19

Cuando el Bentley de Sir George pasó por delante de Wilt y empezó a cerrarse la verja, Wilt cruzó el patio por detrás del coche y entró en el garaje, donde permaneció un rato escondido. Lo único que tenía que hacer era llegar a la puerta trasera, y ya estaría a salvo dentro de la casa. Pero seguro que aquel viejo diablo se pondría hecho una fiera al enterarse de que faltaba una de sus escopetas, y debía de haber oído los disparos al llegar con su coche. Wilt se sacudió los pantalones lo mejor que pudo, subió los escalones que conducían a la cocina y salió al pasillo por donde se llegaba a la parte principal de la casa. Lo único que quería era llegar a su habitación y adecentarse un poco, pero para eso tenía que pasar por delante de la puerta del estudio. Bueno, no había más remedio. Echó a andar y encontró a Sir George plantado en el umbral con un vaso en la mano. Su actitud no habría podido ser más jovial.

—Pase y tómese un whisky. Juraría, por su aspecto, que lo necesita. Ha estado tratando de esquivar los disparos de Eddie, ¿verdad?

Wilt asintió y se dejó caer en la butaca más cercana.

—Podríamos expresarlo así, sí —confirmó. El juez de paz le sirvió un whisky escocés sin hielo y se lo ofreció; a continuación se sentó enfrente de Wilt—. ¿Le ha disparado al azar ese joven cabronazo?

—No, por suerte lo he visto antes de que él me viera a mí. Pero le ha dado a algo. A algo pesado, a juzgar por el ruido que ha hecho al caer —contestó Wilt, sorprendido de lo relajado que parecía Sir George pese a saber que su hijastro corría por la finca disparándole a cualquier cosa que viera moverse.

—Seguramente se habrá escapado algún ciervo o algún jabalí de una granja cercana donde los crían. De vez en cuando se cuela alguno en el bosque. Pero, bueno, por algo se empieza. La próxima vez, con un poco de suerte, le dará a un ser humano. —Sir George sonrió pensando en esa posibilidad y le guiñó un ojo a Wilt, que en ese momento estaba dando un sorbo de whisky y se atragantó—. Si quiere que le dé un consejo —continuó Sir George, y cogió la licorera—, quédese en la casa cuando el pequeño Eddie salga a deambular por ahí. Aunque pronto se le van a acabar los paseos, porque el día menos pensado va a matar a alguien. —Y pese a las protestas de Wilt, que no quería más whisky, Sir George le llenó el vaso casi hasta el borde y luego volvió a llenar el suyo—. Verá, le he puesto una tentación irresistible en el camino dejando el armero abierto. ¡Salud!

Hizo una pausa y luego empezó a explicarse:

—La idea me la dio usted cuando se marchó corriendo y dejó el armero abierto. Si ese bruto dispara y mata a algún pobre desgraciado, será un placer para mí detenerlo y enviarlo a que lo procesen. Con suerte, al Old Bailey, el Tribunal Penal Central.

Volvió a coger la licorera. Wilt sacudió la cabeza, sin dar crédito a lo que estaba oyendo.

—Como usted quiera. Bien, como le iba diciendo, nunca he aprobado el sistema judicial moderno. Cuando mi padre era juez de paz, colgaban a los asesinos por el cuello hasta que morían. Vale, abolieron la pena de muerte, y eso me parece correcto, porque de vez en cuando descubrían que un pobre diablo era inocente cuando ya era demasiado tarde. Entonces sustituyeron la pena de muerte por la cadena perpetua, que resultaba mucho mejor por tres razones. La primera era que ya no había ninguna posibilidad de que condenaran a un inocente a la horca. La segunda, que una cadena perpetua significaba, en teoría, el encarcelamiento hasta el momento de la muerte, con trabajos forzados incluidos. Trabajo del duro, como partir rocas y picar canteras. Eso no le hacía ningún daño a nadie, se lo aseguro. Y la tercera, que es la mejor de todas, ¡porque la horca era demasiado rápida, maldita sea! En cambio, los tipos que pasaban el resto de sus días en la cárcel tenían mucho, muchísimo tiempo para arrepentirse de sus crímenes.

