Prólogo

Por Javier Cosnava

Yo soy el que limpia.

Si hay algo que no debe o no debió suceder, algo equivocado, algo indecoroso, algo que no pueda salir a la luz pública…, yo voy y limpio la escena del crimen, de la violación, del desastre. A veces hay que sobornar, hay que mentir, hay que amañar pruebas. No es raro que aparezca un tipo que sabe demasiado, o un periódico, o un político, o una zorra ambiciosa.

Da igual lo que sea, o cómo sea. Yo me encargo de que las aguas vuelvan a su cauce. A veces bajan revueltas, o rojas de sangre. Pero al final vuelven a su cauce. Podéis estar seguros.

Nunca hago preguntas. Sólo recibo un informe, cojo mis bayetas y mi mopa (mejor las llamaremos así) y me voy de limpieza.

Y hoy también me toca limpiar.

Recibo mis órdenes de madrugada. Son escuetas, como siempre, casi lacónicas.

Un pueblo llamado Castle Hill ha sido borrado de la faz de la Tierra por una horda de muertos vivientes. Un idiota llamado Harvey Deep propagó una enfermedad mortal que afectó en pocas horas a la práctica totalidad de la población. Razón: en un laboratorio secreto intentaba robar un virus para venderlo al mejor postor y la cosa no salió como esperaba. Pero Harvey no debe ser «limpiado» porque de ello ya se encargaron los zombis, que se lo comieron a él y de paso al 99% de los habitantes del lugar.

Mientras me visto, repaso mentalmente el resto del informe antes de prenderle fuego y dejarlo consumiéndose en el cenicero del salón.

La infección ha sido controlada en Castle Hill y unos pocos supervivientes han sido enviados a un hotel en los Ángeles. Entre ellos está el creador de la cepa maligna, un tal Kurt Dysinger, quien, en compañía del coronel Bernard Trask, va ahora mismo camino del laboratorio de Castle Hill, donde empezó todo, con orden de destruir cualquier vestigio del virus Cuarto Jinete (NOTA MENTAL: nombre en clave de la ponzoña causante del contagio).

Ya he salido de casa, me he subido a un coche oficial. Hace frío. Tengo algo de sueño y cierro los ojos mientras intento diseñar un plan de contingencia. Soy bueno improvisando, por eso soy el que limpia. Nada puede salir mal. Nada sale nunca mal cuando yo me hago cargo.

Debo tener especial cuidado con el coronel Bernard Trask, que está al mando del grupo operativo que se ha encargado de «limpiar el pueblo» de muertos vivientes. Llegaré al laboratorio apenas media hora antes que el coronel y que Kurt Dysinger. No tendré mucho tiempo para realizar mi propia «limpieza».

Subo al helicóptero en una base secreta de la CIA y mientras sobrevuelo Castle Hill estoy pensando en lo hermosa que es la palabra «limpiar», con toda esa polisemia, esos maravillosos significados que atesora y que uno puede otorgarle a voluntad. En el momento del aterrizaje estoy sonriendo, mientras en mi cabeza echo un último vistazo a las órdenes.

Su misión es:

1.— Informar a la Agencia Central de Inteligencia (CIA) de cualquier dato erróneo en la evaluación de cuanto ha sucedido en Castle Hill. No informar de ello al presidente de los Estados Unidos.

2.— Conseguir un vial del virus Cuarto Jinete. Es un arma demasiado poderosa para destruirla, tal y como ha ordenado el presidente. La CIA quiere hacerse con ella para investigarla en sus instalaciones.

3.— Lo ideal sería salir de Castle Hill con el vial antes de que lleguen Kurt Dysinger y el coronel Trask. Si esto no fuera posible, deberá quitárselo a ellos y luego «limpiarlos».

4.— Luego de lo anterior, deberá «limpiar» también a cualquier testigo de sus actos y regresar a la base.

Pero a veces la limpieza no sale como uno ha previsto. Y esta es una de esas veces. Acaso la peor de mi carrera, porque nada está saliendo como yo esperaba.

Al principio fue sólo una sensación. Algo me decía que todo iba mal. No sabía dónde. No sabía cómo. Buscaba el cadáver de Harvey Deep entre los cuerpos desmembrados que cubrían el complejo, caminando entre muertos, planta a planta del edificio, registrando cada zombi con minuciosidad pero sin perder un sólo minuto. Porque apenas quedaban veinticinco para que llegasen Dysinger y Trask.

