En la mansión, Eva se había quedado afónica de tanto llamar a las cuatrillizas, y estaba empezando a pensar que quizá hubieran ido a ver dónde estaba la playa. Había tenido que pedirle prestado dinero a la señora Bale para pagar al taxista, que se había puesto bastante antipático cuando Eva le había dicho que le pagaría en cuanto regresara su marido.
—Lo único que le digo es que voy a añadir todo este tiempo de espera, y le aseguro que ordenaré a mi abogado que actúe si…
No hizo falta que continuara. Eva había ido corriendo a la cocina, donde encontró a la señora Bale, y le preguntó si Wilt había regresado. La señora Bale contestó que lo dudaba mucho, dado que su coche no estaba aparcado en el patio. Iba a añadir que entendía perfectamente por qué, con una esposa como Eva, pero al final no lo hizo, porque la mujer estaba al borde de las lágrimas. Un momento más tarde, Eva lloraba sin disimulo y las lágrimas chorreaban por sus mejillas.
—No sé dónde están mis hijas, y Henry se ha llevado el coche, y no tengo dinero… Nunca debimos venir aquí.
—Mire, le prestaré dinero de la lata de la cocina para pagar el taxi, pero tendré que decírselo a la señora. Quizá ella quiera deducirle esa cantidad a su marido del sueldo de este mes. —Eva dio otro gran sollozo y la señora Bale se sintió aún más culpable por haberle mentido respecto a Lady Clarissa y Wilt—. No se preocupe, todo se arreglará. Mire, ya va siendo hora de que usted y yo comamos algo. Tengo un pastel de carne y riñones que sólo hay que calentar, y usted se sentirá mucho mejor después de tomarse un gin tonic. A mí también me sentaría bien.
Tras pagar al taxista, Eva dejó que la señora Bale la condujera hasta una butaca y, por una vez, agradeció la ginebra que le sirvió, exageradamente fuerte y con sólo una gota de tónica. De hecho se tomó tres, y después se sintió muchísimo mejor. Tanto es así que se olvidó por completo de la desaparición de las niñas y dejó que la señora Bale la ayudara a subir al dormitorio de Wilt, donde no tardó en quedarse dormida.
En su estudio, Sir George seguía sumamente enojado. De regreso a la mansión había decidido que su violenta discusión con Clarissa en el cementerio debía ser retomada con mayor decoro en la casa. No quería que la señora Bale lo oyera gritar, así que esperó a que su esposa lo alcanzara y, una vez los dos dentro, cerró la puerta del estudio con llave. Clarissa seguía manteniendo que, como se había casado con un Gadsley, se había convertido en miembro de la familia, y Sir George seguía manteniendo que no.
—George, hasta ahora nunca había querido sacar este tema a colación, pero te estás portando tan mal conmigo que me veo obligada a hacerlo. La señora Bale me contó que ni siquiera tú eres un Gadsley.
—¡Qué tontería! —le gritó Sir George olvidando bajar la voz—. ¡Despediré a esa desgraciada por impertinente! Yo soy más Gadsley que los Gadsley.
Clarissa se preguntó qué demonios podía querer decir con eso, pero antes de que pudiera preguntárselo, él continuó:
—Conozco mejor que nadie la historia de la familia. Pregúntame cualquier cosa. Vamos, pregúntame.
—No tengo ningún interés en preguntarte nada. Eres horrible y estúpido.
—Está bien, pues te lo diré yo. Te diré todo lo que quieres saber sobre el cementerio donde pretendes enterrar a tu maldito tío. Lo creó un Gadsley Blisett después de la batalla de Hastings y su existencia se mantuvo en secreto para impedir que los normandos lo profanaran enterrando en él a sus muertos. ¡Y no voy a permitir que lo profanen ahora! —Miró con odio a su mujer, antes de añadir—: Se ha mantenido en secreto y en privado desde entonces. Es más, las lápidas siempre se colocaron horizontalmente, a nivel del suelo, para que no resultara tan evidente que debajo de ellas había tumbas; ése es un pequeño detalle que podrías haber observado tú misma si no hubieras estado tan ocupada fastidiándome.
