Lady Clarissa había pasado un día muy difícil en Ipford tratando de persuadir al tío Harold de que se quedara en El Último Refugio. El tío Harold se negaba en redondo.
—No sólo es El Último Refugio: es el último sitio del mundo donde querría estar. Preferiría pasar el resto de mi vida en la cárcel. Al menos allí, si alguien grita o chilla en plena noche, puedes estar seguro de que le harán callar, y ni siquiera los prisioneros se ven obligados a llevar una ridícula mortaja de ensayo. La supervisora, la muy sádica, pretende meterme una sonda por el pito y se niega a facilitarme un orinal. Si no me llevas a una residencia decente, haré que tengas problemas con ese marido tuyo.
Clarissa no podía imaginarse cómo.
—Está bien, lo intentaré. Pero no puedo garantizarte nada.
—Pues será mejor que te lo tomes con un poco más de interés. Sé lo que haces cada vez que vienes aquí, presuntamente a visitarme. ¿Crees que Gadsley sabe que te acuestas con ese tipo que conduce el coche?
—¿De qué estás hablando?
—De adulterio. O de fornicación, si lo prefieres. Verás, el director del Black Bear es ex militar. De mucho después de mi guerra, por supuesto; pero viene a menudo a visitar a su madre, esa bruja repelente que nos han puesto de supervisora, y hemos acabado conociéndonos bastante. Me ha ayudado mucho. Los militares retirados nos sentimos muy unidos, ¿no lo sabías? Por lo visto siempre te dan la misma habitación, y, a petición mía, el director hizo instalar cámaras en miniatura. Las imágenes son interesantísimas.
»Así que, querida mía, ya estás buscándome un sitio agradable donde vivir. Primero tendré que inspeccionarlo, desde luego. Y, entretanto, me pagarás una habitación en el Black Bear. Deben estar esperándome.
—Pero si…
—Nada de peros. Haz lo que te digo.
Lady Clarissa obedeció. Sabía cuándo tenía que admitir la derrota. Esa noche, el Coronel se sentó junto a la barra del hotel y celebró su victoria con unos cuantos whiskies de malta muy generosos. Había engañado a su condenada sobrina: no había ninguna cámara, aunque el hijo de la supervisora no había tenido ningún inconveniente en confirmar sus astutas sospechas respecto a aquella ramera mentirosa. Pidió que le llevaran la carta y decidió no cortarse y pedir langosta para cenar.
* * *
Wilt había pasado casi toda la semana sentado en su despacho, leyendo una biografía del káiser Guillermo II. Dudaba mucho que el hijo de los Gadsley tuviera idea de las causas de la Primera Guerra Mundial pese a haberse presentado ya tres veces al examen. Todo parecía indicar que aquello sólo iba a funcionar si Wilt se saltaba todas las partes difíciles y se ceñía a los conceptos básicos. Había decidido que lo mejor era hacer que Edward se aprendiera de memoria todos los temas fáciles para poder regurgitarlos a su antojo: si aquel tarado tenía aunque sólo fuera medio cerebro, quizá con eso lograra aprobar.
De vez en cuando lo interrumpía algún estudiante (si es que eso podía llamarse «estudiante») para hacerle preguntas estúpidas sobre los horarios del trimestre de otoño. Y luego estaban los también mal llamados estudiantes que le hacían preguntas más o menos sensatas sobre temas estúpidos. Ese mismo año, Braintree y él se habían inventado un seminario absolutamente ridículo y lo habían incluido en el programa del trimestre de otoño antes de que lo llevaran a la imprenta. De momento, «Obesidad cultural: estudio y valoración de la contribución del sobrepeso a la civilización occidental desde la caída del Imperio Romano» tenía una demanda que superaba la oferta, y hasta había una larga cola de imbéciles ansiosos por entrar en la lista de espera.