»Las cosas no se torcieron hasta que llegó esa pandilla de remilgados. ¿Qué significa hoy en día “perpetua”? Nada. La mayoría de las veces sólo son doce o quince años, y con eso que llaman buen comportamiento, esos canallas pueden estar en la calle después de ocho años o incluso menos, y ésa es la causa principal de que haya tantos asesinos sueltos.

Volvió a coger la licorera. Wilt aprovechó el silencio momentáneo para pensar algo que responder a aquella diatriba, pero Sir George todavía no había terminado.

—Respecto a este maldito gobierno… Se gastan millones en cosas como submarinos y en hacer una guerra que no tiene nada que ver con nosotros, pero en cambio no tienen dinero para construir suficientes prisiones. Este país se ha venido abajo. Dan ganas de perderse en una isla desierta.

Sir George fue tambaleándose hasta su escritorio y se puso a mirar unos documentos. Wilt no tenía ninguna intención de provocar otro arrebato. Oyó a Lady Clarissa y a la señora Bale hablando en la cocina. Salió de puntillas del estudio y subió la escalera, pero prescindió de la dudosa seguridad de su dormitorio y prefirió encerrarse en el cuarto de baño que había enfrente. No le apetecía seguir hablando con la señora de las probabilidades de que Edward entrara en Cambridge. Eran nulas, evidentemente. Tenía tantas posibilidades de aprobar el examen de acceso como de volar. De hecho, era increíble que pudiera escribir siquiera su nombre. Wilt echó el cerrojo de la puerta y apagó la luz por si Lady Clarissa subía a buscarlo.

No le había gustado nada el comentario de la señora Bale de que su anfitriona estaba «en celo». Bueno, en realidad lo incomodaba toda la situación en general. En cuanto Edward hubiera guardado la escopeta en el armero, Wilt tenía intención de averiguar qué quería hacer realmente aquel condenado muchacho. Por otra parte, se alegraba de haberse llevado aquellos vídeos sobre Verdún y la batalla del Somme. Quizá con ellos consiguiera atraer la atención del chico a corto plazo, pues la masacre sistemática seguramente le interesaría. Y, sobre todo, Lady Clarissa tendría la impresión de que el gilipollas de su hijo estaba recibiendo clases particulares.

Wilt esperó media hora y, sin hacer ruido, bajó por la escalera trasera hasta la cocina. Tras comprobar que la señora Bale estaba sola, le preguntó en un susurro dónde estaba Lady Clarissa, y se enteró de que se estaba atiborrando de dry martinis en su habitación.

—Aquí tiene la cena —dijo el ama de llaves, y le puso delante un plato de pollo frío y ensalada—. A la señora le llevaré la suya cuando grite. Está de mal humor porque su novio, el del garaje, todavía tiene la gripe, aunque seguramente eso será sólo una excusa, todo el mundo sabe que está harto de follar a todas horas y de no poder beber, los fines de semana, porque tiene que llevarla con el coche. A mí no me gustan los cotilleos. Y aunque la señora, en el fondo, se alegra de que su tío haya muerto, creo que también se siente un poco culpable. Estoy convencida de que se quedará dormida sin haber cenado nada.

—Lo que pasa es que es alcohólica —comentó Wilt.

La señora Bale sonrió.

—Y ninfómana. ¡Por eso le ha echado el ojo! Ya le dije yo que estaba en celo. Verá, el viejo no puede ayudarla en ese sentido, porque la encuentra demasiado delgada, y además él también bebe como un cosaco. Y come unas porquerías espantosas. Él jamás se comería nada como eso a menos que el pollo estuviera relleno de algo y fuera acompañado de patatas fritas en grasa de cerdo.

—Qué horror. Pues mire, será mejor que la señora no intente nada conmigo. —Wilt consideró oportuno no mencionar a la señora Bale el encuentro que ya había tenido con Lady Clarissa—. Eva, mi mujer, la mataría. Ya me ha avisado de que no quiere ni oír hablar de «juegos sucios». Lo que todavía no me explico es por qué sigue usted aquí.

