En el estudio, Sir George y Lady Clarissa mantenían una discusión especialmente acalorada. Lady Clarissa la había iniciado durante el desayuno, para gran bochorno de la señora Bale, que había ido a informar de que el chico seguía sin aparecer.
—¡Seguro que Edward se ha escapado por lo mal que lo tratas! —le gritó Clarissa a su marido—. Nunca te ha caído bien, y no me importa lo que digas. Además, la culpa de que le guste disparar la tienes tú. Fuiste tú quien lo animó a aprender.
—Yo no hice tal cosa. Eso es mentira, y lo sabes muy bien.
Lady Clarissa montó en cólera:
—¡No pienso permitir que nadie me llame mentirosa, y tú eres la persona menos indicada para hablar de mentiras! Anoche oí lo que le decías a aquel policía, aunque no quieras explicarme a qué vino. Cuando vuelva, le diré que siempre dejas ese armero abierto a propósito. Por eso Edward puede usar tus escopetas siempre que quiere. Sí, sí, ya me he fijado en la expresión de odio de tu cara cada vez que Edward sale armado. ¡Ojalá no me hubiera casado contigo!
El rostro de sir George estaba tornándose morado.
—¿No te olvidas de que te casaste conmigo por mi dinero? Sabías que era muy rico, y yo, idiota de mí, te encontré encantadora y te di una asignación muy generosa, además de regalarte un anillo de boda. Desde entonces, lo único que has hecho ha sido gastarte mi dinero en ese coronel viejo y apolillado y en esos pendejos a los que te follas. O, mejor dicho, a los que pagas con mi dinero para que se acuesten contigo. Si hubiera sabido lo zorrona que eres, no me habría acercado a ti por nada del mundo. ¡Eres una ramera!
—¡Serás cabrón! —le gritó Clarissa—. ¡Mi tío acaba de morir, y mira cómo me consuelas! Ni siquiera dejas que lo entierren en el cementerio familiar y tendré que ir al pueblo cuando quiera visitar su tumba. Y ahora, para colmo, echas de aquí a mi hijo con tus insultos y tus comentarios crueles. Que sepas que voy a hacerte pagar por todo esto, aunque sea lo último que haga. Y no creas que no puedo arruinarte. Llevo un registro de todos los tinglados financieros en que has participado, por no hablar de tus pequeñas y repugnantes perversiones. Y no soy la única que te odia: a estas alturas, ya deberías saber cómo te detesta todo el servicio, por no mencionar a los lugareños.
Todavía se estaban gritando el uno al otro cuando un furgón policial llegó al puente levadizo y sacaron de él a los perros rastreadores. Detrás de ellos había dos agentes que sostenían unas prendas de ropa, y un tercero armado con un rifle. A continuación llegó el coche del comisario, quien se apeó y cruzó el puente, donde casi tropezó con las cuatrillizas, que habían ido corriendo para ver quién llegaba primero a la puerta y la habían abierto de par en par antes de que el comisario llamara al timbre.
—¡Malditos sean esos condenados policías! —gritó Sir George al verlos llegar desde la ventana; Lady Clarissa, en segundo plano, sollozaba y gemía por su querido hijito.
Lady Clarissa salió del estudio cuando llegó el comisario, escoltado por la señora Bale, las cuatrillizas y Eva, que había ido a ver qué diantre estaba pasando.
—Buenos días, Sir George.
Sir George lo saludó con un gesto de la cabeza.
—Como juez, supongo que comprenderá lo que implica esta situación —dijo el comisario con la misma serenidad de que había hecho gala la noche anterior—. Traigo una orden judicial para registrar los jardines y la mansión, y los agentes de Ipford a los que pedí que comprobaran unos datos han determinado que, en efecto, se envió un cadáver a la mansión: el de un anciano que, según tengo entendido, estaba emparentado con usted.
—No, no era pariente mío —gruño Sir George.
—Como usted diga, señor, pero también hemos conseguido unas prendas de ropa de ese caballero. Muy pronto averiguaremos si su cadáver se encuentra aquí, en la finca.
—No diga estupideces. Claro que no está en la finca, imbécil. Y, por cierto, ¿tiene usted idea de con quién está hablando? Basta con que llame por teléfono a sus superiores para que lo pongan otra vez a dirigir el tráfico. Y si no me cree, espere y verá.
—¿Es una amenaza? —preguntó el comisario, que ya se había hartado de las peroratas y los delirios de Sir George—. Voy a ponerle una denuncia por corrupción. Veamos de qué otros cargos puedo acusarlo antes de que termine el día, ¿le parece?