—¿Y la capilla? ¿Está consagrada? —preguntó Lady Clarissa pensando que si conseguía tranquilizarlo al menos quizá pudieran mantener una conversación racional.
—Ahora por supuesto que no, pero lo estaba cuando se construyó, en el siglo XVI. Hoy en día es meramente ornamental, pero la familia la reconoce como cementerio.
Eso le hizo recordar la discusión original, y dio un golpe tan fuerte en la mesa con el puño que la señora Bale corrió hacia el estudio creyendo que la llamaban. Sir George, avergonzado, abrió la puerta y dijo que tenía que hacer una llamada, una llamada importante y confidencial para la que necesitaba que ella tomara notas, y tras echar a Clarissa de la habitación telefoneó a información. Cuando le contestaron, dejó el auricular encima del escritorio y se sirvió una copa enorme de brandy antes de volver a coger el auricular e iniciar una falsa conversación sobre acciones con su inexistente asesor financiero. De vez en cuando hacía una pausa de un par de minutos y continuaba. Al final colgó el auricular, despachó a la perpleja señora Bale y se sirvió otro brandy.
Habría necesitado unos cuantos más si hubiera sabido lo que estaban haciendo las cuatrillizas en el bosque.
* * *
Las niñas habían arrastrado el cadáver del coronel hasta el borde de la plantación, donde una franja de coníferas maduras que se extendía desde la densa y extensa masa boscosa ayudaba a ocultar la mansión de las miradas de los curiosos que pasaran por la carretera principal. Doscientos metros más allá de esas coníferas, en una extensa pradera, pacían unas vacas y otro animal que tenía un sospechoso parecido con un toro.
—De momento lo taparemos y nos adentraremos un poco en el bosque para recoger palos y hojas con que formar una pira —propuso Samantha a sus hermanas, que se habían sentado en el suelo, agotadas después de arrastrar el cadáver por encima de las ramas caídas—. Aquí ya hay muchas hojas secas. Pero antes hemos de quitarle todo el metal que lleve en el uniforme.
—¿También las monedas de los bolsillos? —preguntó Emmeline.
—Dudo que tenga monedas en los bolsillos. Si no se las han cogido sus familiares, lo habrán hecho los enterradores. Deben considerarlo la propina, como la que le das a un taxista o a un camarero.
Entraron en el pinar y empezaron a recoger palitos y ramas, deteniéndose de vez en cuando para comprobar si se oían voces. Mientras trabajaban, se preguntaban qué podían hacer con el ataúd.
—Lo que está claro es que no podemos llevarlo a cualquier sitio y esconderlo.
—¿Por qué no? —preguntó Josephine—. No pesa tanto como parece. Y sin el cuerpo dentro aún pesará menos.
—Y eso hará sospechar a los tipos que lo llevan. Es una pena que no podamos quemarlo también.
—La madera arde bien —aportó Samantha—. Es lo que vamos a utilizar para librarnos del coronel cuando le prendamos fuego, ¿no?
—Es una lástima que el ataúd no tenga cerradura y llave. Si las tuviera, podríamos cerrarlo y tirar la llave.
—Pero ¿qué decís? Creía que lo que queríamos era que Lady Clarissa lo encontrara vacío y pensara que ese Sir no sé qué, su marido, se había llevado el cadáver, ¿no?
Pero a Josephine se le ocurrió otra idea.
—¿Por qué no metemos algo pesado dentro? No demasiado pesado, claro. El Coronel no pesaba mucho. Así, cuando abran el ataúd para echarle un último vistazo, se llevarán un susto aún mayor.
—Ésa sí que es una buena idea. Separémonos y busquemos un tronco grande —propuso Samantha, la líder del grupo.