El jueves, cuando llegó a su casa, se enteró de que Lady Clarissa había llamado por teléfono para decir que no iría a Ipford ese fin de semana como tenía pensado, y proponer a Wilt que fuera él en tren a Utterborough, donde lo recogería un taxi que ella se encargaría de enviarle.
—A mí me va bien. Cuanto menos tiempo pase encerrado con esa mujer, mejor —le dijo a Eva, y volvió a sumergirse en la historia del siglo XX alemán. Media hora más tarde volvió a sonar el teléfono. Wilt dejó que contestara su mujer.
—Era Lady Clarissa —dijo Eva—. Quiere que cojas el tren de las diez y veinte del día trece. O sea, mañana.
—¿A qué viene el cambio?
—Ha comentado no sé qué de que Edward está poniendo de los nervios a Sir George.
—Ya, y quiere que me ponga de los nervios a mí, ¿no? ¿Ha mencionado cuánto piensa pagarme por media semana?
—No he querido preguntárselo. Parecía un poco agitada. Bueno, la verdad es que me ha parecido que estaba un poco bebida. Ha empezado a decir que la cocinera era una foca y que su tío era un gordo cabrón…, ¿o era al revés? No sé, no me ha parecido conveniente interrumpirla.
—¡Maldita sea! ¡En qué lío me has metido! En fin, supongo que será mejor que suba a hacer la maleta.
—Ya me he encargado de eso —dijo Eva.
Wilt subió al piso de arriba y miró en su maleta para asegurarse de que Eva no había metido dentro el traje de rayas rosas. Lo había metido, claro. Wilt lo sacó de la maleta y lo escondió en el armario, debajo de una chaqueta. Luego se sentó en el borde de la cama y maldijo a su mujer por haberlo metido en aquel lío infernal. Estaba decidido a no llevarse una chaqueta de esmoquin; seguramente los Gadsley se cambiaban para cenar, pero él pensaba mantener una postura independiente.
A la mañana siguiente, Eva lo acompañó en coche a la estación de ferrocarril, y a las doce del mediodía ya estaba en el taxi en Utterborough, camino de Sandystones Hall.
* * *
La mansión, construida en el siglo XIX, tenía un camino de casi dos kilómetros que culminaba en un foso sorprendente. El arquitecto que lo diseñó había recibido instrucciones muy precisas de su cliente, el general Gadsley, empeñado en que Sandystones debía tener uno porque Hunstanton Hall, en Norfolk, lo tenía. El edificio en sí era un conglomerado tan extraordinario de estilos incompatibles que la opinión más extendida era que el general Gadsley —que en esa época estaba destinado en India— debía de haber cambiado de opinión cada mes, eliminando del diseño original hasta el último vestigio de coherencia arquitectónica.
Otros críticos más benévolos sostenían que las terribles experiencias del general durante la rebelión de los cipayos lo habían convertido en un adicto al opio, y que eso explicaba que enviara tan extrañas instrucciones a Inglaterra. Fuera como fuese, lo cierto es que el arquitecto, confundido con los continuos cambios de criterio, acabó desquiciado y alcohólico. Su cliente murió de dengue después de que lo picara un mosquito y no volvió a Inglaterra, así que nunca llegó a ver aquella indescriptible monstruosidad, resultado de sus muchas y variadas instrucciones.
Por suerte, el alto muro que rodeaba los jardines ahorraba a los transeúntes refinados cualquier visión accidental de la mansión. Ese efecto quedaba incrementado por el camino, innecesariamente largo y tortuoso, y por un cinturón de casi un kilómetro de bosques de hayas plantadas por posteriores generaciones de Gadsleys con el fin de ocultar lo que algunos de los descendientes más sensatos del general consideraban «la vergüenza de la familia».
