Lady Clarissa iba hacia la cocina cuando oyó la descarga de disparos, aunque no reconoció lo que presagiaban. Estaba acostumbrada a que Edward se paseara por la finca disparando, pero de todas formas se asomó a la ventana del rellano, y se llevó una sorpresa al ver a cuatro niñas idénticas que se metían a toda prisa en la casita del jardinero, seguidas de Eva y de Wilt. Tras un primer momento de desconcierto, comprendió a qué se refería Eva cuando hablaba de «las niñas», cuyos nombres sólo había mencionado de pasada. Clarissa no había caído en la cuenta de que los Wilt tenían cuatrillizas.
La presencia de las niñas agravaba el problema de Clarissa con su marido. Como no tenía hijos propios, Sir George odiaba a los jóvenes en general. Desde luego nunca había disimulado la antipatía que le tenía a Edward, y solía referirse a él como «ese piojoso hijo tuyo»; en una ocasión particularmente infame hasta había expresado sus esperanzas de que «el muy canalla se cayera desde lo alto de una torrecilla». Lady Clarissa no quería ni imaginar cómo reaccionaría cuando viera que había cuatro adolescentes idénticas chillando y correteando por la finca. No quería ni pensarlo.
Iba a tener que recalcarles mucho a los Wilt que las niñas no debían ni acercarse a la mansión. Pero cuando llegó a la casita de invitados le sorprendió no encontrar a nadie allí. Tampoco había nada que indicara que hubiera habido alguien: ni maletas, ni objetos personales. De nuevo en la casa, fue a preguntar a la señora Bale.
—Se han marchado a toda prisa —le explicó el ama de llaves—. La señora Wilt ha dicho que no quería que Edward matara a sus hijas a tiros.
—Pero ¿cómo? Edward no puede haberles disparado.
—Supongo que debía estar disparando desde el otro lado del camino. Lo hace a menudo…
—¿Qué me dice? ¿Cuando pasa gente? Podría matar a alguien.
—Eso es lo que tememos todos —dijo la señora Bale haciendo gala de una paciencia monumental—. ¿Por qué cree que siempre bajo al pueblo por la parte de atrás, donde hay casas? Pues porque es mucho más seguro.
—Bueno, claro. Tendré que hablar de ello con Edward. Cuanto antes se marche a la universidad, mucho mejor. Espero que el señor Wilt no se haya marchado también.
—No lo creo. He subido a su habitación hace unos minutos y sus cosas siguen allí. Supongo que eso significa que piensa volver. La última vez que lo he visto, se llevaba a su familia en el coche, con todo su equipaje. Y parecía muy disgustado.
Después de tomar varios desvíos equivocados, y de aguantar a las cuatrillizas, que no pararon de protestar en el asiento trasero diciendo que ellas también querían una escopeta y que los chicos gozaban de toda clase de privilegios, Wilt llegó con Eva y sus hijas frente al hotel que había a la salida del pueblo. Tenía vistas al mar y una playa de arena fina.
—Pues a mí me parece que debe ser muy caro —comentó cuando Eva dijo que era exactamente la clase de hotel donde le apetecía hospedarse.
—Seguro que lo es —replicó ella—. Pienso enviarle la cuenta a la madre de ese salvaje.
—¿Qué dices? ¿A Lady Clarissa? ¿Acaso crees que la pagará?
—Si no la paga, se arrepentirá, te lo aseguro.
Wilt dio un suspiro. Estaba acostumbrado a las amenazas de Eva, que normalmente iban dirigidas hacia él, pero aquello era el colmo. Lo irónico del asunto era que su mujer llevaba meses haciéndole la pelota a Lady Clarissa para conseguir que invitara a la familia Wilt a pasar las vacaciones en Sandystones Hall.
—¿Y qué esperas que haga yo? —preguntó mientras subían las maletas por la escalera principal y entraban en el hotel—. ¿Que me pase el día atado con las niñas en la playa?
Eva se volvió hacia él.