—Como ya le dije, desde que murió mi marido apenas tengo ingresos. Lo único bueno que puedo decir de los Gadsley es que, como son ricos, me pagan bien. Por eso aguanto su mala educación. Además, y pese a todo, le tengo cierto cariño a la señora. Quizá sea por cómo murió su primer marido…, o, mejor dicho, por cómo murió el mío. Lleva una vida muy triste, créame.

—Estoy deseando hablar con Eva para decirle que no venga a esta casa de locos, pero no quiero que me oiga ninguno de los dos.

—Entonces, ¿por qué no usa el teléfono del cuarto de baño privado de Sir George? Si quiere, puedo abrírselo y vigilar por si viene alguien.

Pese a sus recelos, Wilt aceptó la proposición de la señora Bale.

Después de cenar, se encerró en el cuarto de baño privado de Sir George, que estaba equipado con un teléfono y un ordenador, tal como le habían prometido, y también con un gran archivador cerrado con candado. Wilt vio, horrorizado, que las paredes estaban forradas con dibujos obscenos de mujeres obesas haciendo cosas que no quiso ni imaginar. Pensó que iba a resultarle difícil hablar con Eva desde allí, rodeado de unos dibujos tan espeluznantes. Pero se preocupaba en vano, porque, una vez más, Eva no contestó el teléfono.

Salió del cuarto de baño y le dio las gracias a la señora Bale con un ademán. Se dirigió al recibidor y abrió la puerta principal; se quedó de pie en el puente levadizo y contempló, pensativo, la capa de verdín de la superficie del foso. ¿Dónde demonios se había metido su mujer? Estaba anocheciendo; seguro que ya había recogido a las cuatrillizas.

Decidió esperar en los escalones de la puerta a que volviera Edward. Quería hacerle una pregunta muy importante. Al poco rato vio al chico cruzar el jardín, balanceando con descuido la escopeta que llevaba en una mano, y con la otra metida en el bolsillo trasero del pantalón. Wilt empezó a retroceder con cautela hacia el interior de la casa.

—Tranquilo, no pasa nada. Este cacharro no tiene recámara y me he quedado sin munición. Le he dado a un jabalí o algo parecido, pero no lo he matado. No he podido verle la cabeza. Pero lo he abatido, eso seguro. Creo que le he dado en una pata.

Wilt salió de nuevo al puente levadizo.

—¿Por qué no dejas esa sucia escopeta en el armero? Si tu padre te encuentra con ella, se va a armar la gorda. Además, quiero preguntarte una cosa.

—¿Qué pasa, le dan miedo las armas? Además, no está sucia. Siempre las limpio antes de devolverlas a su sitio.

Edward entró en la casa —Wilt supuso que había ido al estudio—, y cuando regresó, todavía iba balanceando la escopeta junto al costado.

—¿Qué quería preguntarme?

—Esto, sencillamente: ¿quieres ir a la universidad? Porque si quieres…

—Claro que no. Eso ha sido idea de mi madre. Ya lo pasé bastante mal en el colegio, salvo por el deporte. Boxeaba bastante bien hasta que me prohibieron hacerlo porque decían que me pasaba con los pequeños. No, para mí la universidad es el infierno. Ya sé que ella se pasa el día gimoteando por eso, pero nunca conseguiré entrar.

Wilt dio un suspiro de alivio.

—Al menos eres sincero —dijo—. Entonces, ¿a ti qué te gustaría hacer para ganarte la vida?

—Entrar en el ejército. Al fin y al cabo, tengo buena puntería, y supongo que los Comandos me aceptarán. He estado practicando el rappel, y la natación contracorriente en el río Teme a su paso por Ludlow. También hago carreras de fondo. No me interesa entrar en un regimiento de esos finos; a mí me interesa la acción de verdad. Y matar a gente.