Conforme el taxi se abría camino por el espeso bosque, dando con frecuencia bruscos y cerrados virajes para evitar chocar contra los troncos de los árboles y las ramas que colgaban, Wilt decidió insistir en que alguien más acostumbrado a aquel camino, que era una auténtica trampa mortal, fuera a recoger a Eva y a las cuatrillizas a la verja de la finca y las llevara hasta la mansión. Para cuando llegó a la zona ajardinada que rodeaba la mansión, Wilt estaba magullado de tanto zarandeo sufrido en el asiento trasero del taxi, y decidido a no conducir jamás de aquella manera. Y entonces vio Sandystones Hall, que se erguía a un kilómetro de distancia.
—No sé a quién se le ocurriría ponerle un nombre tan pomposo —masculló Wilt, sorprendido al ver que aquel estrambótico edificio no era tan grande ni tan elegante como él esperaba.
—Y usted que lo diga —coincidió el taxista.
—¿Hay arena por aquí?
—Mire a su izquierda. ¿Ve ese campo de golf de nueve hoyos? Los bunkers necesitan arena. Podrían haberla traído desde la playa, desde luego… Pero yo no me lo trago. Es demasiado caro. Aunque están forrados de pasta, de eso no cabe duda. Imagínese que hasta tienen su propio cementerio y su propia capilla.
Se detuvieron junto al puente levadizo, por el que se cruzaba el foso. Al otro lado del puente se alzaba una puerta profusamente ornamentada, aunque tanto la puerta como el foso parecían exageradamente ampulosos comparados con la propia mansión, relativamente pequeña. Wilt se apeó del taxi y sacó su cartera, pero el taxista negó con la cabeza.
—Tienen cuenta —explicó. Llevó la maleta hasta la puerta y tiró del cordón del timbre. Una mujer muy gorda, con cabello entrecano y vestida de negro, abrió la puerta.
—¿Señor Wilt? Pase, por favor. Le mostraré su habitación. Me temo que la casita de invitados que le prometieron todavía no está preparada, pero le aseguro que lo estará para cuando llegue su familia. Lady Clarissa se disculpa por no venir a recibirlo, pero le ha surgido un imprevisto y ha tenido que salir. Yo soy la señora Bale, la secretaria de Sir George. También hago de ama de llaves cuando se ausenta alguno de los dos.
—He de admitir que nunca me había alojado en una casa con puente levadizo —comentó Wilt mirando los muebles, que, como el resto de la casa, eran extraordinarios. Saltaba a la vista que lo habían traído todo de India. Hasta los retratos de los antepasados que decoraban la pared de la escalera, revestida con paneles, eran de personajes ataviados con los uniformes del ejército indio durante el apogeo del imperio.
—Y ésta es su habitación —dijo la señora Bale abriendo una puerta al final de la escalera—. Esa puerta de ahí es la del cuarto de baño. Si necesita algo, sólo tiene que decírmelo. El timbre está encima del escritorio.
Pero Wilt apenas la oyó. Miraba embobado una cama enorme que parecía diseñada para dar cabida a seis adultos con sobrepeso.
—Todas las camas de la casa son del mismo tamaño —aclaró la señora Bale, quien evidentemente le había leído el pensamiento—. A las muchachas les cuesta mucho hacerlas por la mañana. Hay que rodear toda la cama para remeter las sábanas por el otro lado. Yo, personalmente, las encuentro bastante cómodas.
Se dirigió hacia la puerta.
—Si tiene hambre, la cocina está abajo, al final del pasillo que encontrará a la derecha. Allí es donde yo como y tomo el té.
Wilt se dijo que, a juzgar por el tamaño de aquella mujer, debía de ser un té muy bien acompañado, pero se abstuvo de comentarlo y se limitó a darle las gracias mientras ella abría la puerta.
