18

En Ipford, Eva se preparaba para ir a Sussex a recoger a las cuatrillizas. Esa mañana había llegado la carta de la directora con el aviso de que las tarifas del colegio iban a aumentar una vez más. Esa noticia había alarmado tanto a Eva que hasta había estado a punto de llamar a Sandystones Hall para preguntar si podía hablar con su marido. Al final había decidido no llamar, porque él diría que la culpa la tenía ella por sacar a las niñas del Convento, y que con las mil quinientas libras semanales que él estaba ganando apenas iban a poder cubrir los costes de una sola hija, y ya no digamos los de las cuatro.

Por el fondo de su mente también revoloteaba un recuerdo de cómo había mirado Lady Clarissa a Wilt durante la comida. A Eva aquellas miradas no le habían gustado nada. Parecía evidente que la señora había encontrado sexualmente atractivo a su marido. Si así era, cuanto antes llegaran Eva y las cuatrillizas a la mansión, mucho mejor. Había advertido a Henry que no quería juegos sucios, y lo había dicho en serio.

Y no es que él fuera muy aficionado al «trato carnal»; ni siquiera le gustaba esa expresión. Afirmaba que era una abominación y se empeñaba en referirse a la corrección política como «la destrucción del idioma inglés». Pasaba lo mismo con la palabra «gay», que Wilt se negaba a utilizar. O sea, que estaba decidido a ser anticuado y a hacer pasar vergüenza a Eva. Ella intentaba contraatacar, pero muchas veces se le había escapado la palabra «sexo» en lugar de «trato carnal» cuando hablaba demasiado deprisa. El caso es que Wilt no era aficionado a aquello, lo llamaran como lo llamaran. Si Lady Clarissa intentaba seducirlo, o comoquiera que fuera la expresión políticamente correcta, se iba a llevar un buen chasco. Seguro que Wilt huía despavorido.

Además tenía que contar con la presencia de Sir George —aunque ¿qué le había contado Wilt? ¿Que ése no era su nombre real?—, quien, según Lady Clarissa, tenía muy mal genio. Seguro que él pondría fin rápidamente a los juegos sucios. Y además, por supuesto, Wilt estaba ganando mucho dinero extra, además de su sueldo de la universidad, y las cuatrillizas y ella, de paso, iban a disfrutar de unas vacaciones gratis en la playa. Eso también les ayudaría a ahorrar. Mucho más animada, Eva terminó de hacer las maletas y las llevó al coche, se tomó una taza de té y preparó unos bocadillos para el camino. Luego, ya de mejor humor, partió hacia el colegio. Pensándolo bien, iba a tener que darse prisa si quería llegar a tiempo a Saint Barnaby’s.

Mientras conducía, trató de decidir qué iba a decirle a la directora para disuadirla de echar a las niñas del colegio. Iba tan absorta en esos pensamientos y en no sobrepasar el límite de velocidad que hasta que llegó a Hailsham no se dio cuenta de que se había equivocado de carretera ni de que se estaba quedando sin gasolina. Paró en una estación de servicio, llenó el depósito y, después de pagar, preguntó al empleado cómo llegar a East Whyland.

—Se ha desviado usted mucho de ese pueblo. Está prácticamente en Kent.

—¿A qué distancia de aquí?

—A unos sesenta kilómetros, pero por carreteras secundarias. Lo mejor que puede hacer es volver a Heathfield y allí tomar la A265 hacia Burwash. Una vez allí, vuelva a preguntar.

El empleado se volvió hacia el siguiente cliente, mascullando: «La gente que no tiene ningún sentido de la orientación no debería circular por las carreteras. O al menos debería tener el sentido común de llevar un GPS».

Era evidente que no conocía a Henry, quien prefería buscar el camino mediante la alineación de las estrellas en el cielo nocturno que gastarse un montón de dinero en una caja de trucos electrónicos cuando un mapa de carreteras funcionaba igual de bien. Aunque a Eva se le daban fatal los mapas.

