15

Lady Clarissa había pasado otro día durísimo. Había cancelado sus planes de ir a Ipford ese fin de semana cuando, pese a sus ruegos y súplicas, el tío Harold se había negado rotundamente a marcharse del Black Bear e instalarse en un alojamiento más barato. Eso significaba que ella no podría alojarse en el hotel, en parte porque su tío ocupaba la suite que solía ocupar ella. Además, la cuenta que estaba acumulando el tío Harold era astronómica, y Lady Clarissa prefería que George no la viera, al menos de momento. El maldito Coronel vivía a cuerpo de rey en el hotel. Su consumo de whisky de malta antes de las comidas y durante la tarde, a menudo seguido de una segunda botella por la noche, estaba costando una pequeña fortuna.

Lady Clarissa había pasado la noche anterior tratando de pensar en alguna manera de hacer que la estancia de su tío resultara tan desagradable que acabara deseando marcharse de allí. Había llamado por teléfono a su habitación en plena noche y le había oído maldecir al capullo que lo había despertado. Había vuelto a llamar a las tres de la madrugada, pero la tercera vez que lo intentó comprendió que su tío había descolgado el teléfono.

Después de haber dormido también ella a trompicones, no le hizo ninguna gracia que el director del hotel la despertara llamándola a las seis de la mañana para informarle de que, al parecer, su tío se había encerrado en su suite. La camarera que le llevaba el desayuno a primera hora todas las mañanas había llamado varias veces a la puerta sin obtener respuesta, y pese a que le habían llamado repetidamente desde recepción, daba la impresión de que el teléfono estaba descolgado.

—¿Por qué no entran y punto? —preguntó Lady Clarissa. Se imaginó al tío Harold arrancando el teléfono de la pared en plena madrugada y se sintió un poco culpable.

—Debe haber echado el cerrojo, porque no hemos podido abrir con la llave maestra —explicó el director del hotel.

—Ya, ¿y no pueden entrar por la ventana o por la salida de incendios?

—En esa habitación no hay salida de incendios, y la ventana está cerrada y con las cortinas echadas. No, sólo hay una forma de hacerlo, y es derribar la puerta. Antes quería asegurarme de que usted sabe que tendrá que pagar la reparación.

—¡Pues claro que lo sé, inútil! —chilló Lady Clarissa, y colgó el auricular de un golpetazo. Empezaba a estar un poco asustada de pensar en el efecto que sus llamadas nocturnas podían haber tenido sobre su tío.

Pasados unos minutos que a Clarissa le parecieron una eternidad, volvió a sonar el teléfono. Clarissa contestó con ansiedad.

—Lamento muchísimo tener que comunicarle que el Coronel ya no está con nosotros, Lady Clarissa —le informó el director.

—¿Que no está con nosotros? ¿Qué quiere decir con eso, que se ha ido? ¿Adónde? —preguntó con cierto alivio.

—Lo siento mucho, pero… —El director vaciló. Decirle a la sobrina de un huésped que lo más probable era que su tío hubiera muerto de una intoxicación etílica no era una misión agradable, pero Clarissa volvió a hablar antes de que al director se le hubiera ocurrido una forma diplomática de revelarle la noticia.

—Ya me imagino que lo siente. Yo, en cambio, no puedo afirmar lo mismo. ¡Ese hombre me estaba costando una fortuna! Pero dígame, ¿adónde ha ido?

—Cuando digo que ya no está con nosotros me refiero a que… Bueno, verá…, su tío… ha muerto. Mientras dormía.

—¿Muerto?

—Sí. Sin sufrir, por supuesto —mintió el director. La verdad era que habían encontrado al Coronel tendido boca abajo en la alfombra, con la cara morada y con un puño todavía en alto en gesto de ira. El director suponía que el pobre hombre había ido dando saltitos hasta el cuarto de baño del dormitorio, ya que no tenía cerca ni el bastón ni la pierna postiza, aunque le extrañaba que al caer hubiera arrancando el teléfono de la pared.

Como si la mañana no hubiera empezado bastante mal para Lady Clarissa, por si fuera poco había tenido que conducir ella misma hasta Ipford porque su mecánico había contraído una gripe de verano.

