En el colegio Saint Barnaby’s, la directora todavía no tenía ni idea de quién había trepado hasta su dormitorio para poner el condón y los calzoncillos en su cama de matrimonio. Había entrado sigilosamente en el dormitorio para ver qué hacían las cuatrillizas Wilt, y en lugar de encontrarlas riéndose por lo bajo, las encontró profundamente dormidas. Ellas habían sido las primeras sospechosas, pero la directora todavía no tenía ninguna prueba. Había interrogado a las monitoras, aunque por razones obvias no había entrado en detalles y se había limitado a explicar que le habían gastado una broma en su casa. Las monitoras se quedaron tan sorprendidas como lo estaba la directora.
—Aquí pasa algo raro —especuló una de ellas—. Seguramente tendrá algo que ver con su marido. Cuando sale solo, siempre vuelve borracho.
—Pero la directora ha preguntado por las chicas de los dormitorios —dijo otra.
—Quizá el muy cerdo haya intentado acostarse con alguna alumna.
—¡Cómo iba a hacer eso! ¡Sería una locura!
—Todo es posible. Siempre se emborracha cuando va a Horsham por asuntos de trabajo.
Al final llegaron a la conclusión de que en el fondo no tenían ni idea de la causa del nerviosismo de la directora, aunque sospechaban que las odiosas hermanas Wilt tenían algo que ver.
La llamada de una enfurecida señorita Young, que por fin había conseguido llegar a Inverness, no hizo más que aumentar la perplejidad de la señora Collinson. La señorita Young le comunicó que pensaba quedarse en Escocia y dejar su empleo de maestra. La directora sabía que era una excelente profesora, tal vez la mejor del colegio, y no podía permitirse el lujo de perderla.
—Pero ¿por qué? Si su decisión tiene algo que ver con su sueldo, no tengo ningún inconveniente en aumentárselo considerablemente.
—Mi decisión no tiene relación alguna con el dinero que gano, sino que está relacionada con esas cuatro diabólicas criaturas. No puedo demostrarlo, pero apuesto a que le hicieron algo a mi coche para que me perdiera la boda de mi prima. Habría podido matarme en un terrible accidente en el túnel de Dartford.
—¡Santo Dios, qué espanto! ¿Y está usted segura de que son ellas las responsables?
—Ya se lo he dicho: no tengo ninguna prueba concluyente, pero sí, estoy segura de que fueron ellas. Desde que llegaron al colegio no han parado de armar líos. ¿No se ha dado cuenta? Deberíamos expulsarlas.
La directora titubeó. Lo que acababa de decir la señorita Young era completamente cierto. Hasta que las cuatrillizas Wilt llegaron a Saint Barnaby’s, en el colegio nunca había habido problemas graves, sólo unas cuantas discusiones sin importancia y alguna pelea: cosas que ella podía controlar fácilmente y, desde luego, nada que mereciera castigarse con una expulsión.
—Quizá tenga usted razón —admitió—. Pero a menos que tengamos pruebas determinantes, no veo cómo vamos a expulsarlas. Si conseguimos esas pruebas y echamos a las cuatrillizas, ¿volvería usted? Con el aumento de sueldo que ya he mencionado, por descontado.
La señorita Young dijo que se lo pensaría y colgó el auricular. La directora se puso a pensar qué hacer a continuación. No podía expulsar a las cuatrillizas sin una buena razón, y pese a sus crecientes sospechas de que habían sido ellas quienes habían puesto aquellos repugnantes objetos en su cama, no conseguía imaginar por nada del mundo de dónde los habían sacado. Al mismo tiempo, estaba decidida a conservar a la señorita Young. Tendría que encontrar alguna forma de echar a las malditas cuatrillizas sin expulsarlas formalmente. Pero ¿cómo demonios iba a hacerlo? Ya había escrito a la señora Wilt para advertirle que si sus hijas no corregían su comportamiento y su lenguaje, se vería obligada a pedirle que se las llevara del colegio.
