Al final, Eva había encontrado dos habitaciones libres en una pensión. Ya estaba maldiciendo a Wilt por haberse llevado el coche, porque sin él estaba atrapada. Mientras que el hotel tenía, al menos, un restaurante y servicio de minibús, en la pensión no había nada, y tampoco había cerca ningún restaurante al que se pudiera ir a pie. Por no tener, Eva ni siquiera tenía el número de teléfono de Sandystones Hall para decirle a Henry que tendría que buscar habitación en otro sitio. Había llamado a información y le habían proporcionado dos números; había llamado varias veces a los dos, pero siempre comunicaban. Por si fuera poco, la dueña de la pensión ya había subido dos veces a quejarse del jaleo que estaban armando las cuatrillizas en su habitación.
—Si no hace que esas niñas dejen de hacer tanto ruido, me temo que tendré que pedirle que se marche —la advirtió—. Tengo una huésped permanente, una anciana que hace poco se sometió a una operación muy delicada de la que todavía está recuperándose.
—Dios mío —masculló Eva, tratando de pensar qué demonios podía hacer. Todo apuntaba a que tendría que volver a Sandystones Hall, aunque sólo fuera para recoger el coche, ya que no podía hablar por teléfono con Wilt para pedirle que se lo llevara a la pensión. Pero ¿qué demonios iba a hacer con las cuatrillizas? Si las dejaba en la pensión, lo más probable era que al volver descubriera que las habían echado del establecimiento. Lo único que se le ocurrió fue dejarlas frente a la verja de la mansión y confiar en que la esperaran allí durante media hora sin meterse en ningún lío.
Una vez tomada esta decisión, hizo callar a las cuatrillizas por enésima vez y pidió un taxi para volver a Sandystones Hall. Sin embargo, cuando llegó allí ya había cambiado de opinión respecto a sus hijas. Las niñas se habían pasado todo el trayecto enfurruñadas por no haberse podido quedar solas en la pensión, y ahora amenazaban con volver a su casa haciendo autostop si aquellas vacaciones iban a ser tan aburridas como parecía. Eva pidió disculpas al taxista por los pésimos modales de sus hijas, y procuró ocultar con su chaqueta el desgarrón que habían hecho en el asiento.
—¿Le importaría entrar por la puerta trasera? Quiero recoger nuestro coche y salir cuanto antes de aquí, a ser posible sin que nos vean.
—Si no sabe el código de seguridad, no podrá entrar —la previno el taxista—. Son muy estrictos con esas cosas, y yo no lo sé. Será mejor que entremos por la puerta principal.
Eva accedió de mala gana.
—Pero vaya despacio —le pidió—. El camino es peligrosísimo.
El taxista replicó que eso lo sabía muy bien, y que su taxi tenía varias abolladuras que lo demostraban. Al oír eso, Eva se sintió un poco mejor respecto a los daños del interior del taxi: al menos, el coche no estaba nuevo.
Un cuarto de hora más tarde habían llegado a la mansión y contemplaban con cierta sorpresa el coche fúnebre que estaba aparcado delante; en su interior se apreciaba el contorno de un ataúd.
—Por lo visto, al final ha caído alguien —masculló el taxista—. Ya lo decía yo… Deberían haber hecho algo drástico con ese maldito maníaco. Un niño mimado, eso es lo que es. Usted me perdonará, pero es que están todos un poco chiflados.
Se apeó del taxi y se acercó a uno de los portadores del féretro para hablar con él.
Eva sabía perfectamente quién iba en aquel ataúd, pero dejó que las cuatrillizas siguieran pensando que habían disparado y matado a alguien de la finca. Quizá eso contribuyera a calmarlas un poco.
* * *
Para Wilt, la llegada del coche fúnebre no había cambiado nada. Al menos, el que Eva se hubiera instalado en el hotel le permitiría recuperarse a solas en su casa de los horrores vividos la semana anterior. Tras buscar en vano a Lady Clarissa para informarla de que ya no podía más, había decidido dejar simplemente una nota y su número de teléfono. Después se había dedicado a hacer el equipaje y a prepararse para alejarse para siempre de aquella casa y de sus excéntricos habitantes. Bajó a la cocina y le dijo a la señora Bale que se marchaba, aunque no adonde.