Cuando por fin encontraron una rama rota que cabía en el ataúd perfectamente, empezaron a temer haberse ausentado demasiado rato y que Eva o Wilt hubieran montado una partida de rescate. Se lavaron a toda prisa en el lago, mojándose deliberadamente el pelo, y volvieron a la cocina, donde Eva, un poco adormilada, estaba sentada frente a un café solo tratando de despertar del todo.
—¿Dónde demonios estabais? —preguntó.
—Hemos bajado a la playa —mintió Josephine.
—Y, por lo que veo, os habéis bañado con la ropa puesta. La tenéis empapada.
Hubo un breve silencio, y entonces Samantha dijo:
—Había un niño de unos cinco años que no tocaba el fondo, y como no sabía nadar, hemos tenido que meternos en el agua y sacarlo.
—¿Dónde estaban sus padres?
—Su padre no estaba en la playa, y su madre…, bueno, supongo que era su madre…, estaba histérica. Por eso hemos tenido que quedarnos un rato más, para tranquilizarla. Lo sentimos mucho, mamá.
Eva suspiró. No se creyó ni una palabra, pero en ese momento no se sentía con fuerzas para averiguar qué habían estado haciendo.
La señora Bale se llevó a las niñas a su habitación para secarles el pelo y dejó a Eva preguntándose qué había hecho ella para merecer aquello.
—Esto ya está mucho mejor —dijo cuando volvieron todas. Detrás de ella, la señora Bale se sonrió. La blusa de Emmeline no olía a agua de mar; había tocado la mancha de humedad con la mano y había comprobado que era agua corriente, y no había encontrado ni rastro de sal en su dedo cuando se lo había chupado. Estaba convencida de que las niñas no habían ido a la playa.
* * *
Sentado en la playa del hotel, Wilt se preguntaba dónde diantre estaría su mujer. La recepcionista le había jurado que no había ningún huésped apellidado Wilt, y además el hotel estaba lleno y no había habido ninguna entrada en toda la semana. No debería haber dejado a su familia allí, pero Eva lo había puesto tan nervioso que él no se había parado a pensar en las consecuencias.
Estaba preguntándose qué podía hacer cuando, para su sorpresa, la camarera del pub del pueblo se sentó a su lado.
—Vaya, vaya. ¿Qué hace usted por aquí? —le preguntó.
—Pues mire, tengo algunas horas libres, ¿sabe? De hecho, vengo de una entrevista en este hotel tan pijo. Estoy harta de trabajar en el pub y de no conocer a nadie que valga la pena. O de conocer sólo a hombres como usted, demasiado tacaños hasta para dejar una propina decente.
—Bueno, pues yo ya me iba. Creo que no debo quedarme más tiempo aquí —se apresuró a decir él, y se puso en pie.
—¿Cómo es eso? Tranquilo, por mí no se marche.
—Ah, no, no es eso. Es que estoy preocupado por mi mujer y mis hijas.
—¿Por qué? ¿Están enfermas?
—No, no. Pero creía que estaban en este hotel, y resulta que no.
Al ver la cara de perplejidad de la camarera, Wilt volvió a sentarse y le contó toda la historia.
—Así que se marcharon de la mansión después de que les dispararan, ¿no? Y entonces su mujer insistió en quedarse en este hotel, pese a que a usted no le hacía ninguna gracia.
—Bueno, es que me parecía un hotel carísimo. No quiero ni pensar lo que le estaba costando.
—¿Y qué? Si ellas no están aquí, no tiene que pagar nada.
—Teóricamente, no. Pero si lo estuvieran, Eva había amenazado con enviarle la cuenta a Lady Clarissa.
—Deduzco que esa tal Lady Clarisa habría podido pagar fácilmente la cuenta, ¿no?
—Ya, pero ¿y si se negaba a pagarla? ¿Qué habría hecho yo entonces?
