Mientras oía al comisario someter a Wilt a un aluvión de preguntas, Sir George empezó a atar cabos. Dios, cómo maldecía el día en que se había casado con una mujer atractiva con la moral de una puta barata y con un hijo al que jamás aceptarían en ninguna universidad. ¡Y ahora esto! No tenía ninguna duda de que había sido aquel joven imbécil quien había vaciado el ataúd y se había llevado el cadáver, seguramente para hacer prácticas de tiro con él. ¡Y luego el muy inútil se había disparado por accidente! Clarissa, que a esas alturas ya estaba inconsolable, se las haría pagar a su marido, de eso estaba seguro.
Sir George estaba convencido de que Edward se había buscado la ruina él solito, pero empezó a pensar una forma de evitar el escándalo que estallaría y que sin ninguna duda lo señalaría a él. Sí, esta vez aquel maldito párroco iba a tener algo con que regodearse. Si Sir George conseguía cargarle la muerte de Edward a Wilt, quizá tuviera posibilidades de salir del atolladero… Y, pensándolo bien, si acusaban a Wilt, Clarissa no podría culpar a su marido, dado que había sido ella quien había llevado al profesor a la mansión.
Sir George creyó que también tendría al comisario de su parte, pues por lo visto encontraba a Wilt sumamente sospechoso y su interrogatorio ya estaba tomando un tono particularmente desagradable.
—¿Qué otro cadáver? —preguntó Wilt, perplejo.
—Mi querido Edward, mi hijo y heredero. ¡Mi amado Edward! —berreó Clarissa, transida de dolor—. Todo es culpa tuya —gritó, volviéndose hacia su marido—. Nunca te gustó. Le dejabas usar tus armas y lo animabas a disparar.
—Eso no es cierto. Yo no tengo la culpa de que Eddie fuera estúpido. Además, la culpa la tiene Wilt.
—Espere un momento —protestó Wilt—. ¿Qué está insinuando? Yo no tengo nada que ver. ¿Acaso Edward está también muerto?
Sir George no le hizo caso y siguió gritándole a su esposa:
—Fuiste tú quien lo trajo aquí para enseñar al idiota de tu hijo, y me consta que le ha estado enseñando historia de la guerra. Eddie ha debido exaltarse y ha robado el cadáver de tu tío para practicar puntería con él. Por lo que sabemos, hasta es posible que Wilt le haya ayudado a trasladar el cadáver al bosque.
Wilt palideció y se desplomó en una butaca.
Sir George, aparentemente satisfecho con su argumento, continuó:
—¿Y cómo es que el Coronel murió tan oportunamente, si se puede saber? Precisamente cuando iba a venir Wilt. Y no creas que no sé que estabas deseando tirártelo…
—¡Hijo de la gran puta! —replicó Clarissa entre sollozos—. A ti te importó un cuerno la muerte de mi tío. Ni siquiera permitiste que lo enterraran en el cementerio familiar. Y ahora te atreves a insultar a mi difunto hijo. Y eres tú quien ha matado a Edward, no yo. ¡Sí, tú! Sólo para asegurarte de que no quede nadie que no lleve sangre de los Gadsley.
—De eso nada, querida. Tu querido Wilt y tú debéis haber actuado juntos.
Wilt no daba crédito a lo que estaba oyendo.
—Hable con el inspector Flint de Ipford. Él puede dar fe de mi inocencia —insistió.
—Ya hemos hablado con él —intervino el comisario, y en ese preciso instante llegó Flint y se unió a la fiesta.
—¡Flint! —exclamó Wilt—. ¡Cuánto me alegro de verlo! Dígales que soy incapaz de matar ni una mosca.
El inspector permaneció impasible y dijo:
—Es que esta vez quizá lo haya hecho. Lo que pasa es que hasta ahora nunca había podido acusarlo de nada. Pero todo parece indicar que por fin lo hemos pillado con las manos en la masa.
