Kentucky Rock and Roll
A medida que el Cuarto Jinete fue esparciéndose por Estados Unidos, cientos de historias interesantes fueron desgranándose a lo largo y ancho de un país tan extenso y poblado. Nos resultaría imposible acercarnos a todas ellas, por supuesto, pero creo que podemos hacer una pequeña pausa en nuestro camino y acercarnos al céntrico estado de Kentucky. Más concretamente, a un pueblo llamado Denton. Más concretamente, a la iglesia metodista donde el reverendo Clay O’Laughin ha congregado a una multitud de fieles asustados por las noticias que llegan del resto del país.
Tal vez no te suene Denton, y tampoco sería extraño. Es un pequeño pueblecito minero de escasa población y escaso impacto en la geografía global como para resultar conocido. Pero si te hablo de Fort Knox seguro que una chispa de reconocimiento se prende en tu cerebro. Denton no está muy lejano a la famosa base militar.
Terry Teague asegura que la noche anterior escuchó una explosión en la base militar. Clay O’Laughin no sabe qué creer, claro. El miedo se ha instalado en todas las personas que han acudido a su iglesia en un intento por encontrar refugio y salvación. Cientos de rostros curtidos por el sol y el trabajo duro, manos encallecidas y permanentemente sucias, rostros cetrinos y desconfiados, ojos duros y barbillas esculpidas en acero, dientes que mascan tabaco y han adquirido un color amarillento imposible de borrar. Todo muy del estilo de Kentucky.
O’Laughin era descendiente de irlandeses y había heredado los ojos claros y la piel pálida con tendencia al enrojecimiento. En Denton siempre le habían considerado un extraño a todos los niveles posibles. Es lo que era, tampoco le preocupaba demasiado. Tenía una barriga prominente proporcionada por su afición a la buena comida y una nariz ancha de punta rojiza y venillas marcadas, regalo de su afición a la bebida.
Pero ojo, O’Laughin era una buena persona. Y se había ganado a su congregación a base de demostrarlo. Puede que siguieran mirándole con aquella desconfianza en los ojos, con un gesto ligeramente torcido, pero estaba bastante seguro de que le consideraban casi uno de los suyos. Como si fuera hijo adoptivo de Denton.
Y ahora, Terry Teague insistía en que no podían contar con los militares. Hablaba a gritos intentando hacerse oír por encima de los murmullos y comentarios de los demás. El reverendo les escuchaba, o intentaba hacerlo, desde el púlpito.
—¡Dicen que es un virus! —gritó Bobby John Alester. A sus setenta y cinco años, Bobby John estaba en mucha mejor forma física que gran parte de los jóvenes del pueblo. Tenía un cuerpo fibroso, unos brazos fuertes con los que ahora rodeaba la cintura de su mujer, y una larga barba blanca que le llegaba por debajo del pecho.
—¡Han sido los coreanos! —aseguraba Marvin Dixon—. ¡Ellos fueron los que atacaron Los Ángeles y ahora estamos en guerra, joder! —Marvin era tan delgado que podría haber pasado desapercibido si se pusiera de perfil. Y tan alto que fue a la universidad con una beca de baloncesto. Pocos hijos de mineros podían presumir de tener estudios universitarios. Y sin embargo, tras terminar la carrera, Marvin había regresado a Denton y se había unido a la cuadrilla de su padre. Tenía los ojos hundidos y los labios resecos—. ¡En cualquier momento nos invadirán! ¡Seguramente son ellos los que han atacado Fort Knox!
—¿Qué coreanos ni que perro muerto, Marvin? —bramó Daryl Reedus, poniéndose en pie de repente. Tenía un rostro duro pero atractivo, el pelo le caía rizado por los lados, enmarcando unos ojos marrones pequeños e inteligentes. Llevaba una barba descuidada de unos pocos días, y vestía con pantalones oscuros y un chaleco de cuero negro que dejaba a la vista sus fuertes brazos. Aquel chaleco llevaba en la espalda el logotipo de un club de moteros de la zona—. ¿Se te ha reblandecido el seso en la mina?
—¡Te digo que han sido los coreanos! —aseguró Marvin Dixon, también a voz en grito—. He oído que han sido los árabes, pero desde la muerte de Osama los árabes no levantan cabeza. ¡Tienen que haber sido los coreanos!