Avergonzada, se sentó en el coche y se puso a estudiar el mapa. Seguía sin poder localizar East Whyland. El siguiente problema con el que se encontró fue que tuvo que dar media vuelta para volver a Heathfield, y había una cola de coches que le impedía cruzar hasta el carril opuesto. Transcurrida media hora lo consiguió gracias a un hombre educado que la dejó pasar. De todas formas, entonces Eva quedó una hora más atrapada en el atasco, y no llegó a Heathfield hasta las seis. Torció a la derecha y tomó la A265.

Cuando llegó a Burwash, Eva empezaba a lamentar no haber escuchado a Wilt todas las veces que él había intentado enseñarle a interpretar un mapa, pero de eso hacía muchos años, cuando estaban recién casados y Eva estaba enamorada de su marido. «¿Para qué quiero saber interpretar un mapa? —le decía entonces—. ¿Cómo voy a perderme si no sé conducir?». Y cuando finalmente aprobó los exámenes y se sacó el carnet, Wilt estaba tan exasperado con ella que habría sido mucho más probable que se hubiera dedicado a enseñarle a perderse que a no perderse.

Pues bien, Eva se había perdido. La última vez que había ido al colegio de las niñas, conducía Wilt, y ella iba tan entretenida diciendo a las niñas que dejaran de pelearse en la parte de atrás que no se había fijado en el camino. Paró en el arcén de la carretera y estaba estudiando el mapa sin grandes esperanzas cuando una mujer salió de una casa cercana y caminó hacia ella. Eva salió del coche y lo rodeó.

—Perdone, ¿podría ayudarme? —dijo cuando llegó junto a ella—. Voy al colegio Saint Barnaby’s para señoritas, pero me he perdido. Está en East Whyland.

—¿East Whyland? Nunca lo había oído nombrar. Es que yo no vivo aquí. Soy de Essex. He venido a visitar a mi sobrina, y ella sólo lleva un mes viviendo aquí, así que tampoco servirá de nada preguntárselo. Lamento no poder ayudarla.

La mujer se marchó; Eva volvió a consultar el mapa y maldijo al empleado de la estación de servicio de Hailsham. La única solución que se le ocurría era buscar un hotel en Heathfield, y no le importaba que le costara más que un bed and breakfast, porque estaba harta de dar vueltas y muerta de cansancio. Y, para colmo, tenía un hambre voraz. Pasaría la noche allí después de llamar por teléfono a Saint Barnaby’s para decirle a la directora que se le había pinchado una rueda y que no llegaría hasta el día siguiente. Si encontraba un hotel agradable, podría cenar como es debido y tomarse una copa de vino decente. Con el dinero que estaba ganando Wilt, bien podían permitirse ese lujo.

A la mañana siguiente, provista de unas instrucciones que el portero del hotel había anotado concienzudamente, Eva encontró el colegio y pasó una hora discutiendo enconadamente con la directora, quien le exigió que se llevara inmediatamente a las cuatrillizas de su centro y se planteara seriamente buscar una alternativa.

—¿Qué han hecho esta vez? —preguntó Eva, furiosa.

—¿Que qué han hecho? Mire, permítame decirle que, a menos que se las lleve ahora mismo de aquí, es muy probable que acaben demandándola por los daños infligidos por sus hijas en los vehículos del profesorado y en los edificios del colegio. Si todavía no he llamado a la policía ha sido únicamente porque no quería que las detuvieran aquí, puesto que tengo que velar por la reputación del colegio. Lo único que le digo es que será mejor que tenga usted en cuenta los costes legales si algún miembro del profesorado acaba llevándola a juicio. Hasta ahora he conseguido disuadirlos de que lo hicieran, pero si sus hijas no se van de aquí enseguida, quizá cambien de opinión. Una de mis mejores profesoras ya ha dimitido por culpa de sus hijas. Acabó en el hospital como consecuencia de no sé qué chapuza que le hicieron en el coche. Espero haber expuesto claramente la situación.