—¿Qué quiere decir, que va a tener que pagar una cuenta astronómica? O, mejor dicho, habría tenido que pagarla si su mujer y sus hijas hubieran estado alojadas aquí. Pero no lo están —insistió la camarera, lamentando no haberse ido directamente a su casa después de la entrevista.
—Peor aún: Eva dijo que pensaba demandar a los Gadsley si no le pagaban la cuenta del hotel. Y si los demandara, ellos contratarían a los abogados más caros y expertos. Y si nosotros perdiéramos, que es lo más probable, los gastos del juicio nos dejarían arruinados. Bueno, no es lo más probable: es lo que pasaría, sin ninguna duda. Y lo que de verdad me cabrea es que Eva le hizo la pelota a esa condenada mujer porque creía que era una aristócrata y mi mujer es una esnob sin remedio. ¡Y ahora resulta que Lady Clarissa ni siquiera es una señora!
—No, desde luego no lo parece.
—No, me refiero a que no tiene título de Lady.
—Sí, ya le digo que no lo parece —dijo la camarera, cada vez más desconcertada.
Wilt empezó a lamentar haber iniciado esa conversación. Se quedaron un rato callados, y entonces la camarera dijo:
—Estaba pensando en ese adolescente de la escopeta. ¿Usted cree que tiene licencia de armas?
—Supongo que no. Pero su padrastro seguro que sí la tiene. Tiene un armero lleno a rebosar de toda clase de armas…, aunque yo no le he visto usarlas mucho. Bueno, una vez sí lo vi salir armado, cuando le dije que había visto una caravana en los terrenos de la finca y a una mujer tendiendo ropa en una cuerda. Salió con una escopeta, porque está obsesionado con los intrusos. Pero no le disparó a esa mujer, no vaya usted a creer.
—¿Y ese armero lo tiene cerrado con llave?
—Ese día no. Yo me escabullí, porque no me gustan las armas.
—Lo que quiero hacerle ver es que ese hombre dejó el armero abierto, y cuando usted salió de la habitación, cualquiera habría podido robar una de esas escopetas. Porque según dice usted hay muchas, ¿no?
—Nunca las he contado, pero yo diría que cerca de una docena, quizá más —replicó Wilt—. ¿Por qué quiere saberlo?
—No importa. Enseguida entenderá adónde quería llegar.
—Si usted lo dice… Yo lo único que sé es que Eva está volviendo a meterme en un berenjenal y que yo no puedo hacer un carajo.
—Nada de eso. Se encuentra usted en una posición mucho más fuerte de lo que cree. Primero: ¿qué hacía un adolescente con un arma de fuego para la que no tiene licencia? Segundo: ¿por qué Sir George Gadsley lo dejó a solas en su estudio con el armero abierto? Tercero: ¿por qué echaron a Eva y a sus hijas de Sandystones Hall? Hágase esas preguntas y obtendrá la solución de todas sus preocupaciones.
—Ellas se marcharon, como ya le he dicho, porque alguien, seguramente ese joven maníaco, disparó contra las cuatrillizas, o cerca de ellas, cuando estaban en el lago y las asustó.
—Exacto. Si plantea la situación así, ni el abogado más hábil del Reino Unido podrá demostrar que es usted culpable de nada. Añada el armero abierto y será Sir George quien tenga problemas con la ley y quien pierda su licencia de armas o tenga que pagar una multa. Ya lo creo. Tiene usted a los Gadsley cogidos por los huevecillos.
Wilt suspiró y dijo que esperaba que así fuera, aunque en secreto se preguntó cómo había acabado metido en aquella conversación, cada vez más complicada y confusa.
—Olvida una cosa —prosiguió Wilt, sin poderlo resistir—: Sir George es juez de paz, y debe tener influencia en los círculos jurídicos.
—¡Pues eso lo pone en una posición aún peor! Primero viola la ley dejando el armero abierto. Y, segundo, sabe que su hijo…, bueno, su hijastro…, maneja un arma sin tener licencia, porque usted le dijo que el chico había matado un ciervo.