Las cuatrillizas estaban revolucionadas con aquel drama, que estaba resultando muchísimo mejor de lo que ellas habían imaginado. No sabían si quedarse en el estudio y escuchar a Sir George y al policía o salir a ver qué estaba pasando fuera, donde oían ladrar a los perros y la señora Bale iba preguntando a todo el mundo si quería una taza de té. Al final decidieron separarse por parejas. Josephine y Penelope salieron al jardín y vieron cómo los policías dieron a oler unas prendas de ropa a los perros, que empezaron a tirar de las correas y a ladrar para que los soltaran, ansiosos por echar a correr en busca del rastro.
En el estudio, el comisario seguía informando a Sir George.
—Veamos, también necesitaremos hablar con su hijastro. Tenemos el certificado de nacimiento del chico y no tiene la edad suficiente para manejar un rifle tan potente. Los forenses han pasado toda la noche trabajando, y la bala extraída del leño ha resultado ser una calibre 303 de la Segunda Guerra Mundial.
—¿Y qué? —lo interrumpió Sir George—. Mi padre se la quedó de recuerdo.
—Entonces, ¿admite que esa bala se disparó con su escopeta? ¿Y que fue su hijastro, con toda probabilidad, quien realizó el disparo?
—Sí, por supuesto. Seguramente disparaba contra algo en el bosque, el muy gilipollas. Es a él a quien tiene que detener, no a mí. Yo no le dije que podía coger la escopeta.
—Pero siempre dejabas el armero abierto, ¿no? —intervino Lady Clarissa, que había vuelto a entrar en la habitación en el preciso momento en que Sir George proclamaba su inocencia—. Lo animabas a disparar contra la gente y contra las propiedades, y estoy dispuesta a testificar ante un tribunal.
—Cierra el pico, estúpida. Mire, es evidente que el chico ha robado la escopeta —prosiguió Sir George mientras abría las puertas del armero para mostrarle que faltaba un arma—. Seguro que se la llevó para practicar puntería por la noche en el bosque; debió darle a esa maldita rama, y luego es muy probable que se haya fugado para alistarse en el ejército.
—A mí lo que me parece es que usted permitió a su hijastro emplear un arma peligrosa ilegalmente. Ésa es la primera infracción. La segunda es que tenemos testigos que aseguran que el chico disparaba desde lo que usted llama su propiedad privada hacia el otro lado del camino, que es una vía pública. Y no olvidemos su amenaza de causarme problemas, un delito aún más grave; así que, de momento, ya tenemos tres. —El comisario se dirigió al sargento, que estaba detrás de él—. Pongan a trabajar a los perros rastreadores —ordenó; se volvió de nuevo hacia Sir George, que había palidecido ostensiblemente, y añadió—: Vamos a determinar dónde han enterrado el cadáver del Coronel, si dentro de la finca o cerca de ella. Nos cuesta creer que no se haya producido ningún acto delictivo, por no decir un asesinato. Como mínimo, seguramente podremos acusarlo de enterrar un cadáver en terreno no consagrado.
Lady Clarissa estaba muy aturdida, pues no tenía ningún motivo para creer que el cadáver de su tío estuviera en algún otro sitio que no fuera la vicaría.
—¡Yo no he hecho nada parecido! Tan sólo envié su maldito ataúd al pueblo. En nuestro cementerio sólo enterramos a miembros de la familia.
—¿Qué pasa, George? ¿Dónde está el tío Harold?
—Veo que va a tener que darle ciertas explicaciones a su esposa, Sir George. Los dejo tranquilos, de momento. Cuando hayamos terminado con los jardines, volveremos para registrar la casa.
El comisario salió de la habitación seguido de cerca por las dos cuatrillizas que se habían quedado allí. Fuera, en el patio, los dos perros rastreadores —ambos cruces de collie— habían terminado de olfatear unos objetos personales y unas prendas de ropa del Coronel. Una vez sueltos, los perros deberían ser capaces de encontrar al muerto aunque estuviera a treinta kilómetros de allí. Sin embargo, para sorpresa de sus adiestradores, empezaron a correr describiendo círculos, hasta que uno de los perros se dirigió hacia donde estaban las cuatro niñas y el otro fue derecho hacia el bosque. Los policías estaban atónitos. Al poco rato, el que se había quedado atrás apartó a su perro de las niñas y echó a correr detrás de su compañero. Las cuatrillizas se quedaron un poco asustadas, pero al cabo de un momento siguieron al policía.
En el estudio, Lady Clarissa se encaró con su marido.
—¿Me puedes explicar qué es todo eso del leño acribillado a balazos y hallado dentro de un ataúd? ¿Y por qué sospecha el comisario que le has hecho algo al tío Harold?
Pero Sir George se había desplomado en su butaca, incapaz de contestar a Lady Clarissa. No entendía ni torta de lo que estaba pasando, pero sabía que se había metido en un buen lío y que había un montón de circunstancias incriminatorias en su contra.