—No se lo reprocho, la verdad. Yo también me largaría si tuviera dinero y perspectivas de encontrar un trabajo mejor por aquí cerca, pero tengo una casa muy pequeña con una hipoteca, y no puedo venderla. Además, a mi edad ya tengo buenos amigos aquí, y nunca he vivido en otro sitio. De todas formas, lamento que se marche usted. ¿Se marcha su esposa con usted?
—He intentado hablar con ella por teléfono, pero no contesta. Seguro que está muy entretenida y pasándolo en grande con las cuatrillizas en ese hotel de lujo. He decidido dejar que sea ella quien le explique a Lady Clarissa por qué me voy: fue Eva quien me metió en esta situación tan absurda. Por cierto, ¿ha venido ya el párroco? Acabo de ver llegar un taxi.
—Ah, no —dijo la señora Bale, riendo—. Ellos no quieren saber nada de párrocos. Al menos, siempre ha sido así desde que yo trabajo aquí. Sir George se pone un alzacuello y toda la parafernalia y dirige él mismo el oficio. Dice que tiene derecho, como cabeza de familia, a oficiar ceremonias en la capilla familiar. Yo no sabría decir si eso es legal o no.
—¿De verdad van a limitarse a meter al pobre viejo en un agujero? A mí no me parece bien —dijo Wilt.
—A mí tampoco, pero, por lo visto, ésa es la tradición familiar. Bueno, no entierran a desconocidos en el cementerio, por supuesto; sólo a parientes próximos.
—Extraordinario. Desde luego, eso hace que este lugar resulte aún más interesante… Pero me temo que no lo suficiente para tentarme a quedarme. Y si quiere que le dé un consejo, si de verdad piensa quedarse aquí, cómprese un chaleco antibalas.
Wilt se despidió de la señora Bale. Sin sentir más que una pizca de culpabilidad por marcharse sin avisar a los Gadsley, llevó su maleta al coche y recorrió el sendero hasta trasponer la verja y salir al camino.
Detrás de él, estaban sacando del coche fúnebre el ataúd del difunto coronel Harold Rumble y lo estaban llevando al cementerio familiar. Al llegar a la verja, a Wilt le pareció oír a alguien cantando el himno «Abide With Me», pero decidió que debía de habérselo imaginado.
Wilt salió de la mansión por el camino trasero mientras Eva entraba por el delantero tras hacer jurar a sus hijas que la esperarían sentadas en la hierba. Ya en la casa, se dirigió a la cocina, donde la señora Bale, al verla, casi soltó la taza de té que tenía en las manos.
—Lo lamento, pero si busca al señor Wilt, llega usted tarde.
—¿Que llego tarde? ¿Le ha dicho adónde iba?
—No, me temo que no.
—¿Y usted no se lo ha preguntado?
—No, me temo que no.
—¿Por qué no?
—Pues… porque no es asunto mío.
—Pero ¿ni siquiera ha mencionado si iba a vernos a mí y a las niñas?
—No, no lo ha dicho. Se lo estoy diciendo —replicó la secretaria con aspereza. La actitud de Eva le resultaba de lo más antipática, y empezaba a entender el resentimiento latente de Wilt. Una cosa era que Sir George tratara de intimidarla (al menos, ella recibía un buen sueldo por aguantar sus groserías), pero no estaba dispuesta a seguir contestando las preguntas impertinentes de aquella mujer tan detestable, que rayaban en el interrogatorio policial. Y la siguiente pregunta de Eva le pareció el colmo:
—¿Se ha acostado mi marido con Lady Clarissa? Quiero que me diga la verdad.
La señora Bale decidió resarcirse por aquella impertinencia.
