Lady Clarissa se levantó de la cama sintiéndose ligeramente mejor tras un largo sueño inducido por el alcohol y se metió en el cuarto de baño, repasando mentalmente cómo muchos de sus problemas se estaban resolviendo solos. De hecho, si conseguía que George aceptara que enterraran al tío Harold en la finca, le quedarían muy pocas preocupaciones. Ahora que Henry Wilt le estaba dando clases particulares a Edward, estaba segura de que a su hijo lo admitirían en algún college de Cambridge. Y a juzgar por los ratos que había pasado con él desde su llegada, estaba convencida de que el profesor particular tenía interés por ella y, lo que era más importante, sería un buen amante. Al menos sería más interesante que el mecánico, un tipo poco imaginativo excepto cuando se trataba de motores de coches. Y según le había contado Wilt, por lo visto Eva estaba excesivamente obsesionada con sus hijas.
Clarissa no podía creer que los Wilt tuvieran una vida sexual satisfactoria como matrimonio. Tampoco creía que tuvieran mucho dinero. Se había fijado en cómo se le habían iluminado los ojos a la señora Wilt cuando le había dicho que su marido recibiría mil quinientas libras por semana, además de una bonificación si Edward conseguía entrar en Porterhouse. Económicamente hablando, la muerte del tío Harold la había beneficiado bastante: había pagado mucho más por hospedarse en el Black Bear los fines de semana de lo que le pagaba a Wilt por una semana de trabajo. Y no es que el dinero le importara mucho. Al fin y al cabo, se había casado con Gadsley por su riqueza, y la muerte de su primer marido la había dejado en una posición muy acomodada. Salió de la bañera, se secó y se vistió; estaba de un humor excelente.
* * *
No podía decirse lo mismo de Eva, que estaba de un humor de perros. Además de las crisis que había tenido que superar para ir y para volver del colegio, había tenido que pasar otra noche en un hotel. Pese a que las cuatrillizas habían prometido portarse muy bien y Eva se había asegurado de que el minibar de su habitación estuviera cerrado con llave, a primera hora de la mañana la despertaron unos chillidos espeluznantes. Tardó un rato en comprender de dónde provenían los gritos, y aún más en convencer a la pobre mujer que se había despertado y había encontrado a cuatro niñas reptando por el suelo de su dormitorio de que no llamara a la policía. Las niñas aseguraron que habían bajado para ver si encontraban algún libro para leer y que al subir se habían equivocado de habitación, pero eso no explicaba por qué Josephine llevaba puesto el maquillaje de aquella mujer y Penelope uno de sus collares.
Eva había pasado el resto de la noche tratando de dormir en una butaca de la habitación de sus hijas, y por la mañana había tenido que pagar la cuenta de la habitación de aquella mujer además de la suya. Media hora más tarde, cuando miró por el espejo retrovisor y vio que las niñas habían robado todas las toallas del hotel y dos almohadas, casi estuvo tentada de seguir su camino, pensando que al menos habían recuperado el dinero que se habían gastado, pero al final se lo pensó mejor y dio media vuelta.
Para colmo, tuvo que conducir por el camino de la mansión, deliberadamente tortuoso. Eva había olvidado por completo las instrucciones de Wilt de utilizar la entrada trasera, y había tomado el camino que conducía a la entrada principal. Había tomado muchos desvíos equivocados, y continuamente se había encontrado en caminos sin salida; había tenido que retroceder tantas veces que hasta las cuatrillizas se habían quedado calladas.
Cuando por fin cruzó el puente levadizo, les ordenó que se quedaran en el coche mientras ella iba a llamar al timbre. Suponía que Lady Clarissa iría a recibirla a la puerta principal, pero en su lugar salió un joven armado con una escopeta. El joven le preguntó qué quería en un tono que revelaba su convicción de que Eva había ido allí a venderles algo.
—Soy la señora Wilt. Nos han invitado.
—Nadie me ha dicho nada —replicó Edward—. Iré a buscar a la señora Bale. Ella debe estar al corriente. —Desapareció en la mansión, y al poco rato, tras contemplar con cierta alarma el agua del foso, Eva oyó pasos que se acercaban. Cuando levantó la vista, se alegró de ver a una mujer de aspecto sensato, si bien muy corpulenta. La señora Bale se presentó y se disculpó por no haber ido ella misma a abrir la puerta.
—Espero que Edward no haya sido grosero con usted —dijo observando a las cuatro niñas que esperaban en el coche.
—Ah, ¿ése era Edward? Creía que sería algo más joven. Bueno, la verdad es que no ha sido muy educado —dijo Eva—. Creo que ha pensado que venía a venderles algo.
—Él es así. Cree que todo el que llama a la puerta es un vendedor y que tiene que ahuyentarlo. En fin, venga conmigo a la cocina. Acabo de preparar el té.
—Gracias. Me vendrá muy bien una taza. Y quizá un poco de limonada o zumo de naranja para las niñas. Pero ¿Y mi marido? ¿Cómo es que no está con Edward? ¿Y Lady Clarissa?