Eva dijo que sí y salió del despacho de la directora convenientemente escarmentada. Recogió a las cuatrillizas de la enfermería, donde las habían recluido. Ya empezaba a temer el viaje de regreso.

* * *

Al día siguiente, Sir George parecía estar de un humor ligeramente más afable.

—¿Dónde se ha metido ese hijo tuyo? —preguntó a su mujer durante el desayuno.

—¿Para qué lo preguntas? Apartándose de tu camino, supongo. Me he propuesto que no veas mucho a Edward, por no decir nada. Va a pasar la mayor parte del tiempo estudiando con Henry.

—¿Con quién? Si te refieres a Wilt, te agradecería que lo llamaras por su apellido, y no por su nombre de pila. Al fin y al cabo, no es más que un sirviente culto. Yo no voy por ahí llamando a mi secretaria Doris o comoquiera que se llame. La llamo señora Bale. Ahora que lo pienso, puedes llamarlo señor Wilt.

Clarissa le lanzó una mirada cargada de veneno.

—Lo llamaré como me apetezca —le espetó—. Todavía estoy esperando que te disculpes.

—¿Que me disculpe? ¿Por qué, si puede saberse?

—Por ser tan desagradable conmigo respecto a mi tío. Sigo sin entender por qué los miembros de mi familia no pueden ser enterrados aquí. Soy tu mujer, ¿no?

—Así es, desgraciadamente. Pero dejarás de serlo si sigues por ese camino.

Permanecieron en silencio; sólo se oía a Sir George masticando la tostada quemada que había untado con montones de mantequilla.

—Qué modales tan lamentables —comentó Clarissa—. Menos mal que no está el profesor particular de Edward y no puede oírte. Por cierto, ¿dónde está?

—En la cocina, por supuesto. Allí es donde come la señora Bale.

—En ese caso, desayunaré en mi habitación para que puedas hacer el cerdo a tus anchas. Al fin y al cabo, a mí también me tratas como a una sirvienta.

Se levantó de la silla y se dirigió hacia la puerta. Detrás de ella, Sir George masculló:

—Adiós y buen viaje. Por mí, te puedes ir a desayunar al cubo de la basura.

Lady Clarissa se volvió hacia él y dijo:

—Si hay en esta casa alguna basura, es eso que te estás comiendo. Tiene una pinta lo bastante mortal para hacerte acabar en la morgue. ¡Ése sí que sería un buen final para ti! —Y se marchó dando un portazo.

Sir George fue al aparador y se sirvió otra ración de grasiento beicon del calientaplatos. Las únicas nubes que veía en el horizonte eran las de los familiares de Clarissa. Por nada del mundo iba a permitir que enterraran a aquel viejo insoportable en los terrenos de la familia Gadsley. Y en cuanto al retrasado del hijo de su mujer… Si alguien había robado las llaves del armero tenía que ser Edward. Menudo imbécil. A Wilt iba a costarle lo suyo meter a aquel patán en Cambridge. Bueno, Sir George no pensaba tener al chico molestando en la mansión mucho más tiempo, eso seguro. Estaba decidido a hacerle la vida imposible al pequeño Eddie para que se mantuviera alejado de su padrastro o, mejor aún, para que se buscara un empleo y se marchara de una vez por todas de la mansión. Pero ¿quién iba a ofrecerle un empleo? Sir George analizó el problema y llegó a la conclusión de que su hijastro quizá pudiera trabajar vaciando cubos de basura. Estaba riéndose por lo bajo de esa idea cuando la señora Bale entró en la habitación y le recordó que tenía que ver un caso al cabo de veinte minutos.

—¿Cuál es la acusación? —preguntó.

—La del taxista al que unos borrachos se negaron a pagar y dieron una paliza después de que los llevara a su pueblo.

—Ah, ya sé. Lo multaré por alteración del orden público.

—¿Multar al taxista? ¿Por qué no multa a los gamberros borrachos? Al fin y al cabo, fueron ellos quienes empezaron.