Mi plan era simple. Los viales del virus Cuarto Jinete sin duda estarían detrás de alguna vitrina, protegidos por claves de acceso. Si quería hacerme con ellos tendría que esperar a Dysinger y sacarle las claves a golpes. Pero había una forma más sencilla de hacer las cosas. Harvey Deep había robado el virus antes de morir. Tal vez tuviera en su poder, en uno de sus bolsillos, un vial todavía intacto. A menudo, en los años que llevo «limpiando» escenas como esta, he acabado desarrollando una teoría: no busques soluciones complejas si tienes una simple a mano. Muchas más veces de lo que la gente piensa, de una forma sutil y breve, se puede poner fin a la más imposible de las misiones.

Sólo se necesita inventiva y un poco de suerte. Y yo suelo ir sobrado de ambas.

Pero esta vez las cosas no van a ser tan fáciles. Encuentro a Harvey, sí. Hasta ahí todo bien. Reconozco su rostro por las fotos que incluía el informe de la CIA y porque los zombis han devorado su brazo izquierdo y sus intestinos, que han arrancado horadando su barriga; pero su cabeza está intacta, excepto por el tiro en medio de la frente que el grupo de exterminadores de zombis que comanda Trask (o la división del ejército de EEUU que ha llegado tras él) le han dejado de recuerdo.

Sin embargo, antes de rebuscar en su ropa el vial del virus, una cosa llama mi atención. Justo debajo del cuello se ve el reborde de la máscara de silicona que lleva puesta.

¿Harvey Deep lleva una máscara? La reconozco porque yo mismo me he disfrazado en muchas ocasiones durante mis operaciones de «limpieza», pero hay algo que no entiendo. ¿Harvey se puso una máscara para llevar a cabo el robo?, ¿o es que no fue Harvey el que…?

Dominado por un súbito impulso, le arranco de un tirón el implante de silicona y un rostro completamente distinto emerge debajo. Se trata de un hombre moreno, de pelo corto, que… No, no es una cara que me sea totalmente desconocida.

¿Dónde la he visto? Tardo un momento en recordar. Soy en experto en recordar facciones, cicatrices, rasgos clave de mis objeti vos (deformación profesional de todo buen «limpiador») y acabo de verla en alguna parte, ¿pero dónde si allí sólo hay cadáveres de zombis?

—¡Ya está! —exclamo, chasqueando los dedos.

Vuelvo atrás un par de pasillos y entro en una especie de salón de juegos, el lugar donde pasaban sus descansos o ratos de ocio los empleados del local. En algunas empresas los usan para que los trabajadores desconecten de las tareas complejas que realizan y puedan recargar pilas. Allí hay una máquina de bebidas, algunos juegos de mesa, dos consolas, tres ordenadores y lo que ando buscando: libros, al menos un centenar de volúmenes.

Y es que un montón de libros están desparramados por el suelo, la estantería caída, algunos desencolados o rotos, otros ensangrentados, testigos mudos de la lucha a muerte que se ha vivido en el laboratorio sólo unas pocas horas atrás. Dos de ellos me llaman la atención; ya lo hicieron cuando minutos antes llegué a la estancia buscando a Harvey Deep. El primero tiene doblada la solapa trasera y esta muestra el rostro de un hombre joven, el autor de la novela. A su lado hay un segundo libro firmado por el mismo escritor. Y están ambos alejados del resto, como si alguien los hubiera dejado allí a propósito, para que yo me fijase en ellos al entrar, para que viese esa solapa doblada hacia afuera mostrando el rostro del autor. Tal vez querían que recordase esa cara cuando llegase el momento.

Parece que el hombre de la solapa me sonríe.

Y es que el rostro es precisamente el mismo que acabo de ver en el cadáver de Harvey Deep. Desorientado, intentando atar cabos, leo el nombre de la novela.

EL CUARTO JINETE, de Víctor Blázquez.

Remuevo la cabeza, cada vez más incrédulo. Ese Víctor Blázquez ha escrito un libro que se llama igual que el virus que estoy buscando. ¿Y luego ha entrado en el laboratorio donde lo estaban desarrollando para robarlo? ¿O es que…?

Por un momento, un centenar de ideas y posibilidades atraviesan mi cerebro. Fríamente, disecciono cada una, tratando de entender. Y casi lo consigo. Algo ominoso, un engaño terrible está a punto de ser descubierto, casi lo tengo pero…

No termino el razonamiento. Una mujer está caída junto a los libros. Una vez fue joven y bonita, pero ahora le falta la parte superior del cráneo, por el que todavía resbalan los humores, ocultando… o…cul…tan…do… ¡ocultando la parte superior del implante de silicona que oculta su verdadero rostro!

Mi mente ha tartamudeado mientras terminaban las sinapsis de atar cabos. ¿Puede una mente tartamudear? No lo sé, pero si no puede, lo que me ha pasado es lo más parecido que he experimentado en mi vida.