Wilt tiró la toalla. Si Edward quería ser soldado en algún regimiento, no iba a ser fácil impedírselo, aunque daba la impresión de que sus motivos merecían ser examinados minuciosamente. Sin embargo, teniendo en cuenta lo que Lady Clarissa iba a pagar para que le dieran clases particulares, al menos él tenía que aparentar que se ganaba el sueldo. Wilt informó al chico de que tener aprobados un par de exámenes de acceso a la universidad quizá le ayudara a asegurarse una plaza en la unidad de Comandos. La verdad era que no estaba muy seguro de qué requisitos pedían los Comandos. Lo único que le importaba era conseguir interesar lo suficiente a Edward para que dieran algunas clases. Tenían que hacer ambos lo que fuera para aguantar unas semanas, y así Eva podría hacer sus vacaciones con las cuatrillizas y Wilt podría ganar unas cuantas libras para ir tirando hasta que se le ocurriera la forma de seguir pagando los costes del colegio.

—Vale —dijo—, vamos a ver qué temas te interesan, y así podré preparar un programa diario de trabajo.

—¿Cómo? ¿Ahora?

—Sí, ahora —contestó Wilt con firmeza—. Antes de que vuelvas a desaparecer. Pero, primero, baja esa escopeta, por favor. Aunque no esté cargada.

Edward se sentó junto a un pequeño escritorio, pero dejó la escopeta a su lado y no quitó el dedo del gatillo. De vez en cuando seguía apretándolo, y cada vez que oía el clic, Wilt daba un respingo.

—¿Qué sabes de la guerra de las Malvinas? ¿Y de la guerra del Golfo?

—Eh, que yo veo la tele.

—¿Y de la Segunda Guerra Mundial?

—De ésa sé mucho. Era Alemania contra Inglaterra, y murieron muchos judíos, quizá dos millones —declaró Edward, orgulloso de poder presentar semejante estadística.

—Bueno, en realidad en la guerra murieron más de seis millones de judíos, y a medida que avanzaba, casi todos los países importantes del mundo se aliaron con Gran Bretaña contra Alemania —lo corrigió Wilt, disimulando su desesperación. ¿Cómo demonios iba a meterle algún conocimiento en el cerebro a aquel mocoso homicida, y cómo iba a poder convencer a Lady Clarissa de que se había ganado el sueldo? Probó con otra táctica—. ¿Por qué no hacemos otra cosa, Edward? ¿Por qué no me cuentas tú lo que crees que sabes?

—Sé mucho de Bravo Dos-Cero.

—¿Bravo Veinte? —Wilt frunció el entrecejo. Nunca había oído hablar de ese conflicto.

—¿Bravo Veinte? —preguntó Edward, extrañado—. Eso no me suena de nada… Yo sólo sé de Bravo Cero Dos. ¿O era Cero Bravo Dos? Da igual, pero demuestra lo anticuado que está usted. Entre nosotros dos hay una brecha generacional. ¿Por qué no se pone al día y luego volvemos a charlar? Entretanto, practicaré un poco más mi puntería. Es incluso mejor hacerlo por la noche, cuando no se ve nada. ¡Hasta luego!

Y Edward se marchó silbando, con la escopeta apoyada en un hombro.

Wilt sacudió la cabeza con pesimismo. Tenía la impresión de que su alumno se había aprovechado de él, y con mucho descaro. Pero, bueno, de todas formas, era un caso totalmente perdido. Lo único que tenía que hacer Wilt era pasar unas horas con el chico, dejar que lo vieran ganándose el sustento. No había ninguna posibilidad de que volviera a visitar aquella casa. Y, en cuanto a Bravo Veinte, ni siquiera pensaba tomarse la molestia de averiguar qué era. Seguro que Edward lo había soñado después de leer alguna revista bélica.

* * *

Eva también lo estaba pasando mal, aunque esta vez no se había perdido. Ni se había quedado sin gasolina. Pero para evitar que la aplastara un camión enorme que circulaba a mucha más velocidad de la permitida al tomar una curva cerrada por el carril contrario de la calzada, había tenido que apartarse hacia el arcén, había subido por un terraplén, había atravesado un seto y había pasado por encima de una zanja, yendo a parar a un campo de trigo, donde el coche no podía verse desde la carretera. Las cuatrillizas se habían puesto a chillar, asustadas, y se habían comportado como si aquello fuera el fin del mundo, pero nadie había resultado herido.