—Usted no entiende la patética debilidad del sistema legal del siglo XXI. No hay suficientes cárceles, y no nos dejan utilizar las celdas policiales como cárceles porque cuestan demasiado dinero. Es mucho mejor y más económico enseñar al taxista a que, en adelante, no permita que los borrachos suban. Cuando vea que lo condeno no protestará: se considerará afortunado por no haber acabado en prisión. Debería conocer usted a los otros miembros de la judicatura. ¡Son más blandos que un higo! En fin, tráigame la chaqueta, por favor.

La señora Bale dio un suspiro y salió de la habitación preguntándose por qué trabajaba de secretaria de Sir George. Su difunto esposo solía citar una máxima: «Los jueces son gilipollas»; pero si había que juzgarlos tomando como ejemplo a Sir George, eran mucho peores: estaban locos de remate. Cogió su gabardina y esperó a que Sir George bajara al garaje. Como siempre, pulsó los botones y le abrió las puertas automáticas.

* * *

Lady Clarissa y Wilt estaban en la casita de invitados. Esa mañana, Wilt había pasado tres horas intentando enseñarle a Edward los conceptos básicos de la historia europea del siglo XX, pero había comprobado que el chico era tan corto y lerdo como él temía. La única contribución que había hecho a la clase de la mañana había sido establecer una absurda conexión entre la Primera Guerra Mundial y el polaco que limpiaba las ventanas de la mansión, y al ver que no regresaba después de una interrupción para ir al baño, Wilt había decidido dejarlo para otro día.

Wilt había intentado mencionarle el tema a Lady Clarissa, pero ella se había negado a escucharlo y lo había arrastrado hasta la casita de invitados. Wilt temió lo peor, sobre todo cuando ella intentó cogerlo del brazo, lo que llevó a una serie de torpes movimientos de ambos, pues él fingió no darse cuenta de lo que ella pretendía. Pero después de ese único intento Lady Clarissa dejó las manos quietas y Wilt se preguntó si habría desistido, después del desengaño que se había llevado en su dormitorio. Eso esperaba Wilt, desde luego. Ya tenía suficiente con pararle los pies a Eva, y sólo le faltaba tener que vérselas con otra ninfómana. Siguieron caminando en silencio.

—Quiero estar segura de que a su mujer le gustará esto —explicó la señora, y se sacó la llave de la casita del bolsillo—. No quisiera que se sintiera sola.

Wilt decidió no mencionar a las cuatrillizas. Las probabilidades de que Eva se sintiera sola mientras sus hijas estuvieran por allí eran equivalentes a las suyas de que le tocara la lotería y se retirara a España convertido en millonario. Es decir, nulas: la última vez que había comprado un número de lotería había sido cuatro años atrás, y Eva se había puesto hecha un basilisco y lo había acusado de irresponsable y ludópata.

—Estoy seguro de que no se sentirá sola. Durante el curso, paso todo el día fuera de casa —dijo.

—Por supuesto. Pero la mansión puede ser un sitio triste. Condenadamente triste, se lo aseguro.

Clarissa se sorbió la nariz, y Wilt hizo como si mirara el suelo mientras esperaba a que ella volviera a atacar.

—¿Qué le parece si, después de inspeccionar la casita, me enseña dónde estaba aparcada esa caravana que vio? Me dijo que esa mujer era bajita y muy gorda. Creo que sé quién es.

Entraron en la casita, que estaba construida con los mismos ladrillos de color claro de los muros del jardín. La rodeaban una estrecha franja de césped y un pequeño jardín con rosales y malvarrosas, bordeado de lavanda.

—Antes era la casa del jardinero —aclaró Lady Clarissa—, pero ahora la utilizo para alojar a las visitas a las que no les resulta agradable la compañía de mi marido. Francamente, yo también lo encuentro insoportable la mayor parte del tiempo. Su pasión por la comida lo va a llevar a la tumba, y no puedo decir que vaya a lamentarlo mucho el día que eso suceda. Quizá le parezca demasiado dura, pero trata a Edward con verdadera crueldad. —Consultó su reloj—. Bueno, ahora debe estar haciendo de las suyas en el juzgado, así que podemos aprovechar para ir a ver a esa especie de campista.