—Pues claro que sí. Al fin y al cabo, dormían en habitaciones contiguas, y su marido es un hombre atractivo. No pensará que Sir George tiene edad para satisfacer, sexualmente, me refiero, a una mujer tan hermosa como la señora, así que ¿qué esperaba? ¿Que ella le pagara un sueldo fabuloso por darle clases particulares a su hijo idiota? Eso no es lo más probable, ¿no le parece?
Muda de rabia, Eva subió precipitadamente las escaleras y abrió de golpe la puerta del primer dormitorio que encontró. Y sí, allí estaba Lady Clarissa, mirándose en un espejo inmenso.
Iba en bragas y poca cosa más. Al ver a Eva reflejada en el espejo, se volvió y la miró cara a cara.
—¿Qué demonios quiere? —le espetó.
—¡Se ha acostado con mi marido, so puta! —farfulló Eva, y por desgracia lo dijo fijándose en los pechos de Lady Clarissa.
—¿Cómo se atreve a irrumpir aquí haciendo acusaciones? ¿Y se puede saber qué demonios mira? ¿Acaso nunca ha visto un par de tetas? No será bisexual, ¿verdad?
—¡Pues claro que no! Es usted francamente asquerosa. —Eva titubeó un instante—. Quiero saber dónde está Henry. Es evidente que acaba de levantarse de su cama, así que debe saber dónde está.
Lady Clarissa no se molestó en sacarla de su error.
—No tengo ni la más remota idea de dónde está el desgraciado de su marido, pero si se cuidara un poco, como hago yo, quizá le resultaría más fácil retenerlo a su lado. Y ahora márchese o llegaré tarde al funeral.
Eva bajó despacio las escaleras. Sus peores temores acababan de confirmarse: Henry era un adúltero. Buscó a la señora Bale, pero la secretaria-ama de llaves se había esfumado. Estaba harta de la señora Wilt.
Eva salió a recoger a las cuatrillizas para llevárselas a la casita de invitados, pero pese a las promesas de las niñas, no había ni rastro de ellas. Preguntó al taxista, pero éste dijo que debían de haberse ido cuando él estaba de espaldas hablando con los portadores del féretro, y además, qué caray, él no era ninguna niñera y era ella quien debía ocuparse de sus hijas.
Aquello fue el colmo. Eva, acongojada, se sentó en el suelo y rompió a llorar.
* * *
Las cuatrillizas se habían hartado de mirar más allá del jardín, hacia el seto de tejo, y de preguntarse qué estaría pasando al otro lado. Nunca habían visto un entierro; a lo sumo, algunas breves secuencias en la televisión, en las que se veía cómo bajaban los ataúdes con ayuda de unas cuerdas y los introducían en unos hoyos alargados junto a una iglesia, o cómo los desenterraban cuando había que realizar la autopsia al cadáver porque se sospechaba que se había cometido un asesinato. Esa vez, sin embargo, tenían la oportunidad de ver un entierro de verdad. Así que mientras Eva buscaba a Wilt, ellas bajaron con cautela hasta el cementerio familiar, teniendo en cuenta la afición de Edward a disparar contra cualquier cosa que viera moverse.
Entraron en el huerto, saltaron la tapia y pasaron al campo que había al otro lado. Desde allí, fueron a gatas por detrás de la casita de invitados y de un seto, hacia el pinar que había más allá del lago, y bordearon el cobertizo de los botes. Avanzaban con mucha cautela y hablando poco y en susurros. Por fin llegaron a la parte de atrás de una diminuta capilla no consagrada que también quedaba oculta tras el seto de tejo que rodeaba el cementerio. Aun así, las niñas tomaron la precaución de tumbarse en el suelo por turnos y vigilar la entrada del cementerio mientras las otras examinaban el ataúd. Pronto se cansaron de sólo mirarlo. Empezaron a preguntarse si la tapa del ataúd estaría cerrada con clavos, y se llevaron una gran alegría al comprobar que no. Cuando, tras provocarse e incitarse unas a otras, abrieron la tapa, vieron un cadáver dentro.