* * *
Wilt, que seguía sentado en el suelo, apoyado en el tronco de un árbol, había estado cavilando sobre la conversación que había mantenido con la señora Bale la noche anterior. Ella le había comentado lo furioso que estaba Sir George de pensar que la policía volvería con una orden judicial para registrar la mansión y los terrenos de la finca.
—Quienquiera que haya puesto ese leño en el ataúd sabía que iba a provocar una pelea tremenda. Lady Clarissa se pondrá hecha un basilisco cuando se entere.
—Sí, supongo que la desaparición del cadáver de su tío le provocará un gran disgusto.
—¡De eso nada! La disgustará mucho más la idea de perder toda la fortuna de Gadsley si él llega a divorciarse de ella. Antes de que llegara la policía mantenían una acalorada discusión. Él la ha amenazado con reducirle la asignación y demandarla por adulterio, y podría hacerlo perfectamente. Al fin y al cabo, ella no iba a Ipford todos los fines de semana sólo para ver a su tío… Es más: me consta que ni siquiera le caía bien ese pobre hombre.
La señora Bale paró de cotillear mientras preparaba el té. Fue Wilt quien rompió el silencio.
—Si he de serle sincero, Sir George me parece una persona detestable. Tiene un grado de violencia contenida que no había visto jamás en nadie. No alcanzo a imaginar cómo será como juez, pero desde luego no me gustaría que me juzgara.
—Ahora entenderá por qué en el pueblo todo el mundo lo odia. Ese hombre es un monstruo —coincidió la señora Bale, ofreciéndole a Wilt su taza de té—. Aunque, sinceramente, ambos son tal para cual.
—¿Cuándo cree que le revelará a Clarissa que el cadáver de su tío ha desaparecido?
—Si todavía le queda un poco de buen juicio, nunca. Confiemos en que aparezca antes de que las cosas se pongan aún más feas.
Wilt no dijo nada, pero opinaba que las cosas no podían ponerse mucho más feas cuando ya tenía cuatro hijas terribles que no paraban de dar problemas en el colegio y de las que él estaba destinado a ser el responsable el resto de su vida, una responsabilidad de la que, por desgracia, no podría librarse divorciándose.
Sentado en el bosque, pensó por enésima vez que nunca debió casarse con Eva, y que si no lo hubiera hecho no habría tenido a aquellas cuatro fieras. Rememoró aquella lamentable ocasión y se recordó que en realidad él no le había propuesto matrimonio a Eva: había sido ella quien se lo había propuesto, aprovechando que él estaba borracho y que no sabía lo que hacía. Ahora se daba cuenta.
El primer perro rastreador lo sacó de golpe de su ensimismamiento al aparecer ladrando por un recodo del camino, muy excitado, con tres policías de paisano detrás. Antes de que Wilt hubiera entendido qué hacía el animal, éste se había metido en una densa masa de pinos jóvenes.
—Meteos ahí a ver qué ha encontrado el perro. Yo me quedaré aquí y le preguntaré a ese hombre si sabe algo —dijo uno de los agentes, y se sacó un bloc del bolsillo—. ¿Puede decirme su nombre y su domicilio, señor?
—Me llamo Henry Wilt. Me alojo en la mansión de Sir George. Él puede confirmarle mi identidad.
—¿Cómo se escribe su nombre?
Wilt empezó a deletreárselo y entonces se oyó un grito proveniente del pinar.
—¡Ha encontrado un cadáver desnudo con una pata de palo! ¡Y salimos cagando leches!
—¿Por qué?
—¡Porque huele que apesta!
Dos minutos más tarde, los otros dos adiestradores salieron precipitadamente de entre los árboles tapándose la nariz y la boca con sendos pañuelos. Estaban pálidos.
—¡Mierda! ¡Hay dos!
—¿Dos qué?
—¡Dos cadáveres! Uno tumbado boca abajo en el suelo y el otro apoyado contra el tronco de un árbol. Yo creía que sólo buscábamos uno.
—Bueno, es que sólo buscábamos uno. Pero al menos hemos hecho lo que nos ha ordenado el jefe. Y debería estar especialmente satisfecho de que no hayamos encontrado uno sino dos. ¿Dónde está el perro?
—Vomitando, seguramente. Cinco minutos más allí y yo habría sacado hasta la primera papilla. A ver, ¿dónde está ese hombre que estaba aquí cuando hemos llegado?
Pero Wilt había aprovechado los gritos y la confusión para bajar corriendo hasta el cementerio y se había escondido detrás del altar de la capilla. Ya había tenido demasiados encuentros con polis que intentaban atribuirle crímenes que él no había cometido. Se había marchado antes de oír que habían encontrado dos cadáveres y antes de que aparecieran las cuatrillizas, perseguidas por el primer perro rastreador, acompañado del segundo animal, que parecía incapaz de dejar de olfatearlas.