—Entonces, ¿dónde vive ahora el jardinero?

—Ah, en el pueblo. No lo sé exactamente. Se sentía muy solo aquí después de la muerte de su esposa, y estaba demasiado lejos de su pub favorito. Ahora viene una empresa a cortar el césped; esto es demasiado grande para el pobre viejo. Bueno, ¿qué le parece la casita?

—Me parece una alternativa maravillosa a vivir en la India.

—No sabía que hubiera vivido usted en la India.

—No, no conozco la India, aunque es como si hubiera estado allí. Me refería a la mansión.

Clarissa rió.

—Yo procuro no mirar siquiera la fachada de la casa. Siempre entro por la parte trasera, donde aparcamos los coches. Sir George dice que la fealdad del edificio ahuyenta a los ladrones. El foso y el puente levadizo también ayudan, desde luego.

—Y las armas.

—¿Se refiere al cañón o a las escopetas y pistolas que hay en el armero?

—Me refería al armero. Nunca había visto tantas armas juntas. Aunque supongo que los cañones también acobardan lo suyo.

—A George le encanta alardear de sus armas; seguramente quería impresionarlo con ellas. Pero le advierto que no le faltan enemigos reales. Personas inocentes a las que ha impuesto penas de prisión. Eso le encanta. Tampoco le gustan los cazadores furtivos ni los intrusos. De hecho, hay un montón de gente a la que le gustaría verlo muerto. Se lo digo muy en serio: yo en su lugar no me pasearía por el bosque de noche mientras esté aquí. Podrían confundirlo con George.

—Lo tendré en cuenta.

Salieron de la casita y echaron a andar por el bosque, donde vieron las huellas de neumáticos de un vehículo pesado, conservadas en una polvorienta pista sin asfaltar que había a la derecha. Lady Clarissa se llevó un dedo a los labios y susurró:

—No se mueva. Voy a bajar yo sola. Si no me equivoco, cerca de aquí hay un claro. Seguro que es allí donde mi marido ha instalado a esa fresca.

Se quitó los zapatos y se los dio a Wilt, que la vio avanzar en silencio por la pista. Al cabo de un rato, se sentó bajo un árbol lamentando haberse dejado meter en aquel lío. Hasta esforzarse por superar la estupidez de Edward era preferible a verse mezclado en los affaires de los Gadsley. Y estaba seguro de que la palabra «affaires» era la más exacta.

Lady Clarissa tardó veinte minutos en volver; se calzó y guió a Wilt hasta la mansión. Entonces dijo:

—Tal como me imaginaba: es Philly. Lo que no sabía es que había una puerta en el muro del jardín por la que se accede a los terrenos de pastoreo que hay al otro lado. Así es como ha entrado en el bosque. Bueno, como seguro que tendrá que salir tarde o temprano, voy a ir al pueblo a comprar un buen candado para asegurarme de que no pueda. Si le apetece, puede acompañarme.

—Prefiero quedarme aquí. Tengo que revisar unos datos sobre la carrera armamentística del siglo XX —alegó Wilt; no tenía ni idea de quién era Philly, y prefería no saberlo. De hecho, lo único que quería era permanecer al margen de lo que estuviera pasando. Y desde aquel último encuentro estaba decidido a no quedarse atrapado en espacios cerrados con Lady Clarissa—. ¿Le importa que vuelva a la mansión? Me gustaría llamar por teléfono a Eva para decirle las ganas que tengo de verla. —Wilt sabía que si le decía eso a su mujer, ella pensaría que se le habían cruzado los cables. O eso, o que estaba borracho.

—Como si estuviera usted en su casa. —Lady Clarissa recogió su bolso y fue hacia el coche.