—En la cama, me temo —respondió la señora Bale mientras recorrían el pasillo; las cuatrillizas las seguían, observando los retratos antiguos colgados en las paredes.
—¿En la cama? ¿Cómo es eso? ¿Con quién? ¿Qué ha pasado?
—Verá, a mí no me gustan los cotilleos, pero… pronto lo descubrirá usted misma. Demasiado alcohol, como de costumbre.
—¡Oh, no! ¡Qué vergüenza! No sé qué decir. Lo siento mucho. ¿Qué pensará Sir George?
—Bah, seguro que vocifera un poco, pero ya se le pasará. Pero no se sulfure. Estas cosas pasan. Sobre todo en esta casa.
—¡No puedo tolerarlo! ¡Esto no tiene perdón!
—No se disguste, por favor. No tiene ningún sentido. De hecho, creo haber oído ruidos hace un rato. Supongo que la señora se levantará en cualquier momento y que vendrá enseguida a verla.
—Pero ¡cómo! ¿Lady Clarissa también está en la cama? —dijo Eva, un tanto alarmada, preguntándose qué demonios estaba pasando—. ¿Han bebido mucho los dos? Ay, no me diga que están en la cama juntos, por favor… —De pronto se interrumpió y se dio cuenta de que las niñas escuchaban con gran interés.
—¿Cómo dice? Pues claro que Lady Clarissa está en la cama. ¿De quién creía que hablaba? Ah, ya entiendo. La señora está en la cama sola, por supuesto. Bueno, a menos que Sir George esté con ella, lo cual me extrañaría mucho.
—Qué estúpida soy —dijo Eva cuando entraron en la cocina; las niñas asintieron detrás de ella—. En fin, lo lamento por Lady Clarissa.
—Verá, es que acaba de perder a un pariente próximo. Su tío. Y se ha estado consolando con dry martinis y cosas por el estilo.
—Oh, cuánto lo siento. Debe estar haciendo el duelo.
La señora Bale asintió.
—Eso me temo. Un duelo inacabable. Le aseguro que no sé cómo se las ingenia para conservar la figura. Y el hígado, por cierto.
Llegados a ese punto, Eva abandonó y se puso a beber el té en silencio. Cuando terminó, la señora Bale dijo:
—Será mejor que le enseñe dónde van a alojarse sus hijas y usted. Creo que es una suerte que no se queden en la casa. Allí abajo se está más tranquilo, y he preparado la nevera y la cocina, aunque espero que esta noche cenen aquí conmigo. Su marido siempre lo hace. No le gusta el ambiente que hay en el comedor.
—Me alegro de oír eso —dijo Eva—. Pero si no está en la cama, ¿dónde está él? Porque no está en la cama, ¿verdad? —se apresuró a añadir—. Esperaba que viniera a recibirme.
—La última vez que lo he visto, iba caminando por el jardín, más allá del lago, y se estaba quitando la camisa. Supongo que habrá ido a darse un chapuzón.
Tras inspeccionar la casita de invitados, Eva se disculpó ante la señora Bale y fue con prisas hasta el lago, dejando que las niñas dieran un paseo por el bosque. No tardó en ver a Wilt, que leía tumbado en la hierba, y corrió hacia él muy agitada.
—¡Ay, Henry! —gimoteó—. Ha pasado algo terrible.
—Ya lo sé. Se ha muerto su tío.
—No, algo mucho peor que eso. Parece ser que van a expulsar a las niñas definitivamente de Saint Barnaby’s.
Wilt le lanzó una mirada asesina.
—Como te he dicho repetidamente, tarde o temprano tenía que pasar. Deberían haberse quedado en el Convento. Bueno, ahora ya no tengo ninguna obligación aquí.
—¿Y qué se supone que significa eso?
—Pues sencillamente que ya no tengo que perder el tiempo tratando de explicarle Historia Moderna de Europa a un inútil que apenas sabe leer y cuya única ambición es matar gente. Lo cual, curiosamente, parece ser también la ambición que su padrastro tiene para él.
—¡Pero qué egoísta eres! Acabamos de llegar, y las niñas esperan ansiosas sus vacaciones. Además, ¿y las mil quinientas libras semanales que te pagan? Tendríamos que devolverlas.
—Ah, no. He tenido la prudencia de no aceptar ningún pago hasta haberle echado un buen vistazo a ese adolescente tarado. Pero cuéntame, ¿por qué van a expulsar a las niñas? Eso me interesa más.
Eva se puso colorada.
—No tengo ganas de contártelo —masculló.
—Ya, pero yo quiero saberlo. Es más, insisto.
Eva seguía vacilando. Incluso a la directora le había dado demasiada vergüenza decírselo, y le había entregado otra carta en el momento de marcharse.
—Adelante —dijo Wilt, impaciente.
—Por ultraje contra la moral pública —susurró.
—No me extraña. Pero eso no lo han aprendido de mí ni de mi familia. Por lo que me has contado de esa tía tuya que trabajaba en un pub cerca de una base aérea americana, tengo la impresión de que esa mujer era una…
—¡Te prohíbo que hables de ella!