—Dijo que debía ser un jabalí que se había escapado de una granja donde crían esos animales.
—Pues ya está. No tiene nada de que preocuparse.
Wilt no estaba en absoluto seguro de que lo que estaba diciendo la camarera tuviera ninguna lógica, pero le agradeció el apoyo. Hasta lamentó no haberle dado más propina, pero pensó que no quedaría bien ofrecerle dinero en ese momento. Le dio las gracias, se levantó y se ofreció para acompañarla hasta el pub en coche, pero ella dijo que prefería quedarse un rato allí.
Mientras conducía hacia la mansión, Wilt se sintió un poco más animado. Pediría ayuda a la señora Bale y llamaría a todos los hoteles de los alrededores: estaba convencido de que Eva y las cuatrillizas no podían haber vuelto a casa sin él. No podía costarle mucho localizarlas, porque, una vez vistas, no se las olvidaba nunca. Y, una vez vistas y oídas, no se recuperaba uno nunca de la experiencia. Aparcó en el patio trasero y entró en la casa por la cocina.
—¡Ah, es usted! Su mujer ha venido a buscarlo —le dijo la señora Bale—. Quería el coche.
—¡No puedo creerlo! ¿Por qué demonios no me ha llamado por teléfono esa estúpida? Llevo horas sentado enfrente del hotel como un idiota, esperándola. ¿Y ahora adónde ha ido?
—Verá, Lady Clarissa y su mujer han mantenido una violenta discusión porque Lady Clarissa y usted se habían acostado juntos.
—Pero ¿qué dice? ¡Nosotros nunca nos hemos acostado juntos!
—Ya lo sé —dijo la señora Bale, abochornada—. Pero antes de que la señora Wilt se diera cuenta de que se equivocaba, ya había dicho tantas cosas horribles que Lady Clarissa tuvo que ir a echarse un rato para recuperarse.
—¡Ay, Eva! ¿Qué has hecho esta vez? —murmuró Wilt; veía aumentar por momentos la minuta de los abogados.
—Para reparar el daño que había hecho, se ha ofrecido a ir hasta la vicaría y organizar el funeral del Coronel.
—Creía que iban a enterrarlo aquí, en la finca, y que todas esas mesas de caballete y esos paraguas eran para la recepción de después del funeral.
—Ah, no. Sir George se niega a que lo entierren en el cementerio privado de la familia. Hemos tenido que despachar a los deudos en la puerta principal, y los del catering están recogiendo sus cosas. Bueno, no eran deudos de verdad, no vaya a creer usted. Sólo una pandilla de curiosos del pueblo que habían venido a contemplar la casa.
Wilt se quedó mirándola, atónito.
—¿Y mi mujer ha ido a organizar un funeral alternativo? ¡Qué cosa tan rara!
—Creía que a estas alturas ya habría reparado usted en que por aquí todo es tirando a raro.
—Sí, desde luego. Esto es un auténtico manicomio, lleno de lunáticos.
—Bueno, yo ya se lo advertí. Aunque pensé que era usted el último caprichito de la señora.
—Gracias por el cumplido —dijo Wilt.
—Ahora que conozco a su mujer, me doy cuenta de lo equivocada que estaba. No me gustaría tener que pelearme con ella.
—A veces Eva me hace pasar las de Caín, es verdad, pero ya estoy acostumbrado a eso. Pero si Eva ha ido al pueblo, ¿dónde están las niñas?
—¡Quién sabe! Han dicho que querían bajar otra vez a la playa. Pero si quiere saber mi opinión, creo que todavía no la han pisado. Esas cuatro niñas deben darle muchísimo trabajo.
—Y que lo diga —dijo Wilt con amargura—. Será mejor que vaya a buscarlas. Le apuesto lo que quiera a que traman algo peligroso.