Wilt la vio alejarse y se encaminó hacia la casa. A medio camino, oyó una fuerte detonación y, por un angustioso instante, pensó que se acercaban los enemigos de Sir George; pero entonces comprendió que era el Jaguar, que petardeaba al subir por el camino. Cuando entró en la casa, tropezó con la señora Bale, que salía del estudio de Sir George.

—Iba a llamar a mi mujer para ver si ya ha vuelto del colegio de Sussex —explicó Wilt—. Ha ido allí a recoger a nuestras hijas.

—Si quiere un consejo, mejor será que la haga venir cuanto antes. La señora se comporta de forma extraña. Está…, bueno, si fuera un animal, diría que está «en celo». No sé si me explico. Y no se lo reprocho. El jefe también tiene una amante.

—¿En serio? No será una mujer gorda y bajita, ¿verdad? —preguntó Wilt, a quien empezaba a caerle bien la señora Bale por su buena disposición a aclarar los misterios de la familia.

—Como solía decir mi difunto esposo: «En boca cerrada no entran moscas».

Sonrió con coquetería a Wilt y entró en la cocina. Wilt decidió llamar a Eva más tarde y siguió a la señora Bale.

Mientras empezaba a preparar la comida, ella dijo:

—Si busca a Edward, lo encontrará en el estudio. Se va derechito allí cada vez que se marcha Sir George.

—¿Y qué demonios hace en el estudio? Dudo que se dedique a revisar los papeles del viejo. ¿Qué puede haber allí que le interese?

—Las armas, por supuesto —contestó la señora Bale arqueando las cejas—. Le apasionan esas cosas horribles.

—Pero Sir George debe tener otro candado para el armero, ¿no? No creo que sea conveniente dejarlo abierto. Eso debe ser ilegal, ¿no? Las armas…

—Ya, pero ¿quién representa a la ley por estos lares? Pues Su Majestad, y si usted cree que deja entrar a la policía en su estudio para comprobar la seguridad de sus armas, se equivoca. Además, si necesitan una orden judicial o algo parecido, siempre lo llaman antes de venir.

—En ese caso, creo que no iré al estudio todavía. Las armas no me interesan lo más mínimo. —Wilt hizo una pausa y entonces decidió lanzarse—: ¿Qué opina usted realmente de Edward?

—No tiene dos dedos de frente. O mejor dicho, ni uno. Lo expresaré de otra forma: si yo hubiera sabido que iba a tener un hijo así, habría abortado. Y no soy partidaria del aborto, así que imagínese. Por suerte, yo sólo tuve una hija. Es madre soltera, pero eso es mejor que estar casada con un gilipollas fachendoso, y le ruego que disculpe mi lenguaje. Creo que la señora comentó que usted también tiene hijas, ¿no es así?

—Sí, así es —confirmó Wilt, y se disponía a añadir que preferiría tener una docena de hijas que fueran madres solteras a los cuatro demonios que por desgracia había engendrado, cuando por encima del hombro de la señora Bale vio que se abría la verja trasera y que el Jaguar entraba por ella—. Veo que Lady Clarissa ha terminado sus compras. Creo que desapareceré del mapa un rato.

Se escabulló hacia la biblioteca y fingió buscar un libro. Había dejado la puerta entreabierta para oír lo que diría Lady Clarissa en el pasillo cuando descubriera dónde estaba su hijo. No tuvo que esperar mucho. Tras un apresurado diálogo con la señora Bale en la cocina, Lady Clarissa corrió por el pasillo y entró en el estudio.

—¡Pero, Edward! ¿Cuántas veces te he dicho que no entres aquí y que no juegues con esas horribles armas? Si se enterara George, se pondría furioso. ¿Por qué nunca me haces caso? —gritó Lady Clarissa.

—Porque me gustan las armas y él no me deja tener las mías.

—Mira, guarda ahora mismo esa cosa en el armero. ¡Y deja de agitarla así! Podría estar cargada.