Mientras trataba de no hacer caso de los tacos y los chillidos de sus hijas, Eva había intentado poner el coche en marcha, pero sin éxito. Metió la mano en el bolso para coger su teléfono móvil, y cuando por fin lo encontró, debajo del asiento trasero, descubrió que no funcionaba. Las niñas se habían pasado todo el viaje enviando mensajes —era un misterio a quién, porque al parecer no tenían ni un solo amigo— y en consecuencia, la batería estaba completamente agotada.

Haciendo caso omiso de las protestas de las cuatrillizas, las cuales aseguraban que si les permitieran tener sus propios teléfonos móviles sabrían calcular mejor la duración de la batería, Eva las obligó a salir del coche y las hizo seguirla hasta la carretera; se coló por la brecha que el coche había abierto en el seto y se quedó esperando a que pasara alguien y la ayudara. Por desgracia, no era una carretera muy transitada. Pasada media hora, apareció el primer coche, que pasó de largo sin verlas: una hazaña que a Eva le costaba creer, dado que para entonces las niñas se divertían tomando el sol en topless en el arcén, pese a las súplicas de su madre de que se taparan. El segundo coche que pasó lo conducía un hombre mayor que iba muy concentrado en la curva cerrada que tenía delante, aunque sí se mostró un poco impresionado ante la visión de tanta carne expuesta y, al final, estuvo a punto de estrellarse. Para cuando las niñas se habían vestido, entre protestas de que con-una-madre-tan-mojigata-jamás-conseguirían-un-bronceado-decente, y de que ellas-nunca-habían-pedido-que-las-llevaran-a-una-mansión-de-mierda-en-el-culo-del-mundo, habían pasado dos coches deportivos descapotables a toda velocidad, evidentemente haciendo carreras entre ellos. Por último, tras otra hora de espera, llegó un Mini y el conductor se detuvo. Pero al ver a las cuatrillizas, declaró que no cabían todas en el asiento trasero de un coche tan pequeño; sacudió la cabeza y siguió su camino.

—Tendremos que ir andando hasta una cabina telefónica —anunció Eva a las cuatrillizas, que, cansadas de esperar de pie, se habían tumbado en el arcén, aunque afortunadamente esta vez completamente vestidas.

Se levantaron de mala gana y echaron a andar, arrastrando los pies y caminando tan despacio que al final Eva recurrió al chantaje y prometió comprarles un teléfono móvil —eso sí, con servicio de prepago— para las cuatro con la condición de que se dieran un poco de prisa.

Un kilómetro más allá encontraron por fin a un hombre que cortaba las ortigas del arcén opuesto con una hoz. Eva cruzó la calzada y le preguntó a qué distancia estaba el siguiente pueblo.

—Calculo que a unos diez kilómetros —respondió él—. Quizá un poco más. ¿Son senderistas?

—No, nuestro coche está en un campo de trigo porque un camión enorme tomó una curva por el lado contrario de la calzada y…

—Ya he visto a ese salvaje. Cualquier día va a matar a alguien. Deberían retirarle el carnet. El muy capullo iba a más de cien, seguro.

—Casi nos mata —dijo Eva con amargura—. ¿Hay por aquí cerca algún sitio desde donde pueda llamar a un taller? ¿Una granja o una cabina telefónica?

El hombre negó con la cabeza.

—Por aquí cerca no. ¿A quién se le ocurriría vivir en un lugar tan apartado? Esto está en el quinto pino. Bueno, sí, antes había una cabina telefónica, pero la quitaron hace mucho tiempo. A tres kilómetros en la dirección por donde han venido ustedes hay una granja, pero la señora Wornsley tuvo un bebé hace tres días y todavía no ha vuelto del hospital de Fenscombe. Y su marido ha ido a verla. —Eva miró alrededor y contempló una llanura de campos de trigo que se extendía hasta donde alcanzaba la vista. Todo el paisaje era llano; sólo los árboles que bordeaban la carretera rompían la monotonía. A la derecha vio la torre de una iglesia y algo que parecían tejados, pero todo eso quedaba muy lejos. Se volvió hacia el hombre, que seguía cortando ortigas.

—¿Y usted cómo ha llegado hasta aquí? —le preguntó.