—¿Atado? Pues claro que no. ¡No permitiré que las ates, por muy mal que se porten! Además, como ya te he dicho, tú tienes que volver y ganar tus mil quinientas libras semanales dándole clases a ese patán para que lo admitan en Cambridge.
—¡Y un cuerno! Para empezar, Edward jamás conseguirá entrar en Cambridge ni en ninguna otra universidad. Y, segundo, no quiero que ese idiota me dispare. Métete eso en la cabeza.
—No te atrevas a hablarme en ese tono —le espetó Eva.
Pero Wilt ya se había hartado.
—Te hablaré como me dé la gana. Fuiste tú quien nos metió en este lío enviando a las fieras a un colegio que no podemos pagar, y ahora que amenazan con expulsarlas, esperas que me pase todo el verano con un psicópata.
—Tendrás que hablar con los Gadsley y convencerlos para que hagan algo con su hijo. No deberían permitir que se comporte así. Y debería estar estudiando contigo.
—Intenta explicarle eso a Edward. Desde que llegué, lo único que ha hecho es deambular por el bosque buscando algo contra lo que disparar. El día después de mi llegada, estaba pensando en mis cosas cuando lo vi atacar algo que estaba escondido entre la hierba, sin saber siquiera qué era. Y ya has oído a ese cabrón disparando a mansalva cuando las niñas estaban cerca. ¿De verdad pretendes que vuelva a esa casa de locos?
—Pues sí. Es más, insisto en que vuelvas cuanto antes. Necesitamos ese sueldo. Me he gastado todo nuestro dinero para venir aquí, y ahora vamos a tener que pagar este hotel. Tú ya llevas una semana aquí, así que te deben mil quinientas libras. Tienes que quedarte, al menos hasta que te paguen.
Wilt se rindió. Nunca había visto a Eva en ese estado. Estaba demasiado cansado para explicarle que si se marchaban todos a casa no tendrían que pagar ninguna cuenta de hotel.
—Está bien, está bien. Si quieres quedarte viuda, adelante, pero luego no me eches la culpa —masculló, y volvió a meterse en el coche.
—Y, ahora, ¿adónde crees que vas? —le gritó Eva.
—A donde tú quieres que vaya, adónde si no. De vuelta al manicomio —le gritó mientras se alejaba. Su mujer entró muy decidida en el hotel y pidió dos habitaciones, pero le dijeron que no quedaba ninguna libre.
—En el pueblo hay algunas pensiones. Si quiere, puede probar allí —le dijo la recepcionista con desdén.
* * *
Wilt paró en el pub donde se había tomado una cerveza y unos sándwiches y pidió un whisky con soda, haciendo caso omiso de la mirada asesina de la camarera. ¿Qué podía hacer? Dejar a Eva y a las cuatrillizas a salvo en un hotel a todas luces carísimo no era mala solución, pero no le hacía ninguna gracia volver a la mansión y exponerse a que el maldito Edward le pegara un tiro, ni pasar las semanas siguientes esquivando las insinuaciones de su madre. Además, ¿qué sentido tenía que Eva le endilgara una cuenta de hotel astronómica cuando ellos tenían un hogar estupendo al que volver en Ipford? Por no pensar en la que aquellas endemoniadas podían liar en la playa: seguro que se gastaban una fortuna en máquinas expendedoras y en bikinis, y era muy probable que acabaran recibiendo una multa cada una por conducta antisocial por molestar a los pensionistas en las paradas de autobús.
Mientras comía en el pub, siguió intentando decidirse. Tenía que haber alguna forma de salir de aquel lío en que lo había metido Eva. Si aquella condenada mujer hubiera parido un solo hijo… Pero no, como todo lo que hacía, había exagerado y había tenido cuatro hijas diabólicamente ingeniosas, y todas a la vez. Tras pensar una vez más que había cometido una locura casándose con aquella mujer, obsesionada con el sexo, Wilt se planteó su futuro. Era evidente que tendría que volver a Sandystones Hall, aunque sólo fuera para recoger la ropa y las cosas que había dejado allí. Y una vez más, por mucho que odiara a Eva en esos momentos, no podía abandonarlas a ella y a las cuatrillizas en aquel hotel pijo sin nada con que mantenerse. A saber lo que debía costar allí una habitación. La amenaza de Eva de enviarle la cuenta a Lady Clarissa era, con toda probabilidad, un farol; pero aunque no lo fuera, podía salir mal y dejar a la familia gravemente endeudada. Tenía que haber alguna forma de impedir que eso pasara. Wilt no paraba de darle vueltas al asunto.