Una vez solo, se preguntó qué clase de familia sería aquélla y, por enésima vez, en qué lío se habría dejado meter. Luego, después de deshacer la maleta, salió al rellano y bajó la escalera, y se paseó por las habitaciones explorando la casa. En el interior de la mansión todo era tan raro como prometía el exterior. A través de las ventanas con vistas al puente levadizo vio una especie de lago con una capilla en el extremo más alejado, y a su derecha, un huerto rodeado por un muro con una casita al lado. Seguramente aquélla debía de ser la casita de invitados donde Wilt se alojaría con Eva y las cuatrillizas. Al final salió afuera y fue siguiendo el foso hasta la parte trasera de la casa, donde le sorprendió encontrar una verja grande y maciza encajada en un muro, y, al otro lado de la verja, un patio de grava frente a un garaje con cabida para varios coches.
—Ésa es la entrada que utiliza la familia. Hay que pulsar tres veces el timbre que tiene a su derecha para que se abra la verja —explicó una voz de mujer. Wilt miró hacia arriba y vio a la señora Bale de pie al final de un tramo de escalones, en la parte trasera de la casa—. Venga a tomar una taza de té —lo invitó.
Wilt subió los escalones y la siguió hasta lo que parecía ser la cocina, a juzgar por los fogones y los numerosos electrodomésticos. Pero el tamaño de la habitación era desproporcionado con respecto al resto de la casa.
—Siéntese —dijo la señora Bale—. Aquí, los mejores sitios para conversar son los rincones; si no, hay que gritar. Dudo que haya estado usted en un sitio más extraño que éste. Me refiero a la casa en general.
Wilt le dio la razón: era la casa más rara que había visto jamás.
—Creo que debería advertirle que Sir George también es un bicho raro —continuó la señora Bale ofreciéndole una taza de té a Wilt—. Se apellidaba Smith o algo por el estilo. Según me contó mi difunto esposo, ni era un verdadero Gadsley, ni tenía título de Sir. Por lo visto, el linaje se extinguió cuando el anciano Sir Gadsley, es decir, el verdadero Sir Gadsley, murió de paperas. Su hermana se había casado con un tal señor Smith y su hijo mayor heredó Sandystones y la finca. Dicen que él no tiene ningún derecho al título, aunque yo prefiero reservarme mi opinión. De hecho, hay quien dice que el anciano Sir Aubrey, el último Gadsley verdadero, ni siquiera tuvo paperas. —Hizo una pausa para tomar aliento—. A mí no me gustan los cotilleos, pero he oído decir que era un poco…, ya sabe…, rarito.
—¿Rarito? —preguntó Wilt, que no tenía ni idea de a qué se refería aquella mujer.
—Sí, rarito. Ya me entiende, de la acera de enfrente. Bueno, a mí no me gustan los cotilleos, pero lo que resulta de todo esto es que Lady Clarissa no tiene nada de Lady, no sé si me explico.
—A mí, cuando la conocí, me pareció una mujer muy respetable —se apresuró a afirmar Wilt por si alguno de los Gadsley estaba oyendo aquella serie de embarazosas revelaciones.
—No, no. Me refiero a que no tiene el título de Lady. Aunque Sir George fuera baronet, ella no sería Lady Clarissa, sino Lady Gadsley. Pero no lo es. Ella cree que sí, pero su título es tan real como ésos que venden por internet. O eso tengo entendido. Yo, por supuesto, nunca he…, aunque una vez a mi difunto esposo le regalaron una parcela en la Luna por su cumpleaños. ¡Ya se imagina de qué nos sirvió semejante regalo!
Wilt se sentía como si hubiera aterrizado no ya en la Luna, sino en Marte. La conversación estaba adquiriendo un tono cada vez más surrealista. Daba la impresión de que en aquella mansión todo el mundo estaba como un cencerro.
—Me estaba hablando usted de Sir George —dijo, tratando de reconducir la conversación.
—Ah, sí. Desde hace unos años es juez de paz, aunque a veces nadie lo diría, por cómo se comporta. De hecho, es mejor no llevarle la contraria para evitar que se ponga como un energúmeno.
Wilt tomó nota de ese consejo.
—Gracias por avisarme. ¿Y cómo es Lady Clarissa?