—Bueno, yo trabajo aquí y vivo en una casita junto a la de los Wornsley. Soy su porquero. El señor Wornsley me lleva al pueblo una vez por semana para que compre mis provisiones. Y también tengo una bicicleta.

Entonces se interrumpió y miró hacia la carretera. Un tractor con un remolque detrás se acercaba por la curva. El hombre cruzó la calzada y paró el tractor sin necesidad de ningún alboroto.

—¡Hola, Sam! Eres precisamente la persona que necesito. Ese loco que conduce como si hiciera carreras ha sacado de la carretera a esta mujer. Ya sabes, el desgraciado ése del camión enorme. El coche de la señora ha ido a parar al campo de Volly y no puede sacarlo de allí. Tú vas hacia allí; sé bueno y llévalas a ella y a sus cuatro hijas, ésas que están ahí y que son tan igualitas. A ver si puedes sacarles el coche del campo. —Se acercó un poco más al conductor del tractor y, en voz baja para que no lo oyera Eva, añadió—: Seguro que te recompensará.

—De acuerdo, no hay ningún problema. ¿Se ha metido en el trigo, señora? Diga a sus hijas que suban al remolque. Le advierto que al viejo Volly no le haría ninguna gracia ver que le han estropeado el trigo. Es un viejo cascarrabias.

Veinte minutos más tarde, con ayuda del grueso cable de remolque del conductor del tractor, habían conseguido arrastrar el viejo Ford de los Wilt a través del seto hasta la calzada, un poco arañado pero sin grandes desperfectos. Al principio, el motor seguía sin querer encenderse, pero después de que Sam abriera el capó y husmeara dentro, tosió un poco.

—Será mejor que las baje hasta el taller de Jim Bodle para que le eche un vistazo al coche —dijo Sam—. Es un manitas con los motores. Yo, en cambio, no.

Las cuatrillizas volvieron a subir al remolque y el tractor arrancó remolcando el Ford. Cuando ya habían recorrido unos kilómetros, Sam se metió en el patio delantero de un garaje. Un hombre vestido con un mono azul salió del taller mientras las cuatrillizas desaparecían en la tiendecita que había al lado.

—¿Qué pasa? —preguntó el mecánico.

—No lo sé. El motor no se enciende. No hacía el más mínimo ruido hasta que lo he toqueteado un poco, pero sigue sin arrancar. Se ha metido en el campo de trigo de Volly, pero yo no veo nada que le impida ponerse en marcha.

—¿Y qué hacía en medio de un campo de trigo?

Entonces intervino Eva:

—He virado bruscamente para evitar que me mataran —dijo—. Un camión enorme tomó la curva por el carril contrario, e iba a toda velocidad, así que me salí de la carretera y atravesé el seto, y este hombre tan amable ha venido con su tractor y ha remolcado el coche. —Mientras hablaba, el hombre llamado Jim abrió el capó del Ford y escudriñó en el interior.

—Aquí está todo en orden. Quizá el daño esté debajo. —Revisó los bajos del vehículo con una linterna. Cuando se levantó del suelo, estaba sonriendo—. La próxima vez que saques un coche de un campo, Sam, engánchalo por delante en lugar de abrir un surco con él como si fuera un arado remolcándolo por detrás. El tubo de escape se ha llenado de tierra y paja. Esto lo arreglo yo en un momento.

Eva fue a buscar a las cuatrillizas. Veinte minutos más tarde, después de pagar diversos desperfectos en la tienda y de devolver casi todos los artículos que las niñas habían escondido entre su ropa, se pusieron de nuevo en camino, y Sam y Jim habían recibido veinte libras cada uno. No así el tendero, que tuvo que cerrar durante el resto del día para recuperarse del suplicio que había tenido que soportar. Cuando el coche arrancó, vio a las cuatrillizas riéndose en el asiento trasero del coche. Las niñas habían aprendido otra manera de dejar un vehículo fuera de combate temporalmente, y ya se habían retrasado tanto que iban a verse obligadas a pasar la noche en algún sitio. Aquellas vacaciones estaban superando sus expectativas, y desde luego eran muchísimo mejores que las aburridas vacaciones de todos los años en Lake District.