Wilt comprendió que estaba en un apuro y que estaba solo. La situación empeoraba por momentos y amenazaba con convertirse en una pesadilla. Wilt sabía a quién culpaba él de todo: a Eva. Todo aquel jaleo lo había organizado ella, y cuando consiguiera salir del lío, pensaba plantarle cara. Para empezar, las cuatrillizas volverían al Convento.
—Pero ¿por qué iba yo a querer matar a Edward?
—Porque usted también lo consideraba un imbécil y porque el chico disparaba al azar contra sus hijas —contestó Sir George.
—Bueno, sí, pero…
El comisario tenía la impresión de que estaba perdiendo el control de la situación.
—Lady Clarissa, tengo que preguntarle si ha mantenido usted…, esto…, relaciones con el señor Wilt, como asegura su esposo.
—¡No intentes cargarme esto a mí! —gritó Lady Clarissa, furibunda, mirando a Sir George.
—A ver si nos tranquilizamos todos un poco —intervino Flint en tono sereno pero firme, tratando de ejercer su autoridad y tomar las riendas de la situación—. Wilt, ¿niega usted haber estado cerca de la escena del crimen?
—No, yo no he dicho eso. Estaba cerca del sitio donde encontraron los cadáveres, porque suelo ir a pasear por allí.
—Entonces, ¿admite estar implicado en el crimen?
—¡Por supuesto que no! Como acabo de decir, estaba cerca de la escena del crimen, pero eso no significa que esté implicado en el crimen en sí, ni que supiera que se había cometido un crimen.
—Si no está implicado, pero admite que estaba allí…, ¿por qué estaba allí? —Flint empezaba a experimentar la sensación de bloqueo mental incipiente que siempre padecía cuando se enfrentaba a Wilt.
—Mire, yo no tenía ningún interés en matar a Edward. ¿Qué interés podía tener, si acepté este empleo porque necesitaba el dinero que iban a pagarme por darle clases? Ahora que Edward ha muerto, ya no se requerirán mis servicios docentes.
—¡Ya! Pero eso le deja la puerta abierta para empezar a dispensar servicios de otro tipo —gritó Sir George, tratando a la desesperada de cargarle de nuevo el muerto a Wilt.
—¡Yo no pensaba pagarle por eso! —saltó Lady Clarissa, sin poder contenerse.
—Entonces, ¿por qué pensaba pagarle? —inquirió Flint.
—No pensaba pagarle por nada. Iba a pagarle Sir George.
Wilt, Flint y el comisario se volvieron a la vez y miraron fijamente a Sir George.
—¿Cómo? Yo no he organizado nada, se lo aseguro. Fue Lady Clarissa quien decidió que Wilt viniera aquí. ¡Fue ella!
Wilt, Flint y el comisario se volvieron a la vez y miraron fijamente a Lady Clarissa.
—Pero ¿qué insinúas? ¿Me crees capaz de enredar a Wilt para que matara a mi pequeño Edward? ¡Wilt sólo tenía que darle clases particulares para que pudiera entrar en Cambridge!
A Flint le pareció que la historia no era muy verosímil, teniendo en cuenta lo que había oído contar del chico. Con todo, a esas alturas ya estaba totalmente perdido respecto a quién había organizado qué con quién, y dónde encajaba Wilt exactamente en lo que, a todas luces, era un plan meticulosamente preparado, al menos antes de que se torciera por completo. ¿O no? Flint no entendía nada y estaba completamente desconcertado.
—Miren, no estamos aclarando nada. Vamos a descansar un rato y a interrogar al resto de los habitantes de la casa, por no decir a la señora Wilt y a esas cuatro niñas —propuso.
El comisario, el agente y él fueron a la cocina a ver si alguien podía prepararles una taza de té, pero la encontraron vacía y tuvieron que contentarse con servirse unos vasos de agua del grifo.
La señora Bale entró en el estudio por la otra puerta; llevaba una taza de té para Wilt, a quien había adivinado que le hacía mucha falta, y un vaso de whisky para Sir George. Lady Clarissa se sirvió ella misma un coñac.