—¡Maldita sea! No puedo creer que lo hayan dejado abierto.
—Deben haberlo hecho para que la gente pueda despedirse de él debidamente. Ya sabes, como en la televisión. Dios mío, pero qué feo es. Y mirad, tiene una pata de palo, ¿no?
—Apuesto algo a que es ese viejo tío del que mamá nos habló en Ipford —especuló Josephine, un tanto desencantada. Habría preferido que fuera alguien a quien hubieran matado de un tiro en la finca. O, al menos, algo que ya estuviera en proceso de descomposición.
—Es un coronel del ejército.
—Era. No creo que pueda librar muchas batallitas más.
—No entiendo cómo podía combatir con esa pata de palo —observó Samantha—. Además, es demasiado viejo.
Entonces Emmeline salió corriendo de su escondite junto al seto.
—¡Rápido, cerrad la tapa! Vienen dos personas peleándose a gritos.
Al cabo de un momento, las cuatrillizas habían cerrado el ataúd y estaban tumbadas en el suelo, bien escondidas detrás de la capilla, donde no podían verlas pero desde donde podían oírlo todo. El hombre, que sin duda debía de ser Sir George, estaba de muy mal humor.
—No era un Gadsley, ¿cuántas veces tendré que repetírtelo? No pienso celebrar una ceremonia por alguien que no pertenece a la familia. Y no quiero ni oír hablar de traer al párroco del pueblo; no voy a permitir que entierren a ese viejo chiflado aquí y punto. Debiste hacerlo incinerar, como te aconsejé. Es más, he pensado que podríamos prenderle fuego a esa condenada caja aquí mismo. Aunque eso significaría que sus cenizas podridas reposarían en la finca.
—¡No seas ridículo! Alguien podría ver el humo y preguntarse qué pasa. No sé por qué eres tan desagradable, George. Es mi tío, y yo soy tu mujer, así que él pertenece a la familia. Lo próximo que me dirás es que Edward tampoco pertenece a la familia.
—¿Eddie? Dios mío, pues claro que no pertenece a la familia —farfulló Sir George, furioso—. Si perteneciera a mi familia, lo habría hecho castrar hace años, para asegurarme de que sus genes inútiles no perpetuaran el linaje. A él tampoco lo enterraremos aquí, si llega el día afortunado de que nos libremos de él.
»Escúchame bien, Clarissa: harás lo que haría cualquier persona sensata en tu lugar y organizarás algo con el párroco en el pueblo. O eso, o haces incinerar a ese cabrón. Era lo que siempre decías que harías cuando llegara el momento.
—Qué cruel eres, George. Ya sé que lo dije, pero he cambiado de idea.
—Tú no tienes ideas, y por tanto no puedes cambiarlas —gruñó él—. Métete esto en la cabeza: no voy a profanar el cementerio enterrando a un intruso en él. Y ésa es mi última palabra al respecto.
Las cuatrillizas se asomaron por detrás de la capilla y lo vieron marchar dando grandes zancadas.
Lady Clarissa, apoyada sobre el ataúd, lloró de manera audible durante cinco minutos, y luego siguió a su marido. Cuando ambos se hubieron marchado, las cuatrillizas salieron de su escondite.
—Lady Clarissa estaba llorando —comentó Emmeline—. Y a ese hijo de puta no parecía importarle lo más mínimo.
—Bueno, ella también es asquerosa —replicó Josephine—. Oí cómo esa gorda le decía a mamá que ha estado acostándose con papá. Todas las noches —agregó para adornar la historia y hacer que pareciera más jugosa—. ¿Por qué no les damos una lección a ambos?
—¿Cómo?
—Robemos el cadáver. Así él pensará que su mujer lo ha hecho enterrar aquí, en el cementerio, y ella pensará que su marido le ha prendido fuego.
—Está bien, pero ¿dónde vamos a esconderlo?
—Supongo que podríamos enterrarlo. Así, ninguno de los dos lo encontrará, y se armará la gorda.
