24

En el cementerio, las cuatrillizas habían metido una rama del tamaño idóneo en el ataúd, envuelta en una manta que se habían llevado de la casita de invitados. Tras volver a colocar la tapa del ataúd, regresaron por el pinar, aunque esa vez tomaron otra ruta para no dejar un rastro que condujera hasta el cadáver; a continuación se pusieron los guantes de plástico y le amontonaron más hojas y ramas secas alrededor.

Cuando Samantha estaba a punto de encender una cerilla para comenzar la incineración, oyeron a Wilt, que las llamaba por el bosque.

—¡Mierda! —exclamó Josephine—. Ahora sólo faltaría que nos encontrara.

Se quedaron muy quietas hasta que la voz de su padre empezó a alejarse.

—Mirad, aquí estamos demasiado expuestas. Podría vernos cualquiera. Y será mejor que vayamos a decirle algo a papá antes de que nos encuentre.

—Pero si no pasa nada —dijo Samantha, enfadada. Estaba ansiosa por empezar y harta de tantos retrasos.

—No, Josephine tiene razón —coincidió Emmeline—. Tapémoslo otra vez y busquemos algún sitio donde nunca se les vaya a ocurrir mirar. Propongo que nos separemos y que busquemos el grupo de pinos jóvenes más tupido, un sitio por donde a los adultos les resulte difícil pasar. Mejor aún si también nosotras tenemos que pasar a gatas.

—Pero ¿qué clase de sitio buscamos? —preguntó Samantha con fastidio—. Sigo pensando que deberíamos continuar aquí mismo.

—Un sitio que no esté demasiado lejos pero que sea muy denso, con muchas agujas de pino, para que podamos tapar el cadáver con ellas y para que cualquiera que lo vea piense que es un tronco caído.

—Pero si los troncos no se caen en los pinares recién plantados.

—Pues claro que no. Pero ¿no has visto esos troncos cortados de pinos mucho más viejos y más grandes que usan como leña en la mansión? Esos pinos arrojan cientos, miles de agujas, y podrían cubrir fácilmente cualquier cosa.

—Suponiendo que alguien que vaya buscando por ahí no lo pise. Les sorprendería pisar un tronco blando.

—Bueno, muy blando no está, ¿no? Tiene rigor mortis.

—Sí, pero espera y verás. Con el calor que hace, empezará a pudrirse en cualquier momento, y entonces se pondrá blando como un calamar, por no mencionar el tufillo que empezará a echar.

—Si lo tapamos bien, con muchas agujas de pino, nada de eso importará. Vosotras dos —dijo Emmeline señalando a Josephine y a Penelope— id por allí; nosotras iremos por este lado, donde los árboles están mucho más juntos. —Un minuto más tarde, las cuatro niñas habían desaparecido entre los arbolillos.

Pasada media hora, Emmeline había encontrado una pequeña hondonada llena de hojas caídas y de agujas de pino. Se la enseñó a Samantha, que se puso muy contenta. Sobre todo porque quedaba disimulada por un denso sotobosque de árboles jóvenes.

—Esto es justo lo que necesitábamos. Iremos a buscar a Josephine y a Penelope y traeremos al Coronel hasta aquí. De momento podemos dejarlo en esta hondonada.

—¿No sería mejor retirar todas estas hojas y preparar el sitio antes de ir a buscar al Coronel? ¿Y qué me dices de la hoguera que tenemos que preparar? La gente se preguntará para qué es.

—¿Qué gente? Aquí no sube nadie. Pensarán que es para la noche de Guy Fawkes o algo por el estilo. En fin, cuanto antes metamos el cadáver en esta hondonada, mejor. Ve a buscar a Penelope y a Josephine y nos reuniremos junto a la hoguera. Sacar todo esto no me llevará mucho tiempo.