Decidió preparar otra carta diciendo que, debido al aumento de los gastos, el colegio iba a tener que aumentar sus tarifas de nuevo; la enviaría inmediatamente, y también les entregaría una copia en mano a los padres de aquellas pequeñas delincuentes cuando fueran a recogerlas.
Sin duda, así persuadiría a los padres para que se las llevaran, pensó recostándose en la butaca y esbozando una sonrisa.
Estaba convencida de que la familia Wilt ya tenía serias dificultades para pagar las cuotas escolares de sus hijas. Habían apuntado a las chicas a todas las becas que ofrecía el colegio, incluida la de familias monoparentales; la señora Wilt había argumentado que su marido era tan inútil que podía considerarse que sus hijas dependían únicamente de ella. No les habían concedido ninguna beca, por supuesto, aunque Penelope había estado a punto de conseguir una con un minucioso dibujo de sus tres hermanas con todos sus detalles anatómicos, para la clase de Ciencias Naturales, que había impresionado enormemente a uno de los miembros del consejo escolar. Por fortuna, el miembro en cuestión había tenido que renunciar a su cargo cuando, poco después, lo detuvieron y lo acusaron de comportamiento lascivo después de exhibirse en un parque público.
¡Qué muchachas tan repugnantes! La señora Collinson no quería ni pensar en cómo debía de ser su padre, un hombre capaz de engendrar no a una sino a cuatro hijas diabólicas.
* * *
En Sandystones Hall, Wilt estaba totalmente ajeno a las diatribas de la directora del colegio de sus hijas. Tenía que reconocer que su estancia en la mansión estaba resultando más interesante de lo que él esperaba, si bien también más peculiar. La primera mañana se había levantado y se había enterado de que Sir George iba a pasar todo el día en el juzgado y que Lady Clarissa estaba encerrada en su habitación con lo que la señora Bale denominó una «indisposición general», lo cual Wilt sospechaba que tenía alguna relación con el consumo de alcohol. Y, una vez más, no había ni rastro del esquivo Edward. Como resultado de todo ello, Wilt pudo explorar la casa y los jardines a su antojo, y se alegró de saber que no tendría que pasar todo el día escuchando a su anfitrión despotricando de su hijastro, al que llamaba «el tonto del culo», ni tratando de preparar al tonto del culo para el examen de Historia. Es más, Sir George le había prestado a Wilt una bicicleta vieja y le había dicho que, si le apetecía, podía ir al pueblo y cenar en un restaurante.
—Tampoco hace falta que me diga nada cuando vuelva —había añadido para regocijo de Wilt. Su deleite disminuyó un tanto cuando Sir George añadió que quizá Wilt tropezara con el capullo de Edward, que podía estar merodeando por la finca, y le aconsejó que, en ese caso, estuviera atento por si le lanzaban algún misil.
Así que Wilt estaba disfrutando de algo muy parecido a unas vacaciones, y había decidido empezarlas explorando la casa con más detenimiento. La mansión resultó aún más extraña de lo que los retratos de los antepasados que adornaban la escalera y las enormes camas le habían hecho pensar. Entró en la biblioteca en busca de algo interesante para leer esa noche, pues estaba harto de las causas de la Primera Guerra Mundial. Era una habitación inmensa, con las cuatro paredes recubiertas de estantes. Los estantes estaban llenos de libros viejos y polvorientos que, a juzgar por su aspecto, nadie había abierto desde hacía años.
Pero lo que más le llamó la atención fueron los muebles. Eran todos indios, y no de esos contemporáneos, fabricados en Birmingham o en algún taller de metales del centro de Inglaterra, como los que había visto a veces en casas de urbanizaciones de las afueras y en tiendas con pretensiones de elegancia. Se trataba de muebles del siglo XIX auténticos: aparadores oscuros de teca, montones de biombos de calado muy ornamentados y hasta sillones extensibles de ratán o de bambú, que más tarde la señora Bale tuvo a bien explicarle que se llamaban «fornicadores de Bombay» porque podían extenderse lo suficiente para que se tumbaran en ellos dos personas.