—Pero no podremos cavar una tumba lo bastante grande para meterlo —objetó Emmeline—. Ese ataúd es enorme.
—Podríamos sacar el cadáver, y así parecería que lo han robado.
—¡Qué asco! ¡Yo no pienso tocar el cadáver!
—No seas tan cobarde —intervino Samantha—. Lo único que necesitaríamos serían unos guantes de plástico o algo así. De esa forma no habría necesidad de tocar el cadáver, y no dejaríamos nuestras huellas dactilares, por si luego alguien lo encuentra.
—Sigo sin ver cómo vamos a cavar la tumba.
—No tenemos que cavarla —dijo Josephine—. Podemos llevárnoslo al bosque, formar un gran montón y hacer lo que quería hacer Sir George.
—¿Quemarlo? Qué horror.
—¿Qué tiene eso de horroroso? En este país se queman cadáveres todos los días. Mucha gente especifica en su testamento que no quiere que la entierren. Quieren que esparzan sus cenizas por su jardín. O por un sitio bonito.
—Eso es verdad. El otro día leí algo sobre un tipo que quiere que lo lleven a la Luna y que esparzan sus cenizas allí cuando estire la pata.
—Qué gilipollas. Si hacen eso, saldrá flotando, ¿no?
—Vale, lo quemamos. Pero vamos a necesitar cerillas.
—Vigilad por si se acerca alguien mientras voy a la casita de invitados. En la cocina he visto un paquete de guantes de plástico, y seguro que también encuentro cerillas —dijo Samantha a sus hermanas.
Se puso en marcha cuidando de que no la vieran, y veinte minutos más tarde había regresado con cuatro pares de guantes desechables y una caja de cerillas.
Desde la puerta del cementerio, Josephine gritó:
—Pasa algo raro allí, junto al puente levadizo. Hay dos camiones de muebles y unos hombres están descargando mesas y sillas. Parece como si estuvieran preparando una fiesta en el jardín.
—¿Para un funeral? No digas tonterías.
—Bueno, pues venid a verlo.
Las otras tres se acercaron, y se tumbaron una tras otra junto a Josephine. Luego se pusieron todas detrás del seto.
—Deben ser deudos que vienen al funeral que no se va a celebrar.
—¿Con sombrillas de colores?
—Ya. He de admitir que queda raro —concedió Emmeline—. Si fueran negras, tendría mucho más sentido.
—Seguro que son los que llevan la comida, y no los deudos. Primero tendrán que montarlo todo, y necesitarán paraguas por si llueve.
—Bueno, no importa —dijo Samantha—. Tenemos que sacar el cadáver rápidamente y esconderlo en algún sitio. Luego podemos volver y quitarle el uniforme.
—Qué truculento. ¿Por qué no podemos quemarlo con el uniforme puesto? —preguntó Penelope.
—Porque las medallas, la hebilla del cinturón y la insignia de la gorra son de metal y no se queman.
—¿Qué haremos con la ropa y con la pata de palo? —quiso saber Emmy.
—No podemos dejarlas por aquí cerca, porque podrían encontrarlas.
—La pata de palo sí arderá, ¿no, idiota? Y, en cuanto a la ropa, supongo que podríamos llevárnosla a la playa en una bolsa de plástico y tirarla al mar atada a una roca. Allí nadie la encontraría —propuso Josephine.
—Excepto un submarinista —replicó Samantha—. O alguien que pescara con caña y anzuelo.
—Por favor, ¿por qué no nos ponemos manos a la obra antes de que venga alguien y nos descubra? Además, no podríamos llevarnos todas las cosas de este hombre a la casita de invitados sin que mamá nos viera. Tendremos que enterrarlo todo en algún sitio donde a nadie se le pueda ocurrir mirar. Pero no hace falta que lo decidamos ahora.
—¡Oye, no te pongas tan autoritaria! Vale, vamos a ver si podemos moverlo.
Levantaron al difunto coronel del ataúd sin muchas dificultades y desaparecieron con él en el denso pinar que había detrás de la capilla.