Wilt se bebió el té deprisa y luego salió del estudio para ir a buscar a Eva y a las cuatrillizas y decirles que se prepararan para marcharse de allí, con o sin él. Las encontró sentadas al borde del foso; el segundo perro rastreador se había unido al primero, y de vez en cuando ambos tocaban con la pata a las cuatrillizas, pese a los esfuerzos de Eva para repelerlos.
—Mamá, ¿van a detener a papá? —preguntó Emmeline.
—Sería injusto que lo detuvieran. Ese estúpido se disparó a sí mismo —añadió Samantha.
Wilt se quedó mirándola.
Fue en ese momento cuando de pronto Wilt comprendió que sus endemoniadas hijas tenían que estar implicadas en aquellas vacaciones gratis convertidas en tragedia. ¿Cómo no lo había visto antes? No podía dejar que Flint ni los otros policías se acercaran a las niñas: tenía que mantenerlas al margen de aquello a toda costa. Les dijo que no hablaran con nadie, que se metieran en el coche y que lo esperaran allí, y como ellas no querían hacerle caso, tuvo que darles dos billetes de diez libras. Entonces las cuatrillizas se marcharon corriendo, felices de librarse de los olfateos y los golpes de pata de aquellos perros. Wilt ordenó a Eva que lo siguiera, sin contestar a sus preguntas. Ella lo miró a los ojos, le obedeció por una vez en la vida y entró con él en la casa.
Sir George y Lady Clarissa, que se habían quedado a solas en el estudio, se miraban con odio por encima de sus respectivas copas de licor.
Sir George sabía que no podría salir de aquella crisis sin el apoyo de su mujer, pero al mismo tiempo no sabía cómo obtenerlo. Eddie estaba muerto, y él había sido imprudente con su armero precisamente porque confiaba en librarse del chico propiciando que se matara o que matara a alguien.
Lady Clarissa sollozaba entre sorbo y sorbo. Se sentía culpable por no haber tratado al tío Harold con el debido respeto, y estaba convencida de que sus ideas concupiscentes de seducir a Wilt debían de haber provocado la muerte de su amado hijo.
Por primera vez en mucho tiempo, Sir George se acercó a Lady Clarissa y la abrazó como si pretendiera consolarla. Las situaciones drásticas exigían medidas drásticas, así que dijo:
—Siento mucho lo de Eddie, querida. Perdón, lo de Edward. Yo no quería que le pasara nada malo, sólo quería que se divirtiera con mis escopetas porque eso era lo único que parecía gustarle. Si te sirve de consuelo, puedes enterrarlo aquí. Aunque, estrictamente hablando, él tampoco pertenece a la familia Gadsley… —Se interrumpió porque Lady Clarissa empezó a llorar aún más fuerte—. Tendremos que enterrarlo cerca de aquí, por supuesto. Y te compraré un billete de avión para que vayas a Kenia con las cenizas de tu tío, para que se cumpla su última voluntad. Y, aprovechando que vas allí, ¿por qué no te tomas unas largas vacaciones?
Lady Clarissa no se chupaba el dedo. Volvió el rostro, surcado de lágrimas, hacia su marido y le preguntó:
—¿Y qué tengo que hacer a cambio de esta exhibición de generosidad?
—Nada en absoluto. Salvo decir a esos policías que Edward sabía dónde estaban guardadas las llaves del armero. Y te juro por la tumba de mi madre que jamás deseé que tu hijo se matara. Fue un trágico accidente, pobre chico.
Fue una interpretación muy convincente por parte de Sir George. No fue hasta mucho más tarde, una vez en el avión —en primera clase, por supuesto—, cuando Clarissa recordó que la madre de Sir George era uno de los pocos Gadsley que no estaban enterrados en el cementerio familiar. Es más: Sir George nunca supo qué había sido del cadáver de su madre después de que se la llevara una ola gigante durante unas vacaciones de la familia en la Costa Brava. O eso les había contado su padre.
* * *
El inspector Flint y el comisario volvieron al estudio con renovada determinación y con un claro objetivo: llegar al fondo de aquella muerte, o de aquellas dos muertes, o de aquellos dos asesinatos, o de un asesinato y una muerte o de lo que fuera.