En el suelo, entre las sillas y los biombos, había gran cantidad de estatuillas en miniatura de elefantes y otros animales, y Wilt tuvo la impresión de que paseaba por un museo de reliquias imperiales. Esa extraña colección de animales salvajes resultaba tan inquietante visualmente como el exterior de la mansión.
Se dio la vuelta y examinó con tesón los estantes en busca de algo ligero para leer, pero aquella familia parecía obsesionada con la historia militar, con especial énfasis en el conflicto de 1757 entre británicos y franceses.
Sintiendo que necesitaba escapar de allí, Wilt salió por la puerta principal. Cruzó el puente levadizo y recorrió el huerto, rodeado por un muro, y llegó a la casita de invitados en la que iba a alojarse con su familia. La casita en cuestión le pareció aceptable pese a ser, en su opinión, un poco pequeña. Se preguntó si podría convencer a los Gadsley de que era mejor que él se quedara en la mansión y no en la casita con Eva y las cuatrillizas. Al fin y al cabo, él iba a estar ocupado con una tarea importante —suponiendo que algún día encontrara al esquivo Eddie, claro— y no convenía que lo molestaran y lo distrajeran cuatro chicas escandalosas. O, mejor dicho, cinco mujeres escandalosas, pues Eva era tan ruidosa y exigente como las cuatrillizas, que ya estaban muy creciditas. No, no iba a poder ocuparse de la educación del chico si tenía que soportar su horripilante música y sus violentas peleas día y noche: se lo expondría a Clarissa cuando la viera, y estaba convencido de que ella lo comprendería.
Una vez tomada esa decisión, Wilt optó por no tocar la bicicleta y salió a dar un paseo por el bosque. Fue allí donde descubrió una caravana muy bien escondida cerca del muro que separaba la mansión del camino, detrás de unos matorrales y unos abetos jóvenes. Oyó a alguien en el interior, y entonces una mujer muy gorda y bajita salió con un montón de ropa que colgó en un tendedero improvisado. Cuando la mujer volvió a entrar en la caravana, Wilt se marchó sigilosamente por donde había venido. El hallazgo de aquella caravana, medio camuflada, le había hecho sentirse incómodo, y decidió no volver a acercarse por allí. En lugar de eso, atravesó una extensión de césped hasta el lago; se sentó en la orilla y se quedó contemplando el espeluznante espectáculo arquitectónico que componía la mansión.
Pasó media hora disfrutando del sol; luego volvió a la casa y se dirigió a la cocina para hablar con la señora Bale. La encontró supervisando a dos jóvenes sorprendentemente rollizas que limpiaban la escalera y los pasillos. Aquellas tres mujeres, juntas, ocupaban tanto espacio que Wilt no podía rodearlas para llegar a su habitación, así que tomó una decisión apresurada:
—Buenos días, señora Bale. ¿Le importaría decirme si Lady Clarissa se ha levantado ya?
—Me temo que no, señor Wilt. La señora ha sufrido una terrible pérdida… Aunque no estaría bien que yo se lo contara, puesto que no me gustan los cotilleos. El caso es que creo que tardaremos aún un buen rato en verla, señor Wilt. Estaba muy disgustada anoche cuando volvió, tarde, y a juzgar por el estado del minibar yo diría que se tomó un par de copas… para consolarse. Ya sabe usted que a mí no me gustan los cotilleos…
—Por supuesto que no —se apresuró a decir él pensando que, a ese ritmo, quedaría atrapado para siempre en el pasillo—. ¿Una terrible pérdida, dice usted? Cuánto lo lamento. Espero que no se trate de su tío. —Y rápidamente, antes de que la señora Bale pudiera confirmar o desmentir el dato, continuó—: Bien, en ese caso, ¿puedo preguntarle si Sir George ha regresado ya y, en caso afirmativo, si le importaría hablar un momento conmigo?