Para cuando llegó al hotel se sentía bastante mal, pero al menos se había resignado a la muerte de su anciano tío. Ya no tendría ningún pretexto para ir a Ipford, pero por otra parte, el tío Harold tampoco podría seguir desplumándola. Fue al despacho del director del hotel y vio que llevaba un brazalete negro que adornaba la chaqueta de su traje.

El director saludó a Lady Clarissa, que entró en el despacho y rápidamente sacó un pañuelo para disimular lo encantada que estaba y fingir que lloraba.

—¡Ay, pobre tío! —sollozó—. Confiaba en que sacándolo de aquella horrible residencia para ancianos y trayéndolo a este maravilloso hotel le levantaría el ánimo.

El director estuvo a punto de darle la vuelta a la expresión y decir que, en su opinión, el anciano había muerto precisamente por habérsele levantado en exceso el ánimo como resultado del abuso de un whisky fortísimo.

Sin embargo, se limitó a darle el pésame; pero Clarissa no le hizo ni caso, pues estaba demasiado entretenida pensando en qué iba a hacer a continuación. De una cosa estaba segura: no iba a gastarse ni un solo céntimo enterrando al tío Harold en Kenia. Pero después de todo lo que le había oído comentar a su tío sobre esa práctica, tampoco se decidía a incinerarlo. Si bien en sus últimos días se había convertido en un viejo cascarrabias, al fin y al cabo era pariente suyo, y Clarissa le debía cierto respeto.

—¿Sigue mi difunto tío en su habitación? —preguntó—. Me gustaría verlo por última vez.

El director dijo que lo entendía perfectamente; la acompañó en el ascensor y, con mucha discreción, le metió en el bolso la cuenta definitiva, a la que ya había añadido el coste de una puerta nueva.

—La dejo unos minutos para que esté a solas con él —dijo a Lady Clarissa, y bajó la escalera a toda prisa.

Lady Clarissa dejó de sorberse la nariz y entró en la habitación. A juzgar por el intenso olor a whisky, estaba claro que, aunque sus llamadas telefónicas hubieran resultado un tanto perturbadoras, la repentina muerte del tío Harold también tenía otras causas. Estaba tendido en la cama, tapado con una sábana, pero curiosamente tenía un puño levantado. Lady Clarissa intentó bajárselo, pero por desgracia el cuerpo ya estaba rígido, y por muy fuerte que apretara, el puño seguía levantándose como movido por un resorte. Clarissa desistió por temor a arrancárselo y dejar a su tío con un solo brazo, a juego con su única pierna.

Dejó de prestarle atención al cadáver de su tío y empezó a registrar la habitación en busca de las minicámaras que supuestamente había instalado el director del hotel para grabarla mientras mantenía relaciones sexuales con el mecánico. Ya sabía que debían de ser muy pequeñas y que seguramente estarían bien escondidas, pero la verdad era que no veía ni rastro de ellas. Recorrió varias veces el salón y hasta se subió a la cómoda del dormitorio para mirar mejor en el rosetón y en la moldura del techo. Al final se convenció de que no había ninguna cámara y comprendió que el viejo diablo se había marcado un farol. Maldijo a su tío en silencio, bajó en el ascensor y desafió al director.

—El Coronel me dijo que había instalado usted cámaras de vídeo en esa suite. Quiero saber si esa historia tiene algo de cierto.

El director dio un grito ahogado.

—¿Eso le dijo su tío? Qué barbaridad. Eso es ilegal, y sólo me faltaría… Es decir, estaría loco si hiciera algo así. Si esa historia hubiera llegado a saberse, habría perdido mi empleo. Y, total, ¿para qué?

—No, si yo sólo le digo lo que él me contó. No vaya a pensar que me lo creí, por supuesto.

—Eso espero. Debía estar borrachísimo cuando le dijo eso. No había querido decírselo hasta ahora, pero sospecho que a su tío lo mató la cantidad de alcohol que llegaba a beberse todos los días.

Lady Clarissa todavía tenía sus dudas, pero con empezar una discusión no iba a ganar nada.

—Supongo que sufría algún tipo de manía persecutoria. Simplemente me ha parecido oportuno que supiera usted lo que me contó. Le pido disculpas por haberlo mencionado.