En la habitación encontraron una atmósfera muy diferente a la que reinaba allí apenas media hora antes. Era evidente que Sir George había hecho las paces con su mujer, y, contritos, ambos intercambiaban sonrisas de reconciliación.
—Comisario… Inspector… —empezó Lady Clarissa con solemnidad—, lamento mucho que hayan perdido el tiempo investigando lo que evidentemente ha sido un terrible accidente. Seguramente, mi pobre hijo —hizo una pausa para sorberse ruidosamente la nariz— sólo pretendía ayudarme ocupándose del cadáver de mi tío después de que mi marido cometiera el error de no reconocerlo como miembro de la familia. Supongo que Edward pensó que podría enterrarlo él mismo aquí, que tropezó mientras lo intentaba y que se le disparó el arma.
—Pero ¿por qué le quitó la ropa al cadáver? —preguntó Flint.
—Eso sólo puede saberlo Edward —respondió Sir George al mismo tiempo que rodeaba con el brazo los hombros de su mujer en señal de apoyo—. Pero supongo que quería devolverle a su pobre madre las medallas de su tío para que pudiera recordarlo.
Se interrumpió al ver entrar a Wilt; Eva iba detrás de él. Eva, que por lo visto había olvidado el grosero comportamiento de Lady Clarissa, dijo que lamentaba mucho el trágico fin de Edward, y añadió que seguramente lo mejor para todos sería que los Wilt se marcharan cuanto antes de la mansión. Ya arreglarían cuentas más adelante, cuando la policía hubiera terminado sus investigaciones.
—¿A qué se refiere con eso de «arreglar cuentas»? —inquirió Flint.
—Al dinero que Lady Gadsley le debe a Henry por darle clases particulares a Edward —contestó Eva—. Dadas las circunstancias, nos olvidaremos de todos los otros gastos en que hemos incurrido por el camino.
—Entonces, ustedes pagaban a Wilt por darle clases particulares a su hijo, y no por… —balbuceó Flint.
—Ya se lo dije, pero usted no me creyó —intervino Wilt—. Y ahora que ya tiene el cadáver del Coronel, podrá comprobar si lo mataron o si murió por causas autoinfligidas. La familia tiene mucha afición al alcohol. Si descubre circunstancias sospechosas, ya sabe dónde encontrarme.
»Dígame, Flint, ¿de verdad cree que me habría quedado en un sitio donde había alguien que disparaba con fuego real? Usted me conoce demasiado para pensar eso. Del mismo modo, era muy improbable que yo hubiera matado a alguien. Me ha decepcionado usted mucho por considerar siquiera esa posibilidad.
De tener tres sospechosos, Flint y el comisario se habían quedado únicamente con uno. Pero al comisario le quedaba un as en la manga:
—Quizá la muerte de Edward sea un caso de muerte accidental, pero de todos modos voy a denunciarlo, Sir George, por infringir la ley dejando un armero abierto, una negligencia en el cumplimiento del deber que ha conducido al fallecimiento de un joven.
Al oír eso, Lady Clarissa sacó su pañuelo y, sollozando convincentemente, declaró que Sir George siempre tenía el armero cerrado, pero que Edward debía de haber encontrado las llaves y debía haber cogido la escopeta.
El comisario dejó caer los hombros. Iba a tener que marcharse de allí sin acusar a nadie de nada, ni siquiera al repelente Sir George; ya veía disolverse su sueño de ponerle las esposas a aquel engreído pseudoaristócrata y de que el jefe de policía le diera una palmadita en la espalda.
Los Wilt se marcharon y, una vez más, dejaron a Flint vencido y deprimido. Estaba tan convencido de que esa vez Wilt no se saldría con la suya… Pero el muy canalla había vuelto a librarse. Sin embargo, todavía quedaban muchas preguntas por resolver…
¿Por qué habían metido el leño en el ataúd?
¿Por qué habían desnudado al Coronel sólo para quitarle las medallas?
¿Por qué Wilt siempre estaba por allí cerca cuando aparecía un cadáver?
¿Y por qué era Flint el desgraciado cuyo camino se había cruzado con el de Wilt?