán durmiendo plácidamente. Gary pertenece al bando contrario. Su novia solía decir que a Gary le despertaría una mariposa batiendo sus alas.
Esa noche, lo que le despertó fue el ruido provocado por la lámpara al caer al suelo. Y lo que le hizo incorporarse en la cama y dirigirse a la puerta fueron lo que él, acertadamente, interpretó como sonidos de pelea en la habitación contigua a la suya. Gary no piensa en muertos vivientes. En parte, porque realmente no estuvo dentro de la acción y no tuvo que huir de ellos en ningún momento, pero por otra parte, porque está en un hotel de Los Ángeles donde se supone que están a salvo.
Así que Gary Stanton sale al pasillo decidido a llamar a la habitación de al lado y pedirles que bajen el volumen del televisor en el mismo momento en que Jason y Eliza lo hacen desde su propia habitación. Gary Stanton se queda helado al verles. No tanto por Jason, que está en calzoncillos y cubierto de sangre, como por Eliza, que no puede mantener la cabeza completamente erguida debido a la impresionante herida que tiene en la garganta y que le hace inclinar la cabeza hacia delante, con la mandíbula pegada al pecho.
Ambos fijan los ojos en él, y Jason emite un gruñido. Tras él, a Eliza le chorrea baba por un lado de la boca y Gary puede ver cómo cae al suelo, junto a sus pies desnudos.
Gary se da la vuelta y corre. Quiere gritar, pero se ha quedado sin aire de la impresión. Jason y Eliza se lanzan a la carrera tras él. Gary se da cuenta tarde de que ha cometido un error al no meterse de nuevo en la habitación. Por delante tiene apenas treinta metros de pasillo que terminan en una puerta sobre la que descansa el letrero verde de salida. Corre hacia ella, prácticamente la embiste, y la puerta se abre hacia el lado contrario revelando unas escaleras que bajan y suben. Gary se agarra al pasamanos y empieza a descender.
Jason le atrapa a medio camino. Se lanza sobre él y hunde sus dientes en la nuca del hombretón. Gary trata de quitárselo de encima golpeándole contra la pared, pero Jason es implacable en ese momento, y esa decisión le da tiempo a Eliza a alcanzarles. Cuando la mujer choca contra los dos hombres, Gary pierde pie y cae hasta el descansillo con los dos muertos encima, abriéndole la carne, desgarrándole la piel y arrancándole trozos de músculo con manos y bocas.