De nuevo en la hoguera, las cuatro hermanas empezaron a arrastrar el cadáver del Coronel hasta la hondonada; Penelope no paraba de quejarse de que aquello no era tan divertido como ella había previsto. De pronto se oyó un disparo, y una bala pasó rozando a las niñas y se incrustó en el tronco de un árbol cercano. Tres de ellas se agacharon instintivamente y se quedaron tumbadas entre las piñas y los helechos del suelo del bosque. Samantha, sin embargo, se escondió detrás de un árbol, y así pudo ver a Edward caminando hacia ellas. El muchacho cargó de nuevo el rifle y siguió disparando, esa vez contra el cadáver, que yacía donde las cuatrillizas lo habían dejado, apoyado contra un árbol.

—¡Te he matado, capullo! —bramó Edward, acercándose al cadáver—. ¡Así aprenderás a entrar en propiedades privadas, alemán de mierda!

—¡Norte y noroeste! —susurró Samantha; era su código para indicar que podían ir en cualquier dirección excepto el norte o el noroeste. Pero no habría hecho falta que se preocupara, pues el idiota de Edward no sabía distinguir el norte del este ni del oeste. Siguió adelante sin ver a las tres niñas que estaban agachadas fuera de su línea de fuego.

Samantha había recogido unas cuantas piedras y las estaba lanzando para distraer a Edward, pero una más grande que las otras le dio accidentalmente en la cabeza. Edward se sobresaltó y empezó a caer hacia atrás: al tratar de ponerse a salvo, tropezó con la raíz de un árbol que sobresalía; entonces se le disparó el arma, y el tiro le dio entre los ojos. Se produjo un silencio.

—¡Mierda! —exclamó Samantha. Sus hermanas se levantaron y fueron junto a ella.

—¡Su puta madre!

—Y que lo digas. Ahora sí que la hemos cagado.

—¡Bueno, no importa! Rápido: cambio de planes. Ayudadme a levantar a Edward y a ponerlo más cerca del cadáver del Coronel —dijo Penelope, y así lo hicieron. Entonces Penelope recogió el rifle de donde había caído y le pegó unos cuantos disparos más al cadáver del Coronel; a continuación volvió a meter el rifle bajo el cadáver de Edward para que pareciera que se había caído encima después de que éste se le disparara—. Ahora parece que haya sido Edward quien ha robado el cadáver y que lo ha utilizado para hacer prácticas de tiro antes de tropezar y matarse. Que es exactamente lo que ha hecho, claro.

—Genial —dijo Samantha—, sólo que ahora ya no tenemos nada que quemar, lo cual es una pena.

—No te lamentes. Venga, sigamos antes de que se acerque alguien a ver a qué venía tanto alboroto.

Media hora más tarde, las cuatrillizas habían borrado todo el rastro que habían dejado al arrastrar el cadáver desnudo entre los pinos y habían llegado a la mansión tras enterrar las medallas y la ropa del Coronel en la hondonada.

* * *

Poco antes de que sucediera todo eso, y ante la insistencia de Sir George, los portadores se habían llevado el ataúd del cementerio familiar y lo habían devuelto al coche fúnebre. Al salir el coche fúnebre por la verja hacia el camino principal, Sir George vio a Eva meterse en un taxi y seguirlo.

—No olvide insistir en que lo incineren —le dijo—. No quiero volver a oír hablar de enterrar a ese hombre en la finca.

Eva asintió; pero había prometido a Lady Clarissa que a su tío no lo incinerarían, sino que lo enterrarían.

Muy cohibida, siguió al coche fúnebre hasta la vicaría; una vez allí, se apeó y llamó a la puerta. Al cabo de un momento, una mujer abrió la puerta y miró a Eva inquisitivamente.

—¿En qué puedo ayudarla? —preguntó.

Eva dijo que había ido a ver al párroco, pero la mujer ya había visto el ataúd.

—Bien, le diré a mi marido que es urgente, aunque está muy ocupado escribiendo el sermón del domingo —replicó, y entró en la casa. Al poco rato salió un anciano con gafas y alzacuello.

—Tengo entendido que quiere que celebre un funeral. ¿Es el difunto vecino del lugar?

Eva negó con la cabeza.

—No, no es de aquí.

—Y, por su acento, veo que usted tampoco —comentó el párroco.

Eva explicó que ella vivía en Ipford, pero que le habían pedido que acompañara el ataúd hasta la vicaría.

—Era un coronel del ejército. Luchó en la guerra y tenía una pierna ortopédica —añadió incoherentemente.