—Sí, el señor ya ha vuelto, y estoy segura de que se alegrará de hablar con usted, siempre que no sea de su hijastro. —La señora Bale se dio la vuelta, no sin cierta dificultad, para separar a las dos limpiadoras, que se habían quedado atascadas en el umbral. Wilt fue al estudio por el camino más largo y llamó a la puerta.
—¡Pase! —dijo Sir George, y, al ver entrar a Wilt, lo miró con cierta desaprobación—. Si se trata de mi hijastro… —empezó, pero Wilt negó con la cabeza.
—No, no. Me ha parecido que debería usted saber que hay una especie de caravana aparcada en el bosque. Está medio camuflada entre arbolillos y matorrales.
—¿Una caravana? —dijo Sir George, poniéndose muy colorado—. No sé nada de ninguna caravana. ¿Dónde dice que está?
—En el bosque, más allá del huerto y la casita de invitados.
—Que me aspen si la veo —dijo Sir George, mirando por la ventana con unos prismáticos.
—Es que está en pleno bosque —explicó Wilt, señalando en la dirección correcta—. Y, como le he dicho, me ha parecido que la habían camuflado.
—Pues iré allí y echaré inmediatamente a esos condenados intrusos de la finca. Usted quédese y asegúrese de que las limpiadoras no entran aquí. Estoy harto de decirle a la señora Bale que no las deje entrar, pero es evidente que está confabulada con ellas. Me lo ordenan todo, y luego no encuentro lo que busco. Y no es que no me guste verlas a cuatro patas, no vaya a creer. —Hizo una pausa y miró inquisitivamente a Wilt, quien a su vez sacudió la cabeza. No tenía ni idea de adónde demonios quería llegar Sir George—. Limpiando, claro. Usted ya me entiende.
Al ver a Wilt tan sofocado, Sir George suspiró y fue hacia un armario metálico que había cerca de la mesa. Lo abrió y sacó una escopeta de calibre doce.
—Cuando se trata de echar a intrusos, es mejor ir bien preparado —explicó al salir de la habitación.
Después de marcharse Sir George, Wilt miró dentro del armario y quedó horrorizado con la cantidad de armas que había dentro. Como mínimo debía de haber treinta de diferentes formas y tamaños, y todas parecían mortales. Se sintió terriblemente culpable por haberle hablado a Sir George de la presencia de aquellos intrusos.
Desde la ventana, Wilt vio caminar a su anfitrión por los jardines. Sin embargo, una vez que Sir George se perdió de vista, Wilt salió del estudio. Le daban pánico las armas de fuego y no quería quedarse a solas en una habitación donde había un armero abierto. Es más, estaba seguro de que dejar un armero abierto era ilegal. Decidió subir a su habitación y repasar sus notas sobre las relaciones entre Austria y Serbia por enésima vez.
Pero cuando estaba a punto de abrir la puerta de su dormitorio vio que había otra escalera que partía del rellano y terminaba frente a una puerta cerrada. Resultó que esa puerta daba a un pasillo idéntico al que Wilt acababa de dejar en el piso de abajo, con otra escalera que conducía a la parte delantera de la casa.
«Podría ir a investigar adónde lleva esa escalera», se dijo Wilt, preguntándose cómo podía ser que la mansión le hubiera parecido un poco pequeña la primera vez que la vio. De pronto se encontró en una torrecilla con vistas al jardín, al lago y, más allá, a la derecha, al huerto con su tapia. Estaba mirando por una ventana, tratando de discernir dónde estaba situada exactamente la caravana, cuando de pronto vio a un joven que atravesaba el jardín. Debía de ser el chico al que tenía que conseguir hacer entrar en Cambridge. Le pareció más joven de lo que esperaba. Cuando torció hacia la casa, a Wilt le sorprendió comprobar que Edward —si es que se trataba de Edward— parecía normal y corriente, pese a todo lo que le habían contado de él. Desde aquella distancia no podía estar muy seguro, pero no parecía peor que cualquier otro adolescente con granos.