—Yo he oído que era una prueba militar —dijo Liz Winchester. Algo entrada en carnes, a sus cincuenta años Elisabeth Winchester seguía manteniendo el porte y el aura de autoridad que siempre había demostrado tener. A ojos de O’Laughin, Liz era la única mujer con agallas de Denton, y tenía muchas más que la mayoría de los hombres. Su marido, Ralph Winchester, era una sombra a su lado, siempre en silencio y un paso por detrás. Todo el mundo tenía claro quien llevaba los pantalones en esa pareja—. Algo que les salió mal a nuestros propios chicos —estaba diciendo—. Una mierda que probaron en el desierto de Nevada y se les ha ido de las manos.
—¿Y qué va a ser lo próximo? —preguntó Marvin—. ¿Alienígenas del Área 51?
—¿Tan raro es pensar que estaban haciendo un experimento y se les ha descontrolado? —preguntó Liz con un tono tan sarcástico que incluso Marvin se encogió.
—Ahora vendrás a decirme que el gobierno estuvo también detrás de lo de las Torres —protestó Marvin, aunque sin la fuerza de antes.
Liz descartó aquel comentario con un gesto despectivo de su mano. Terry Teague estaba volviendo a repetir que había escuchado una explosión en Fort Knox, y otros hombres se estaban sumando a la discusión con argumentos cada vez más enloquecidos. El reverendo levantó las manos en un intento de atraer la atención. Estaba a punto de dar un grito y pedir silencio cuando la puerta de la iglesia se abrió de golpe. Resonó como un trueno, y la mayor parte de los presentes se giró para mirar. Incluso hubo algún grito de sorpresa y temor, sobre todo de parte de algunas de las mujeres que no eran Liz Winchester.
La figura a contraluz de un hombre esperaba en el exterior. Sujetaba una escopeta en la mano derecha y llevaba calado un sombrero de cowboy. Cuando avanzó y entró en la luz de la iglesia, todos pudieron ver al recién llegado. Llevaba botas de vaquero que se afilaban en la punta, pantalones tejanos ajustados y una camisa a cuadros azules y blancos. Su nombre era Sean Garraty y era uno de los hombres del sheriff de la cercana población de Flaherty.
—Estamos perdiendo de vista el tema central —dijo O’Laughin, aprovechando el silencio provocado por el recién llegado. Conocía aquella iglesia al dedillo, sabía modular la voz para que pareciera dominar todo el lugar y llegara hasta el último rincón. De nuevo, los cientos de caras que esperaban entre los bancos se giraron a mirarle, como el público devoto de un concierto—. Estamos…
—¡Flaherty ha caído! —gritó Sean Garraty, levantando la voz y cubriendo la de O’Laughin.
Un murmullo tenso y lleno de miedo cubrió a los presentes. El propio reverendo palideció. Ni siquiera se molestó en señalar que muchos de aquellas exclamaciones tomaban el nombre de Dios en vano. Sean Garraty avanzó por el pasillo central, atrayendo todas las miradas como lo haría un imán con cientos de piezas metálicas. Se apoyó la escopeta sobre el hombro y se detuvo, con la otra mano engarfiada en el cinturón.
Aquella estética de vaquero de película y sus continuas poses de tipo duro a lo Wayne le habían ganado cierta reputación en la zona. O’Laughin recordaba, incluso, que estando en el Cerezo Negro tomando una cerveza bien fría, Sean Garraty había entrado exhibiendo aquellas mismas maneras. Alguien se había puesto en pie y le había preguntado si se creía Rayland Givens. Garraty había sonreído pero no había respondido.
—¿Qué quieres decir con que Flaherty ha caído? —preguntó el reverendo, sintiendo la garganta atascada.
—Quiero decir exactamente eso. Flaherty ya no existe. Esas malditas cosas llegaron de noche y nadie estaba preparado. Yo mismo he escapado por los pelos.
—¿Son los… coreanos? —preguntó Marvin con un hilo de voz.
—¿Coreanos? —Garraty frunció el ceño, sin comprender—. No. Son los putos muertos vivientes de AMC, pero puestos de speed hasta las cejas. Corren como hijos de puta y les importa una mierda que les disparen porque no están vivos. Hay que reventarles el cerebro.
—No deberías… —el reverendo tartamudeó y tragó saliva—. No deberías hablar así aquí.
Sean Garraty miró a su alrededor y se detuvo un par de segundos en el enorme Cristo Crucificado que dominaba la estancia. Tenía los ojos vueltos hacia arriba y en blanco, en reflejo del martirio sufrido.
—Supongo que sabrá perdonarme —respondió.
—¿Entonces es verdad? —preguntó Terry Teague.
—Es tan cierto como que me llamo Sean Garraty.