—No la agito, apunto con ella por la ventana, y claro que está cargada. ¿Qué sentido tiene tener una escopeta sin una bala en el cañón?

—Bueno, pues descárgala ahora mismo y sal de aquí.

Al pasar los dos frente a la puerta de la biblioteca, Wilt se preguntó qué demonios iba a hacer. Ahora comprendía que el ruido que había tomado por el petardeo de un coche cuando volvía a la casa era, casi con toda seguridad, el disparo que Edward había hecho apuntándolo a él, y apostaba algo a que el chico había hecho caso omiso de la orden de su madre de descargar la escopeta. A Wilt, desde luego, no le atraía la perspectiva de pasarse el verano tratando de dar clases particulares a un muchacho retrasado que, evidentemente, estaba mucho más interesado en disparar por la ventana con escopetas cargadas que en preparar su examen. La Historia quedaba definitivamente descartada, o, al menos, daba la impresión de que Wilt tendría que concentrarse únicamente en las batallas si pretendía que el chico le prestara atención.

¿Y Eva y las cuatrillizas? No le preocupaba su seguridad —ellas sabían cuidar muy bien de sí mismas—, pero la combinación de sus hijas y Edward, un loco de las armas, le producía pavor. Tendría que llamar a Eva y avisarla de que no fuera a la mansión. Por otra parte, no podía telefonear desde allí, porque sin duda alguien oiría la conversación. A menos que la señora Bale consiguiera meterlo en el cuarto de baño privado de Sir George, y Wilt no estaba seguro de que ése fuera un riesgo que mereciera la pena correr. No, tenía que bajar al pueblo y llamar desde allí. No podía salir por la verja de la parte trasera de la maldita casa, porque quedaba a la vista de cualquiera que estuviera en la mansión. Así que tendría que tomar aquel terrible camino que atravesaba el bosque y que tan alarmante le había parecido cuando lo había recorrido con el taxi. No le quedaba otro remedio.

* * *

Wilt cruzó el puente levadizo, torció a la izquierda, y diez minutos más tarde caminaba con mucho cuidado por las cerradas y peligrosas curvas que le habían hecho cagarse de miedo el día de su llegada. En dos ocasiones oyó disparos a lo lejos, y pasó unos largos minutos en una cuneta después de que un campesino se le cruzara de improviso, matándolo casi del susto. Tras perderse varias veces al tomar desvíos equivocados, tardó tres cuartos de hora en llegar a la carretera principal, y, agotado, consiguió por fin llegar al pueblo más cercano.

La primera cabina telefónica que encontró se había convertido en una cosa que sólo enviaba correos electrónicos, y la segunda la habían destrozado los gamberros. Hacia media tarde, Wilt empezó a preguntarse si sería el único habitante del planeta que no tenía teléfono móvil; pero al final encontró una cabina que funcionaba, aunque sólo aceptaba tarjetas de crédito, y no las monedas de diez peniques que él, optimista y previsor, se había metido en el bolsillo. Pasó al menos quince minutos tratando de contactar con el teléfono móvil de Eva, pero no obtuvo respuesta.

Al final, Wilt se cansó y decidió buscar un pub. Hacía calor, y necesitaba urgentemente una copa —a ser posible, varias— y algo de comer. Se bebió una cerveza; luego pidió otra y unos sándwiches de jamón. La camarera se marchó y volvió enseguida con unos gruesos sándwiches de pan blanco en un plato.

—Usted no es cliente habitual —comentó después de llevarle la segunda cerveza—. ¿Está de paso?

—No exactamente. Trabajo en la mansión. Es un sitio extraño.

—¡Y que lo diga! Antes mi padre les llevaba brandy, pero ahora ya no se acerca por allí. Será mejor que tenga cuidado… No quiero decir nada más.