Wilt se apoyó en el alféizar de la ventana y reflexionó sobre la afirmación de Sir George de que su hijastro era un «inútil rematado». Desde aquel ángulo, el chico no parecía ni especialmente desastroso ni muy interesante, la verdad. Con todo, si Lady Clarissa estaba dispuesta a pagarle mil quinientas libras por semana para instruir a aquel gilipollas, Wilt estaba dispuesto a dar lo mejor de sí. Decidido a llamar al chico y quedar con él en la biblioteca, Wilt salió por el balcón, que daba a un tejado plano. Por primera vez vio que aquello sólo era la torrecilla delantera, y que alrededor de la circunferencia del tejado había otras torrecillas que aparentemente no obedecían a ninguna regla arquitectónica ni estructural. Más extraordinarios aún le parecieron los antiguos cañones que apuntaban hacia el jardín desde todos los lados del edificio, colocados de manera que no se vieran desde el jardín, detrás de un pequeño parapeto. El taxista tenía razón cuando había afirmado que el tipo que había diseñado aquella casa debía de estar chiflado o enganchado al opio.
Wilt se volvió hacia el balcón y cometió el error de mirar directamente hacia abajo por encima del muro. Al verse a mucha más altura de lo que él creía, y como tenía vértigo, Wilt se arrodilló y entró a cuatro patas por el balcón, presa del pánico. Decidió bajar cuanto antes y buscar al chico. Y desde luego nunca volvería a salir a aquel espeluznante tejado.
Nada más llegar a la planta baja, tropezó otra vez con la señora Bale.
—Lady Clarissa dice que lo espera en el comedor dentro de una hora. Se encuentra mucho mejor, aunque todavía está muy afectada, la pobre. Lamenta mucho no haber estado aquí para recibirlo y para enseñarle la casa, pero como es lógico, con su pobre tío muriéndose…
—Ah, pero ¿es su tío el que ha muerto? Lo siento mucho, y estoy seguro de que mi mujer también lo sentirá. ¿Significa eso que irán todos a Ipford para el funeral? Si es necesario, puedo llamar por teléfono a Eva y decirle que no venga.
—No, no. Por lo visto van a traer el cadáver aquí.
—¿Aquí? Qué cosa tan rara.
La señora Bale iba a contestarle cuando se oyó un fuerte grito proveniente del estudio.
—¿Dónde está el profesor ése? Lo he dejado aquí vigilando el armero. ¡Y el muy idiota ha desaparecido y lo ha dejado abierto! Y no sólo eso: también han desaparecido las llaves.
—Creo que será mejor que se esfume. Voy a ver si puedo tranquilizarlo —susurró la señora Bale.
Wilt corrió por el pasillo mientras ella le gritaba a Sir George que iba para allá.
* * *
Lady Clarissa, acostada en la cama, se cuidaba una resaca de miedo y esperaba a sentirse lo bastante bien para intentar levantarse. La noche anterior había vuelto muy tarde, y de un humor inesperadamente bueno. Estaba deseando volver a ver a Wilt, y, además, se había dado cuenta de que la muerte del tío Harold suponía cierto alivio. Ni siquiera la perspectiva de pasar todos los fines de semana con Sir George en adelante la inquietaba demasiado. Estaba segura de que encontraría otras oportunidades para citarse con el mecánico, suponiendo que él se recuperara del resfriado, la gripe porcina o lo que fuera.