El párroco la miró por encima de las gafas.

—Se lo pregunto porque el cementerio está casi lleno, y sólo podemos enterrar en él a los vecinos de por aquí. ¿Dónde vive usted exactamente?

—Es que no vivo aquí. Iba a quedarme a pasar el verano en la mansión, pero…

—¿En Sandystones Hall? —preguntó el párroco, sorprendido.

Unos años atrás, había jugado a golf con Sir George, y le habían molestado mucho las palabrotas que había soltado al írsele una pelota a un bunker. También desaprobaba la costumbre de Sir George de dar continuamente sorbos de whisky de la petaca de plata que llevaba en el bolsillo. Pero, por encima de todo, el párroco censuraba la negativa de los Gadsley a asistir a los oficios religiosos de los domingos o de cualquier otro día de la semana, y sabía perfectamente que el resto de habitantes del pueblo también los detestaba.

Acababa de decidir que cualquiera que pasara el verano en Sandystones debía compartir todos los atributos objetables de los Gadsley cuando Eva interrumpió sus reflexiones.

—Los cuatro portadores que han traído el ataúd hasta aquí ya se han marchado —explicó—. Si no lo lleva usted a la iglesia, no sé qué voy a hacer con él. Es evidente que yo sola no puedo llevármelo.

—Me temo que no puedo ayudarla. No puedo meter un ataúd tan grande en mi coche, y además lo tengo en el taller. —Hizo una pausa; luego entró en la casa y llamó a la estación de servicio.

—¿Podrían enviar un camión a la vicaría, recoger un ataúd y llevarlo a la mansión? —preguntó.

—¿La ha espichado alguien allí arriba? —preguntó, esperanzado, el hombre que se había puesto al teléfono—. ¿Acaso ese cabronazo de Sir George?

—Le agradecería mucho que no empleara ese lenguaje tan obsceno —le espetó el párroco—. Le llamo desde la vicaría…

—¡Caramba! Lo siento, señor —se disculpó el mecánico, que estaba al corriente de las opiniones del párroco sobre el empleo de palabrotas. Colgó el auricular y se volvió hacia el otro empleado de la estación de servicio—. Tendrás que coger la camioneta y llevar un ataúd a la mansión. Se ve que la ha palmado alguien. Ojalá sea el capullo de Gadsley.

El aprendiz cogió la camioneta y fue hasta la vicaría. El ataúd estaba junto a la entrada, y Eva, angustiada, montaba guardia a su lado. Pero el mecánico no podía levantar el ataúd, ni siquiera con la ayuda de Eva. Al final fue a la puerta principal de la vicaría y preguntó si había alguien que pudiera ayudarlo a subirlo a la camioneta. A esas alturas, el párroco había terminado de escribir su sermón y accedió a ayudar al joven. Cogieron el ataúd uno por cada extremo, y Eva intentó levantarlo por el medio, pero aun así pesaba demasiado.

—El difunto debía ser muy corpulento —observó el párroco.

—Bueno, para traerlo hasta aquí hicieron falta cuatro hombres —aclaró Eva.

—Creo que será mejor que abramos el ataúd, saquemos al difunto, quienquiera que sea, y volvamos a meterlo dentro cuando hayamos subido el ataúd a la camioneta.

Eva pensó que a Clarissa no le haría ninguna gracia saber que habían estado paseando a su tío por allí, pero recordó que Sir George se pondría furioso si volvían a llevar el ataúd a la mansión. Ella no tenía la culpa de nada. Se apartó mientras los dos hombres levantaban la tapa, cogían el bulto envuelto en una manta y lo sacaban del ataúd.

—El finado pesa menos de lo que esperaba —admitió el párroco—. Y está mucho más rígido.

Para cuando lo pusieron en la parte de atrás de la camioneta, la manta había resbalado.

—¡La hostia! —exclamó el joven mecánico, y por una vez, no le reprendieron por decir palabrotas. El párroco estaba demasiado atónito también para importarle lo que pudieran decir los demás.