—Oh, Dios mío —murmuró alguien. O’Laughin buscó con la mirada pero no supo encontrar al culpable.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Bobby John con gesto preocupado y poniendo su mano sobre el hombro de su nieto más joven, un niño de unos seis años con rostro bobalicón y ojos dispersos.
—¿Qué vamos a hacer? —repitió Garraty, mirando alrededor—. Huir no tiene sentido. Esas cosas están por todos sitios, llegan noticias de ataques de punta a punta del país. He intentado comunicarme por radio con el ejército y me han contestado que estoy por mi cuenta, que no están capacitados para enviar ayuda en este momento. Así que he venido hasta aquí pensando que encontraría un par de personas con las que atrincherarme. Esto supera mis expectativas —dijo, haciendo un gesto con la mano para abarcarles a todos. Levantó la escopeta por encima de su cabeza—. Vamos a demostrarles cómo se toca rock and roll en Kentucky.
No hay nada que encienda más a los habitantes de Kentucky que saber que vienen a echarles de sus tierras. No importa si se trata de una corporación minera, del propio gobierno federal deseando construir una carretera o de los malditos muertos vivientes. Y el reverendo sabía que todas aquellas personas solo necesitaban un empujón para plantar cara. Bien podría haber sido Bobby John Alester quien diera un paso adelante y se erigiera como líder, la misma Liz Winchester lo habría hecho muy bien de haberse decidido, y puedes estar seguro de que la idea de hacerlo planeaba por su mente. Al final, había sido Sean Garraty.
Su propuesta recibió algunos aplausos, unos cuantos murmullos de aprobación y varios gritos de ánimo. La inmensa mayoría de aquella gente poseía armas en sus casas, en sus furgonetas de trabajo, en las guanteras de sus coches u ocultas bajo la ropa, allí mismo, en la iglesia. O’Laughin era consciente de ello y sabía que pedirles que no portaran sus armas cuando entraran en la casa del Señor sería predicar en vano.
Ojos que no ven, corazón que no siente. 0 eso se decía, al menos.
Atravesaron un par de coches formando una barrera en la carretera que llevaba a Flaherty. Conformaron una barricada y se prepararon para hacer frente a lo que viniera por allí. Había tantas armas como en un arsenal y no sólo eran hombres los que las portaban. Garraty estaba al centro, con su sombrero inclinado a un lado y la escopeta en las manos. También tenía una pistola en el cinturón. A su lado estaba Liz Winchester, al mando de algunas de las mujeres del pueblo. Todas aquellas que sabían disparar y lo habían hecho alguna vez tenían un arma en las manos. El resto estaba en la iglesia con los niños y con el reverendo.
La espera fue horrible. Estaban en tensión y tenían miedo. El aliento se condensaba en pequeñas nubes de vapor delante de sus bocas. La noche empezaba a caer sobre Denton. Nadie se arrellanó en ningún momento. Si buscabas héroes cuando nos encontramos en Denton, Kentucky, encontrarás cientos de ellos. Hombres que esperaron valientemente la llegada de la plaga, las manos crispadas sobre las armas, dispuestos a luchar por defender sus hogares y a su gente. Hombres que empezarían a morir con la medianoche.
Avistaron el primer muerto viviente a las once y diez minutos. Para todos los presentes resultó sobrecogedor verlo, corriendo en su dirección con el hambre voraz escrito en su rostro, sangrando por múltiples heridas, con la ropa destrozada y cubierta de rojo. Una cosa era pensar en ellos, verlos en televisión persiguiendo a los personajes de una serie o una película, y otra muy distinta era verlos en vivo. Era atroz, mucho peor de lo que cualquiera de ellos pudiera haber imaginado.
Puedes estar seguro que de no haber estado Sean Garraty al frente de aquella barricada, aquel primer muerto podría haberles alcanzado mientras le observaban con la boca abierta y la expresión de un ciervo al divisar los faros de un coche acercándose a él a toda velocidad.
Garraty abatió a aquel primer muerto.
Pero ya sabemos cómo es esto. Tú y yo hemos vivido lo que ocurrió en Castle Hill, hemos visto caer una ciudad como Los Ángeles y sabemos que la calma que ahora se cierne sobre San Mateo, en Half Moon Bay, será puesta a prueba en algún momento. Siempre es así, sabemos que el descanso no durará mucho tiempo. Al primer muerto siempre le siguen muchos más. Incansables, irracionales, insaciables.