—¿Por qué no? —preguntó Wilt, pero acababan de entrar dos clientes en el pub, y la camarera fue a atenderlos, y después de servirles las cervezas se quedó charlando con ellos. Wilt se terminó los sándwiches y cruzó la puerta cuyo letrero rezaba «Lavabos», donde orinó para liberar a su vejiga de la cerveza, calculando que ésta había tardado unos veinte minutos en recorrer todo su cuerpo. Cuando salió, había media docena de clientes en la barra, y la camarera estaba ocupada. Wilt sacó un billete de cinco libras y le hizo señas indicando que quería pagar.

—También tiene los sándwiches —dijo ella mientras pulsaba las teclas de la caja—. En total son siete libras noventa.

Wilt le dio tres libras más y le dijo que podía quedarse el cambio. La camarera lo miró con cierto desdén y le devolvió la moneda de diez peniques, agregando que, por su aspecto, se notaba que él los necesitaba más que ella.

—Bueno, no me ha contado por qué no le gusta ir a Sandystones Hall —le recordó Wilt mientras se guardaba la moneda en el bolsillo.

—Esa gente me pone los pelos de punta. Están todos… Bueno, no quiero hablar más de la cuenta. Al fin y al cabo, usted trabaja para ellos.

—¿Chiflados? —sugirió Wilt, y echó un discreto vistazo al bar, como si no quisiera que los oyeran.

—Bueno, podríamos decirlo así —concedió la mujer—. ¿Por qué me lo pregunta?

Sin saber muy bien por qué, Wilt adoptó acento cockney al contestar:

—Bueno, me han contado cosas. En fin, no creo que pida trabajo fijo allí.

—No se lo reprocho. Yo, en su lugar, me largaría de esa casa en cuanto pudiera. Sólo es un consejo, y además es gratis. —Miró con desprecio a Wilt, que tuvo la gentileza de sonrojarse.

La camarera se desplazó por la barra y fue a atender a un cliente que acababa de entrar y que sin duda parecía mucho más prometedor. Wilt dio un último sorbo de cerveza. Cuando se la hubo terminado, volvió a la cabina telefónica e intentó llamar a Eva, pero ella seguía sin contestar. Wilt miró la hora y vio que era más temprano de lo que creía, pero decidió no seguir llamando, porque estaba harto de intentar hablar con su mujer. En cierto modo, había desaprovechado el día; pero ése era un problema sin importancia comparado con su verdadera preocupación: la peligrosa combinación de Eva, las cuatrillizas y un Edward armado hasta los dientes. ¿Cómo demonios podía solucionarlo? Eva los había metido en aquel lío, desde luego, con la única intención de seguir llevando a las niñas a aquel maldito y carísimo colegio y así poder satisfacer su inherente esnobismo. ¿Por qué no se relajaba y dejaba que ella solucionara la situación?

Para entonces, Wilt volvía a estar en el camino sinuoso y lleno de maleza de la mansión. De pronto se paró y se agachó detrás del tronco de un roble enorme. Había visto a Edward un poco más allá, después de un recodo del camino. El muy capullo llevaba una escopeta, pero por suerte no miraba hacia donde estaba Wilt, sino hacia el bosque del otro lado del camino. Unos momentos más tarde, Wilt oyó un disparo y algo que caía al suelo con un ruido sordo. Atisbó con cuidado asomándose por detrás del tronco del árbol y vio a Edward caminando hacia la pobre criatura que evidentemente acababa de abatir. Wilt confiaba fervientemente que no fuera aquella tal Philly, aunque Lady Clarissa quizá no pensara lo mismo, por supuesto.

No esperó más y echó a andar en diagonal hacia la mansión alejándose de Edward, con la esperanza de que las agujas de pino que cubrían el suelo amortiguaran el ruido de sus pasos. Pasados veinte minutos, salió del bosque y llegó a un pequeño sendero que conducía hasta la parte trasera de la casa. Plantado allí, vio cómo la enorme verja metálica empezaba a abrirse lentamente hacia fuera. Wilt se puso a gatas y se desplazó hacia el extremo más alejado de la verja, ocultándose detrás de ella.