Dejó al estupefacto director mascullando furioso, volvió a su coche y llamó a información para pedir el número de una funeraria. Encontró una que no estaba lejos y se dirigió allí para organizar el funeral del Coronel.

—Pueden enviarme el cadáver a Sandystones Hall, Fenfield —dijo al director de la funeraria—. Celebraremos unas exequias privadas en el cementerio de la finca. El ataúd y el transporte los pagaré ahora. No, no necesitamos flores ni ningún tipo de ceremonia. El Coronel no tenía muchos amigos. —Extendió un cheque y se lo entregó.

—Caray, tenemos unos clientes extraordinarios —le dijo el director de la funeraria a su ayudante cuando Lady Clarissa se hubo marchado—. Imagínate: tienen un cementerio dentro de su propia finca. No quieren flores ni ceremonia alguna, y por lo que ha dicho esa mujer, creo que tampoco asistirá nadie. Sin embargo, debe estar forrada, porque ha pagado sin rechistar.

Ya en la calle, Clarissa cambió de opinión respecto a no seguir preocupándose por la presunta colocación de cámaras ocultas en su habitación. Los desmentidos del director del hotel habían sonado muy convincentes, pero, para asegurarse, Lady Clarissa decidió visitar al abogado de su tío, cuyo nombre el Coronel había mencionado en un par de ocasiones. Y, de paso, aprovecharía para ver qué decía el testamento de aquel viejo diablo.

* * *

Clarissa volvió al hotel y pidió el teléfono del despacho del abogado. Entonces llamó y pidió a la secretaria una cita con el señor Ramsdyke.

—¿Es usted clienta del señor Ramsdyke?

—¿No le digo que quiero que me dé una cita con él?

—¿Una cita? Perdone, pero…

—¿Es usted boba o qué? Haga el favor de decirle al señor Ramsdyke que soy Lady Clarissa Gadsley, la mujer de Sir George, el juez de paz, y que si no me da usted una cita para verlo inmediatamente, ambos tendrán motivos para lamentarlo.

Veinte minutos más tarde, acompañaban a Lady Clarissa al despacho del señor Ramsdyke y la invitaban a tomar asiento.

—Iré directamente al grano —dijo Lady Clarissa al hombre con bigote entrecano que estaba sentado al otro lado de la mesa—. Mi tío, el coronel Harold Rumble, ha muerto. Tengo entendido que le dejó su testamento a usted.

—¿El coronel Harold Rumble? ¿Cómo se deletrea?

—R-U-M-B-L-E.

—No tengo ningún cliente que se apellide así… —empezó a decir el señor Ramsdyke, pero entonces vaciló—. Espere un momento. Ahora que lo pienso, un hombre llamado Grumble vino a consultarme algo hace un par de años. Creo que quería demandar a un motorista… ¿O era a una casa de huéspedes? Recuerdo que no estaba muy bien de salud y que le aconsejé que hiciera testamento. ¿Tenía su tío una pierna ortopédica?

—Sí, así es. Y precisamente he venido a hablar de su testamento. Mi tío acaba de morir.

El rostro del señor Ramsdyke se ensombreció, pues eso echaba por tierra sus esperanzas de conseguir dos nuevos clientes adinerados.

—En ese caso, debe haber muerto intestado, porque no siguió mis consejos. A menos, por supuesto, que fuera a otro bufete de abogados. Aunque afirmó que no tenía nada que legar.

—¿No le entregó ninguna caja? —insistió Lady Clarissa—. ¿Para que usted se la guardara en su cámara acorazada?

—¡Válgame Dios, no! —exclamó el señor Ramsdyke—. De hecho, nosotros no tenemos cámara acorazada. Tenemos cajas fuertes, pero no una cámara. Lo que sí tenemos es mucho espacio libre para nuevos clientes… —añadió en un último intento de hacer picar a Lady Clarissa.

—Me sorprende que tenga clientes, francamente —dijo ella, poniéndose en pie, y abandonó la habitación dando un portazo.

Lady Clarissa salió del despacho del abogado con sentimientos encontrados. Por una parte, era evidente que su tío se había burlado de ella. Pero, por otra, se había matado bebiendo, rápida y convenientemente. Maravillosamente reconfortada por ese pensamiento, Clarissa recogió su coche y puso rumbo a Sandystones Hall.