Los habitantes de Denton, Kentucky, los recibieron con un concierto de pólvora. La música de aquellas armas se alzó en el cielo desgranando sinfonías de muerte. Los muertos caían de nuevo al suelo. Cuando les destrozaban la cabeza no volvían a levantarse. Si las balas les atravesaban otra parte del cuerpo, volvían a levantarse y embestían de nuevo. Si no eran capaces de ponerse en pie, se arrastraban. Eran la Muerte, el famoso Cuarto Jinete en persona. Y Denton no era más que otra zona del Armagedón.
Cerca de medianoche lograron alcanzar la barrera. Garraty les gritó para que retrocedieran cuando supo que habían perdido la posición. Los muertos seguían llegando y resultaba evidente que no lograrían frenarles. Atravesaron la barricada con la facilidad con la que un cuchillo atraviesa una barra de mantequilla. Daryl Reedus cayó al suelo cuando se echaron sobre él, destrozando su cuerpo y arrancando trozos de carne y hueso con las manos desnudas, ayudándose de los dientes. Aquello provocó la histeria entre los habitantes de Denton. Muchos soltaron sus armas y huyeron abandonando la pelea. Garraty siguió disparando sin parar, gritando órdenes a los que aún mantenían la posición. Intentaban cubrirse unos a otros pero cada vez eran menos.
Liz Winchester y un grupo de mujeres fue rodeado por una pequeña muchedumbre de muertos vivientes. Se vieron obligadas a refugiarse en el interior de un estanco. Siguieron disparando sin cesar, luchando hasta el final, pero los muertos lograron entrar. Los gritos habrían hecho llorar al más duro de los hombres. Bobby John Alester gritó con frustración mientras más y más zombies entraban en el estanco sin recibir respuesta desde el interior. Volvió a gritar cuando los gritos de las mujeres se apagaron. Y en su lamento, abandonó la esquina tras la que se cubría y avanzó disparando hacia los muertos, insultándoles a voz en grito y acercándose a una muerte segura con los brazos abiertos de par en par.
El reverendo O’Laughin intentaba mantener calmados a los niños. Sus madres le ayudaban, aunque el miedo se reflejaba también en los ojos de ellas. Con la llegada de los disparos muchos niños habían roto a llorar. Con los gritos y el caos en el exterior, el interior de la iglesia se había convertido en otro tipo de concierto, uno lleno de sollozos y llanto y pánico.
Sean Garraty atravesó la puerta abriéndola con el hombro. Tenía salpicaduras de sangre en la cara y había perdido el gorro en algún momento. Sujetaba la escopeta con tanta fuerza que sus nudillos estaban blancos de la presión. Al verle hubo gritos y los llantos se recrudecieron. Corrió hacia O’Laughin.
—Reverendo —dijo—, es cuestión de tiempo que nos sobrepasen. En la parte de atrás hay un camión. Meta en él a todos los niños… —miró a su alrededor y tragó saliva—. A todos los que pueda, reverendo. Y sáquelos de aquí. Por lo que más quiera, saque a los niños de aquí.
—¿Qué harás tú? —le preguntó. El reverendo nunca había sido un hombre miedoso pero en aquel momento sentía el comezón del pánico apretándole las pelotas.
—Darle tiempo, reverendo.
No hizo falta nada más. El reverendo les gritó a los niños que le siguieran, haciendo gala de toda su amabilidad y con un cariño que a Garraty le resultó digno de admiración. Luego se le formó un nudo en el estómago al ver a todos aquellos críos poniéndose en pie. Si se apretaban, con suerte cabrían la mitad. El resto…
Garraty esperó en el pasillo mientras la iglesia se vaciaba por la puerta que llevaba a la vicaría y a la calle trasera. Fuera, la cadencia de los disparos iba menguando por momentos, tan notable como notable era el silencio solemne de la iglesia. Respiró hondo y cerró los ojos, esperando.
Ahí le tienes, un hombre que viste como un cowboy del siglo veintiuno, sujetando una escopeta y una pistola y aspirando a ejercer su papel como última barrera durante el tiempo necesario para que el reverendo O’Laughin y todos los niños que cupieran en aquel camión salieran de Denton y buscaran suerte en algún otro sitio.
Para entonces, Sean Garraty dudaba que existiera otro sitio.
La puerta de la iglesia se abrió con tanta fuerza que golpeó la pared levantando trozos de pintura y yeso. Sean Garraty abrió los ojos. A la cabeza del Apocalipsis corría hacia él una mujer a la que creyó reconocer, con el rictus torcido en un gesto de furia desgajada y sangrienta.
—Hagamos rock and roll, preciosa —murmuró. Le hablaba a su escopeta.
Les recibió a sangre y fuego.