Pasados tres cuartos de hora, Wilt estaba tan incómodo que salió a gatas de su escondite y se alejó del cementerio. Se mantuvo cerca del muro que había junto al camino hasta que llegó a la verja trasera y pudo meterse corriendo en la zona de aparcamiento. Por primera vez esa mañana, se sintió a salvo tanto de las balas como de la policía. Cruzó el patio y entró en la cocina, donde la señora Bale estaba tomándose una taza de té, como de costumbre.
—Me parece que a usted también le sentaría bien un té —dijo la mujer—. ¿Y dónde se había metido? A juzgar por su aspecto, en una jungla de abetos.
—Tiene razón en lo de la jungla, y sí, me sentará bien una taza de té. Acabo de ver cómo la policía encontraba el cadáver completamente desnudo del Coronel, que apestaba como el demonio.
La señora Bale se estremeció.
—No me sorprende. Lo que no entiendo es por qué lo han encontrado desnudo. Aunque tampoco tiene mucho sentido que lo hayan escondido en el bosque. ¿Y por qué meterían un leño en su ataúd?
Wilt se encogió de hombros y admitió que no tenía ni idea.
—Por aquí hay alguien que está loco. ¿Qué dice Sir George?
La señora Bale vaciló un instante antes de responder:
—Bueno, cuando ha oído lo del ataúd vacío, ha pensado que habían sido usted o Edward quienes se habían llevado el cadáver.
—¡Eso es absurdo!
—Yo no digo que lo haya hecho usted, sino que eso es lo que piensa Sir George. Pero ¿seguro que se trata del Coronel? ¿Tenía una pierna ortopédica?
—¿Quién iba a ser si no? Y sí, tenía una sola pierna, según el agente al que he oído gritar.
—Entonces no cabe duda: es el Coronel. Lady Clarissa se pondrá fuera de sí, aunque podría haber sido peor: al menos han encontrado el cadáver, ¿no? Mire, estoy harta de verla paseándose por la casa con esa cara tan mustia.
—¿Se refiere a que le ha afectado mucho la muerte de su tío?
La señora Bale rió.
—¡Qué va! Lo que pasa es que ahora no tiene ningún pretexto para ir a Ipford todos los fines de semana y acostarse con el mecánico.
—Ya, claro —dijo Wilt, a quien todavía le resultaba muy violento hablar de la vida sexual de Lady Clarissa—. Será mejor que vaya a decirles que han encontrado el cadáver.
Salió de la cocina y recorrió el pasillo hasta el estudio, donde encontró al comisario con Sir George y Lady Clarissa, que berreaba como una cría.
El comisario miró a Wilt con recelo.
—¿Y usted dónde se había metido? —quiso saber—. Y ahora que lo pienso, ¿qué hacía usted tan cerca de los cadáveres? Según mis hombres, cuando ellos han llegado usted estaba sentado a sólo cuarenta metros.
Wilt pensó que el comisario tenía una manera muy pintoresca de expresarse, abusando de los plurales; seguramente pretendía impresionar a Sir George. Miró con nerviosismo a Lady Clarissa, y se preguntó por qué estaría tan disgustada si por fin habían recuperado el cadáver de su tío.
—¿Y qué pasa? Yo no podía saber que había una tumba cerca de allí. Ya les he dicho a los agentes que sólo había salido a dar un paseo matutino, lejos de ese imbécil al que tengo que dar clases particulares. Quizá no se haya enterado, pero el chico se dedica a disparar contra lo primero que ve moverse. Por eso sólo puedo salir a pasear a primera hora de la mañana. Y por eso mi mujer se marchó con las cuatrillizas.
—¿Con las qué?
—Con nuestras cuatro hijas gemelas —trató de explicar Wilt por encima del ruido de los gemidos de Lady Clarissa, cada vez más sonoros.
El comisario decidió cambiar el enfoque de su interrogatorio.
—¿Y el olor? Los hombres que han estado en la escena del crimen dicen que era repugnante, absolutamente asqueroso. ¿Cómo podía estar usted relajándose por allí, sin sospechar nada? ¿Estaba a sólo cuarenta metros y no olió nada? El perro rastreador detectó el olor nada más llegar.
—Yo no soy un perro rastreador. Me senté a descansar y a contemplar el paisaje. Además, soplaba viento del este, y seguramente se llevaba el olor en la dirección opuesta. Si el cadáver hubiera apestado tanto como para que se oliera desde donde yo estaba, sus hombres no se habrían metido allí. Salieron a toda velocidad, se lo aseguro.
—Eso es cierto —admitió el comisario, desesperado. Aquel cabronazo tenía una respuesta lógica para todas sus preguntas—. Ya, pero… —añadió, entornando mucho los ojos y tratando de aparentar astucia y profesionalidad—, ¿qué me dice del segundo cadáver, el que no olía?