Todos sus pensamientos estaban concentrados en aquella rama y en los motivos que podía tener la persona que lo habría convertido en un imbécil sacrílego si hubiera llegado a celebrar un oficio religioso por un trozo de madera muerta. Cuando se le hubo normalizado el pulso y pudo volver a pensar con claridad, estaba convencido de que sabía quién le había tendido aquella trampa maligna. El párroco sabía exactamente quién era su enemigo: el monstruo de Sir George Gadsley. Nunca se habían llevado bien, y aquello era el deplorable intento de aquel hombre de convertir al párroco en el hazmerreír del pueblo.

Sin prestar atención a los gritos de horror de Eva, y decidido a volverle las tornas a Sir George, fue a su estudio y llamó a la policía.

—Tengo motivos para pensar que se ha cometido un crimen de la máxima gravedad —dijo al sargento que contestó—. Quiero que vengan cuanto antes y que vean las pruebas.

—Vamos para allí, padre.

El clérigo colgó el auricular y sonrió. Empezaba a pensar que cabía la posibilidad de que se hubiera cometido un crimen en la mansión. Muchas veces había oído disparos en los jardines de la finca, y los vecinos del lugar se negaban a acercarse por allí a menos que fuera para recoger a alguien en taxi o para entregar grandes cantidades de alcohol y otros artículos de lujo por los que valiera la pena arriesgarse.

Cuando el sargento y un agente llegaron a la vicaría, se hallaba allí, además del párroco, uno de los vecinos que había transportado el ataúd en el coche fúnebre. Dijo que él iba a menudo a la mansión porque lo habían contratado para cortar el césped de la mitad del jardín todas las semanas, siempre y cuando «el cabronazo ése de la escopeta» (así fue como lo llamó) se encontrara dentro de la casa y con la prohibición expresa de salir al jardín antes de que él se hubiera marchado.

—Una vez le vi dispararle a un ciervo —le había explicado al párroco—, y no me extrañaría que también disparara contra otras cosas. Antes se limitaba a tirarle piedras a la gente, pero veo que ha subido de nivel.

El párroco le transmitió esa información al sargento, que asintió mientras lo anotaba todo en un bloc. Ya había tenido otras experiencias con las fechorías del chico, pero todo parecía indicar que esa vez el caso era demasiado grave para que interviniera nadie, juez o no juez.

—Y ahora querrá ver el supuesto cadáver —anunció el párroco—. Y puedo corroborar que en la mansión suelen oírse disparos. Hace cosa de un mes, iba andando por el camino y una bala me rozó la cabeza. Pero venga a ver lo que hemos encontrado en el ataúd.

Salieron al patio, donde el párroco guardaba su coche.

—Ábralo, ábralo —dijo. Había puesto la tapa para aumentar el efecto sorpresa cuando el policía la levantara. Seguro que lo último que esperaba encontrar era un cadáver de madera.

—¡Caray! ¡Pero si no es un cadáver! ¿Por qué han traído un trozo de leña hasta aquí?

—Les ordenaron traer el ataúd y no tenían ni idea de qué había dentro.

—Vinieron con una mujer que dijo ser de Ipford, pero eso queda muy lejos de aquí —aportó el mecánico.

El párroco volvió a intervenir:

—Sí, me dijo que era de Ipford. También me contó que había venido a pasar el verano en la mansión, y que por eso acompañaba al desconocido que debería estar dentro del ataúd. Gadsley le pidió que organizara el entierro.

—¿Y dónde está esa mujer ahora?

—Se esfumó en cuanto vio el tronco ése —respondió el mecánico—. Ahora que lo pienso, ojalá yo hubiera hecho lo mismo. Si llego a saber que esto iba a llevarnos tanto tiempo, yo también me las habría pirado.

—Sí, claro. A estas alturas ya podría haber llegado a Sandystones Hall. Creo que debería comprobarlo. Puede utilizar mi teléfono —dijo el párroco lanzándole una mirada de desaprobación al mecánico.

—¿Sabe cómo se llama? Porque no puedo preguntar por la mujer que iba a quedarse allí a pasar el verano y que ha traído un ataúd a la vicaría.

—¿Por qué no? Seguro que le dan su nombre y su dirección aunque haya vuelto a Ipford —replicó el párroco, ansioso por montarle un escándalo a Sir George. El agente le ayudó anunciando que había encontrado lo que parecía un agujero de bala en el tronco.