—Está bien. Entonces dime por qué ultrajes contra la moral pública van a expulsar a las cuatrillizas.
—No lo sé exactamente.
Eva seguía indecisa.
—Según la directora, tuvo algo que ver con un condón.
—¿Algo que ver con un condón? Sólo se me ocurre una cosa que pueda tener algo que ver con un condón, y espero que no fuera eso. ¿Te dijo ella qué?
—No quise preguntárselo. La mujer estaba muy enojada.
Del bosque llegó el ruido de un disparo.
—¿Qué demonios ha sido eso?
—Sólo es Edward, que está disparando por ahí.
—Pero ¿cómo? ¿Con munición de verdad?
—Pues claro. Llevo veinticuatro horas tratando de comunicarme contigo para impedir que vinieras aquí con las niñas, pero tu maldito teléfono no funcionaba. Ese chico está armado hasta los dientes, es un peligro, y vosotras deberíais marcharos de aquí cuanto antes. Si quieres que maten a las niñas (y, tal como están las cosas, no sería mala idea), sólo tienes que quedarte por aquí.
—No digas tonterías, Henry. ¿Pero se puede saber contra qué dispara? ¿Y cómo es que a un chico de su edad le permiten tener armas?
—Le permiten tener armas porque su padrastro es un descerebrado, igual que su hijastro. Y, respecto a la otra pregunta, le dispara a cualquier cosa que se mueva. Te lo digo por experiencia propia. Cuando volvía del pueblo lo vi en plena acción. Ni siquiera sabía contra qué había disparado. Le dijo a Sir George que era un ciervo, o quizá un jabalí.
—¿Un jabalí? ¿Pero esos bichos no son muy peligrosos?
—No son ni la mitad de peligrosos que Edward —contestó Wilt, poniéndose en pie. De pronto se oyeron una serie de disparos.
—¡Ay, Dios mío! ¿Cómo no nos ha avisado Lady Clarissa? —chilló Eva, atemorizada, y se agarró a su marido—. Las niñas han ido a jugar al bosque. ¿Cómo has podido permitir que pasara esto? —Se calló al oír unos fuertes gritos. Las cuatrillizas salieron del bosque y corrieron hacia donde estaban sus padres.
—¿Y yo qué sabía? Si me hubieran avisado de que ese hijo de puta chiflado iba por ahí disparándole a todo, no me habría acercado por aquí. —Tuvo que interrumpirse ante la llegada de las cuatrillizas.
—¡Mamá, alguien nos ha disparado! —gritó Emmeline, metiéndose entre sus padres.
—¡Entrad en la casita! —les ordenó Eva—. ¡Rápido!
Wilt y Eva corrieron tras las niñas.
—Y ahora empezad a hacer las maletas. No vamos a quedarnos aquí ni un minuto más.
—¡Pero si acabamos de deshacerlas!
—Bueno, pues así tendréis menos trabajo, ¿no?
Wilt sonrió para sí. Estaba encantado de largarse de allí.
—Nos vamos a casa. Conduciré yo, porque tú debes estar agotada.
—De eso, nada. Buscaremos un hotel bonito junto al mar y nos quedaremos aquí.
—¿Te das cuenta de que eso significa que las niñas tendrán que volver al Convento? Suponiendo, por supuesto, que la dirección no se entere de que iban a expulsarlas de otro centro por ultraje contra la moral pública, y, lo que es aún peor, por algo relacionado con condones. ¿Estás segura de que podemos pagar un hotel? —preguntó Wilt, animado, pese a todo, ante la perspectiva de perder de vista aquel manicomio.
—¿Qué estás insinuando? Yo no he dicho que tú vayas a dejar de darle clases a ese condenado. Sólo he dicho que las niñas y yo nos vamos. Tú te quedas aquí ganándote esas mil quinientas libras semanales.
—¡Estupendo! ¡Marchaos y dejadme aquí! —replicó Wilt con enojo—. Yo sólo soy el sostén económico de la familia. Y total, si me pegan un tiro, te convertirás en una viuda rica.
—Bueno, tienes un seguro del ayuntamiento. Así que supongo que me quedaría bastante apañada. Y, además, podría demandar a los Gadsley y sacarles una fortuna por daños y perjuicios.
—¡Vaya, muchas gracias! Creo que voy a buscar a ese capullo ahora mismo y a pedirle que me mate.
—¡Henry! ¡No digas tacos delante de las niñas!
—¡Que no diga tacos! En cambio, te parece normal hablar de asesinar a su padre delante de ellas, ¿no?
—Eso son meras especulaciones. La culpa la tienes tú por haber sacado el tema.
Wilt se quedó callado. Habría podido decir lo que pensaba: que Eva era la que le había hecho la pelota a Lady Clarissa y la que le había conseguido aquel empleo infernal, por llamarlo de alguna forma. De hecho, si las niñas o él resultaban heridos, la responsable sería Eva, pero de momento se reservaría su opinión y confiaría en que no pasara nada. Eva estaba de muy mal humor. Cuanto antes se marcharan ella y las niñas, mucho mejor.