La noche anterior, había llegado ante las verjas de hierro de la parte trasera de la mansión, las había abierto con el mando electrónico que Sir George había instalado para impedir que algún ladrón de coches le robara el Bentley o, peor aún, el Rolls-Royce antiguo, y luego había guardado el Jaguar en el garaje. Al entrar en la casa había encontrado la cocina vacía, así que se había dirigido al estudio de su marido.
—Llegas muy tarde —observó Sir George mientras le sacaba brillo a un rifle. La baqueta estaba en el suelo.
—He llamado a tu secretaria. ¿Qué pasa, no te ha avisado?
—La señora Bale nunca me avisa de nada agradable. Eso sí: me ha servido la cena, por llamarla de alguna manera.
—¿Y el señor Wilt? ¿A él también le ha servido la cena?
—Supongo. En la cocina. Yo nunca ceno con los sirvientes.
—¿Y qué tal se llevan Edward y el señor Wilt?
—No tengo ni idea. No le he visto el pelo al chico y dudo que Wilt lo haya visto tampoco. Vas a tener que leerle la cartilla a Eddie.
—No lo llames Eddie. Se llama Edward. Supongo que necesita acostumbrarse de nuevo a estar en casa.
—Que Dios nos asista —masculló Sir George.
Lady Clarissa hizo caso omiso del comentario.
—¿Qué hacías con ese rifle? —preguntó a su marido.
—Sólo le sacaba brillo, querida. Nunca se sabe cuándo se va a necesitar un arma en condiciones. Esta mañana, sin ir más lejos, cuando me dirigía al juzgado, unos gamberros han atacado mi coche en el semáforo. Han pasado una esponja mojada por todo el parabrisas y luego han tenido el descaro de pedirme dinero. Parecían salteadores de caminos. Te aseguro que me habría gustado llevar un arma encima.
—¿Y se puede saber por qué no los has hecho detener?
—Es que estaba de buen humor. Siempre estoy de buen humor cuando vas a Ipford a visitar a tu condenado tío.
Lady Clarissa suspiró.
—He llamado a la señora Bale y le he contado que mi tío se había muerto. Supongo que eso tampoco te lo ha dicho.
—Ya te he dicho que es mi secretaria. No se entromete en tus asuntos familiares. Sabe que no me interesan.
—Pues mira, mi tío se ha muerto, y supongo que te alegrarás de no tener que gastar más dinero en él. Aunque la verdad es que he tenido que extender un cheque muy sustancioso para que lo traigan aquí.
—¿Para que lo traigan aquí? ¿Qué demonios dices? ¿Cómo puedes ser tan estúpida?
—Van a traerlo aquí para que lo enterremos en la finca, por supuesto. Al fin y al cabo, es pariente mío.
Era evidente que Sir George estaba de un humor de perros.
—¡Tu tío no era un Gadsley, y no pienso celebrar una ceremonia aquí por alguien que ni siquiera era de mi familia! No me importa lo que digas: me niego a que entierren a ese viejo chiflado aquí. Puedes incinerarlo, como dijiste que harías.
—Eso lo dije antes de hablar del asunto con mi tío. Él quería que lo enterraran en Kenia, donde nació. Bueno, eso habría sido totalmente imposible, desde luego. Y le dije que saldría demasiado caro y que nadie iría a visitarlo allí…
—Pues yo también te diré algo. Aquí tampoco va a venir nadie a visitar su tumba. Haz lo que haría cualquier persona sensata y organiza algo con el párroco en el pueblo. Creo que allí tienen un cementerio. O eso, o lo incineras, como siempre dijiste que harías.
—Ya sé que lo dije, pero me lo he pensado mejor.
—¿Cómo vas a pensártelo mejor, si tú no piensas? —gruñó su marido—. Métete esto en la cabeza: no pienso profanar el cementerio enterrando en él a alguien que no pertenece a la familia. Y es mi última palabra sobre el asunto.
Dicho eso, había ido a acostarse muy indignado, y Clarissa pudo ahogar sus penas con ayuda del bien abastecido minibar.