—Sí, lo parece, desde luego —corroboró el sargento, con gran alegría del párroco—. Tendremos que esperar a que los forenses hagan la autop…, bueno, un examen detallado del tronco.

El párroco estaba ya emocionadísimo. El hecho de que el sargento hubiera estado a punto de decir «autopsia» era algo que recordaría mientras viviera. Decidió que había llegado el momento de hacer intervenir a un oficial de rango superior para que se ocupara de la investigación. Así, el escándalo iría a más, y el nombre de Sir George aparecería en la primera plana de todos los periódicos sensacionalistas. Lo mejor que podía pasar era que la policía encontrara una víctima de asesinato real, aunque el párroco era demasiado piadoso para desear activamente que así sucediera.

Optó por proponer discretamente que se informara de lo ocurrido a las autoridades superiores.

El sargento le dio toda la razón. Se sentía muy raro contemplando aquella rama y tratando de explicar su siniestra presencia en el ornamentado ataúd. Entonces la mujer del párroco salió al patio y preguntó si alguien quería té o café. El sargento negó con la cabeza y le dio las gracias. Lo que necesitaba era algo mucho más fuerte, como un brandy, pero no le pareció apropiado confesarlo. Sí aceptó, en cambio, utilizar el teléfono del párroco, y llamó al comisario, quien tardó un rato en persuadirse de que el sargento no estaba loco, tomándole el pelo o, más probablemente, borracho o sufriendo algún tipo de morbosa alucinación.

—Nadie en su sano juicio mete un leño en un ataúd tan caro y espera que un párroco respetable lo entierre —bramó.

—Pues eso es precisamente lo que han hecho. Y, para colmo, resulta que el leño presenta una herida de bala.

—¿Una herida de bala? ¿En un tronco? Usted me toma el pelo. Un tronco no puede… Bueno, supongo que sí, si se trata de un árbol pequeño.

—No lo es. Bueno, no lo era. Es la rama desmochada de un árbol de tamaño mediano.

—¿Desmochada? ¿Qué es eso, su opinión profesional? ¿Qué es usted, sargento, un policía o un jardinero?

Media hora más tarde, llegaron unos agentes de paisano en dos coches patrulla y aparcaron sin ningún disimulo enfrente de la vicaría, para gran enojo del párroco, que se preguntó qué rumores sobre él empezarían a circular por el pueblo. Por otra parte, el comisario ya no dudaba de la cordura del sargento. El leño que había en la parte trasera de la camioneta demostraba que le había dicho la verdad. Ahora el párroco le estaba contando que, el miércoles anterior, un joven armado con una escopeta le había disparado cerca de la mansión y había estado a punto de alcanzarlo.

—Sin siquiera considerar el peligro para la seguridad pública, por lo visto Sir George anima al chico a utilizar armas letales contra gente inocente que pasa cerca de la mansión —continuó el párroco en tono condenatorio—. O tiene muy mala puntería, o apunta deliberadamente por encima de la cabeza de sus dianas. Sospecho que lo hace porque la familia está decidida a impedir que entren intrusos en su propiedad. De hecho, siempre han sido así. Cualquier día matará a un transeúnte, ya verá.

—¿Y qué edad cree que tiene ese chico?

—No puede tener mucho más de diecisiete años. Quizá menos, según mis cálculos —exageró el párroco.

—Por lo que usted dice, debe ser el mismo chico que ya ha tenido problemas otras veces, sólo que ahora usa un rifle, y muy potente, por cierto. Eso podría explicar la profundidad del agujero de bala de esa rama —observó el comisario.

—De eso no cabe duda, pero para demostrarlo tendremos que comparar la bala con el rifle, y eso podría llevarnos tiempo —comentó el sargento—. Espero que ese chico no cause más daños mientras tanto.

El párroco se mostró desconcertado.

—¿Por qué no retiran la bala y se la llevan con ustedes cuando vayan a la mansión? No nos costará mucho —añadió—. Tengo una sierra eléctrica excelente y montones de formones. La extraeremos en un periquete.