Pidió otro whisky con soda con intención de reunir el valor necesario para volver y decirles a los Gadsley cara a cara que el idiota de Edward no tenía ni la más mínima posibilidad de aprobar el examen de acceso a la universidad, y mucho menos de entrar en un college de Cambridge. Al menos estaba seguro de que Sir George le daría la razón, aunque Lady Clarissa montara un numerito. Wilt pagó la comida y soportó otro comentario sarcástico de la camarera cuando, para redondear, dejó una propina de cincuenta peniques.
Se metió en el coche y se dirigió a la mansión por el camino seguro, el trasero. Pero se llevó una sorpresa al ver que la verja principal estaba abierta y que había un gran coche negro que se disponía a entrar por ella. Wilt no tenía ninguna intención de seguirlo, así que pasó de largo y miró hacia otro lado deliberadamente, por si dentro iba algún Gadsley. Detuvo el coche un rato y luego, tras asegurarse de que no había moros en la costa, entró por la verja trasera; al poco rato estaba en la cocina hablando con la señora Bale del gran coche negro que había visto tomar el peligroso camino que recorría el bosque.
—Ah, debe ser el ataúd —dijo ella, jovial—. ¿No lo sabía usted?
—¿El ataúd? No, no sabía nada. ¿Le ha disparado Edward a algún pobre desgraciado?
La señora Bale rió.
—Bueno, sí que le dispararon, pero hace mucho tiempo. Es lógico que usted no sepa nada.
—A ver si lo adivino… Por casualidad no se tratará de un coronel con una pierna ortopédica, ¿verdad?
La secretaria se quedó mirándolo con la boca abierta y luego soltó una carcajada.
—Pues ha acertado usted. ¿Cómo lo ha adivinado?
—La verdad es que oí a Lady Clarissa rogándole a Sir George que le dejara enterrar al tío Harold en la finca, y al caer en la cuenta de que ese coche negro era un coche fúnebre, he atado cabos.
—No sabía que hubiera conocido usted al tío. El pobre hombre no soportaba esa residencia donde lo metió la señora.
—Yo no lo conocí, pero sé bastante de él porque mi mujer es una chismosa de miedo. Y, además, una esnob. Le encantaban sus pequeños tête-à-tête con Lady Clarissa. Si no, ¿cómo cree que acabé yo aquí, tratando de inculcarle algún conocimiento a su hijo retrasado mental?
—Claro, ya lo entiendo. Deduzco que no le ha dicho a su mujer que ellos no tienen ningún título auténtico, ¿verdad?
—¡Madre mía, no! Si Eva se enterara de eso, seguro que querría comprarse uno. No se cansaría hasta conseguirlo.
—¿Ha regresado su mujer a Ipford?
—Qué va. Las cuatrillizas y ella se están gastando una fortuna en un hotel muy elegante que hay a la salida del pueblo. Al menos, eso se disponían a hacer cuando me han enviado de nuevo aquí para ver si me matan de un tiro.
La señora Bale arqueó las cejas.
—No parece usted muy satisfecho con ella. ¿Siempre lo mangonea tanto?
—Pues sí, desde que nacieron las niñas. Aunque no siempre obedezco sus órdenes. Bueno, voy a subir a mi habitación a reflexionar un poco. —Fue hacia la puerta y entonces se dio la vuelta—. ¿Está Lady Clarissa en casa? He decidido contarle la verdad sobre las posibilidades de Edward de entrar en una universidad.
—La última vez que la he visto iba hacia el cementerio familiar, supongo que a esperar a que llegara el ataúd.