Pero ya no importa. Me inclino sobre la mujer y busco en su cuello la solapa de la máscara de silicona, oculta bajo una base de maquillaje. Aunque los dedos me tiemblan, consigo arrebatarle el disfraz y mi sorpresa es mayúscula cuando veo el mismo rostro de antes, el rostro de Víctor Blázquez.

Diez cadáveres y tres estancias más tarde, ya tengo claro que todos los cadáveres son Víctor Blázquez, que todos los muertos tienen su rostro y que yo seguramente he tenido una crisis de nervios y ahora voy camino de un psiquiátrico, con una camisa de fuerza bien apretada.

¿O no estoy loco? ¿Y sí…?

Estoy acostumbrado a reaccionar rápido, a reaccionar ante lo imposible y soy capaz de intentar un último giro de funambulista, de buscar una explicación a algo que no puede estar pasando.

Y por fin decido hojear los libros que ha escrito ese hombre que es todos los cadáveres y ninguno.

El primer libro, EL CUARTO JINETE, es la historia de la epidemia que ha asolado Castle Hill. Antes de que sucediese, aquel ser, escritor o demiurgo, lo anticipó todo… ¡No! LO SUPO TODO.

Es como si él hubiese descrito lo que estaba pasando o, peor aún, como si las cosas pasasen porque… PORQUE ÉL LAS ESCRIBÍA.

Hojeo el segundo libro que tiene por título EL CUARTO JINETE (Armagedón). Trata de lo que pasó luego, continúa con la historia de los supervivientes y va más allá, con nuevas intrigas, nuevos personajes. Es decir, narra sucesos que aún no han pasado.

—Narra sucesos que aún no han pasado. Narra el futuro. No, no puede ser… —susurro en una voz apenas audible.

—A menos que todos, vivos o muertos, seamos personajes de esos dos libros —anuncio entonces, al mundo, a mí mismo, a quien sea—. Tiene que ser eso.

El axioma de Holmes: eliminado lo imposible, lo que queda, por increíble que parezca, debe ser la verdad.

Pero ni en el primer libro ni en la continuación, en EL CUARTO JINETE (Armagedón), aparezco en una sola línea, y cuando Dysinger y el coronel Trask van al laboratorio a buscar los viales del virus yo no estoy allí; tampoco mi cadáver. De mí no queda ni rastro.

¿Acaso no existo? ¿Acaso soy menos que un personaje de una novela? ¿No soy nada?

Por fin, navegando por las páginas del libro, encuentro mi historia, justo al principio de todo: el relato de un capullo de la CIA que era tan tonto que no sabía que ni siquiera tenía un nombre.

Soy un tipo sin nombre en un prólogo. Sólo para eso he venido a este mundo. Vaya mierda.

Y entonces manoteo en mi cuello buscando la última pieza de un jodido y macabro rompecabezas. No tardo en encontrar la solapa de mi propia máscara de silicona. Sí, claro, todos los personajes somos en verdad réplicas de nuestros amos, esos dioses cargados de sueños y de hojas en blanco. Tambaleándome, entro en el lavabo de la primera planta. Me miro desafiante en el espejo, me quito el embozo y descubro una cabeza calva y una perilla blanca; también unos ojos vivaces, risueños, que me mortifican.

Todos aquellos cadáveres de ahí afuera eran Víctor Blázquez porque habían nacido de su pluma: eran sus hijos, sus creaciones.

Yo soy hijo del idiota que escribe este prólogo para presentar una novela de la forma más retorcida y demencial imaginable.

—Deja de jugar conmigo, cabrón —le grito al autor del prólogo, sea quién sea ese capullo calvo con perilla.

Saco la pistola de la cartuchera bajo mi axila. La pongo en mi cabeza.

Ahora lo entiendo todo. He venido a «limpiar» la escena, a eliminar lo que sobra, lo que no debería estar, lo que no ha debido suceder.

Porque el que sobra, el error, el que debe ser «limpiado», soy yo, que ni siquiera soy un personaje de esta novela.

Yo no soy nada.

Y la culpa de todo la tiene Javier Cosnava (sí, ahora sé el nombre del asesino que me ha parido para reírse de mí, para mortificarme con la excusa de presentar la novela de un amigo. Su nombre me lo han dicho mis entrañas, que también son las suyas).

—Vete a tomar por culo, Cosnava, y demos paso al espectáculo de una puta vez… —aúllo, mordiéndome de pura rabia los labios hasta hacerlos sangrar.

Y aprieto el gatillo.

Por fin está todo «limpio». El Cuarto Jinete «Armagedón» puede comenzar.