Pero el comisario sacudió la cabeza.

—No, tenemos que dejarla tal como está. Es una prueba, ¿entiende? Por eso no podemos tocarla.

—Bueno, si no puede tocarla, ¿cómo demonios piensa identificar el arma?

—Tranquilícese, padre. Por lo que me ha contado sobre los tiros al azar por encima del muro y demás, calculo que tenemos suficientes pruebas para trincar a esos amigos suyos.

El párroco, indignado, casi saltó de la silla.

—Le aseguro que no son amigos míos. Ese endemoniado me odia desde hace años.

—Sólo era una manera de hablar, padre. Pero yo creía que ustedes eran amigos de todo el mundo. ¿No se supone que tienen que amar al prójimo? —preguntó el comisario.

—Sí, desde luego. Y yo amo al prójimo, pero hasta cierto punto —protestó el párroco, cada vez más furioso—. Pero sepa usted, agente, que ese hombre siempre se ha negado a dejarme celebrar funerales cristianos en su cementerio privado.

—¿Pero ha enterrado a alguien allí? —El comisario parecía especialmente interesado en seguir hablando de ese asunto.

—Que yo sepa, no. Pero ¿no lo ve? Debe ser por eso por lo que nos ha enviado este ataúd con un tronco dentro: para ponerme en ridículo porque escribí un artículo en el periódico local afirmando que los cementerios privados no habrían de existir.

El sargento y el comisario se miraron.

—¿Hay algo más, padre?

—Pues no. Desde que apareció ese artículo no ha vuelto a saludarme. Y no es que eso me importe mucho. Pero después empezó a hacer circular rumores muy escandalosos sobre mí…

—Si son rumores desagradables, como insinúa, ¿por qué no lo ha denunciado? Parecería lo más lógico.

—Porque los vecinos le tienen tanta manía a Sir George que nadie le creyó. Además, no quiero que una acusación como ésa salga publicada en los periódicos.

—¿Qué clase de acusación? Quizá podríamos llevar a juicio a Sir George.

—Bueno, lo típico: que soy un pervertido que abusa de los niños —dijo el párroco.

El comisario reflexionó unos momentos sobre eso.

—¿Y es verdad, padre?

—¡Cómo se atreve! ¡Por supuesto que no! Si no me cree, puede preguntárselo a mi mujer. Ni siquiera me gustan los niños, esas criaturas salvajes. Ni los más creciditos.

El comisario estuvo a punto de recordarle de nuevo al párroco el concepto de amor cristiano, pero se lo pensó mejor. Hubo un breve silencio y entonces anunció:

—Creo que ya va siendo hora de que conozca a Sir George Gadsley. Entretanto, sargento, ¿puede llevarse esa rama a Ligneham y guardarla en la sala de pruebas? Veamos, padre, ¿hay algo más que debamos saber?

—Pues, sinceramente, creo que debo advertirle que Sir George puede ser una persona difícil. Bebe como un cosaco, igual que su mujer, a la que, por cierto, le encantan los hombres. Francamente, si no fuera poco caritativo, la llamaría algo peor.

—¿Cómo la llamaría?

—La verdad es que para describirlo sólo hay una palabra —dijo el párroco, encantado—: ninfómana.

—Bueno, padre, tenga cuidado, o la próxima vez tendremos que llamarle la atención a usted por divulgar rumores maliciosos.

El clérigo se ruborizó, pero no pudo contenerse y dijo:

—Creo que no, comisario, porque todo lo que le he dicho es absolutamente cierto. Si quiere, puede preguntárselo a ese chico que está ahí fuera. Trabaja en el taller.

El comisario se despidió de él —seguía pensando que aquel clérigo no era tan bueno como lo pintaban— y fue a interrogar al aprendiz de mecánico sobre la mujer que había acompañado el ataúd. El joven le dijo que no la conocía de nada.

—Cuando se ha marchado parecía muy asustada, y ha dicho algo de que necesitaba volver con sus hijas. No sé, a mí me parece que no está muy bien de la cabeza, cuando ha visto la rama, se ha alterado mucho. No paraba de decir que era una pierna. Cuando era evidente que sólo era una rama. Y desmochada, para más señas.