—Bebe mucho. Bueno, en realidad los dos beben mucho. Pronto tendrá ocasión de comprobarlo por sí mismo. Tengo entendido que ha venido a ayudar a su hijo Edward a aprobar no sé qué examen. No lo envidio, la verdad. El chico es más raro… Se pasa el día merodeando por aquí, tirando piedras y cosas así. En otra época, seguramente lo habrían internado en una de esas instituciones, ya sabe, para niños un poco escacharrados. Le falta un hervor, no sé si me explico. Se ha ido esta mañana, muy temprano, y desde entonces nadie ha vuelto a verle el pelo.
Dicho eso, se levantó y fue hasta una cocina enorme, donde vertió un poco más de agua en una tetera de tamaño industrial.
—¿Otra taza? —preguntó.
Wilt asintió y le dio las gracias. ¿Un poco escacharrado? Dios mío, el chico debía de ser un idiota rematado.
—Entonces, ¿usted cree que Edward no es… muy inteligente?
—Yo no sé nada. Lo único que sé es que Sir George lo odia. Bueno, en realidad no es su hijo, sino su hijastro; quizá sea por eso por lo que no se llevan bien.
—Desde luego, no parece una familia muy feliz —comentó Wilt con un suspiro—. Me sorprende que siga usted trabajando aquí.
—No tengo más remedio, porque mi marido se mató en un accidente de tráfico. Igual que el primer marido de Lady Clarissa, aunque fue en otro paso a nivel, por supuesto. Y Sir George necesitaba una secretaria, así que solicité el trabajo. Necesito trabajar, y el sueldo es bueno; por eso sigo aquí, y no me meto con nadie. Como ya le he dicho, a mí no me gustan los cotilleos.
—Claro, claro —se apresuró a decir Wilt—. Bueno, lo único que puedo decir es que me ha ayudado usted mucho ofreciéndome toda esta información. Le agradezco muchísimo lo que ha hecho. Muchas gracias.
—De nada. Es que he visto a tanta gente ingenua meterse en esta ratonera… Bueno, no, creo que «manicomio» es la palabra más indicada. Por eso he pensado que debía usted saber a qué se enfrenta. No son una pareja normal, ella se casó con él por su dinero, y en cuanto al hijo de la señora, si consigue usted enseñarle algo… —Se interrumpió de repente. Era evidente que no le gustaba hablar de Edward. Wilt cambió discretamente de tema.
—Supongo que a nadie le molestará que llame por teléfono a mi mujer para decirle que he llegado y recomendarle que, cuando venga, no entre por la entrada principal, ¿verdad? Esa ruta que atraviesa el bosque es terriblemente peligrosa. Ese otro camino, el que lleva hasta la parte trasera, me ha parecido mucho más seguro.
—La carretera vieja está pensada, precisamente, para disuadir a los visitantes no deseados. Y claro que puede utilizar el teléfono. Voy a enseñarle dónde está.
Lo precedió por un largo pasillo. Cuando iban por la mitad, giró la cabeza para asegurarse de que nadie los observaba y se detuvo junto a una puerta que quedaba medio escondida.
—Esto es un lavabo privado —explicó esbozando una sonrisa—. Sir George ha hecho instalar un teléfono aquí. A veces pasa horas ahí dentro; dice que es estreñimiento, pero estoy segura de que lo utiliza con propósitos ilegales. Para que se abra la puerta corredera tiene que iluminarla con una linterna de infrarrojos.
—¿Y qué hay dentro?
—Pues lo que hay en cualquier cuarto de baño, además de un teléfono, un fax y un ordenador. Ah, y también está insonorizado.
—Jamás había estado en una casa tan rara como ésta —murmuró Wilt, y miró a la señora Bale con recelo—. ¿Cómo sabe lo que hay ahí dentro?
La señora Bale soltó una risita.
—Un día, Sir George fue a Londres y olvidó esconder la linterna. Y se la cogí.
—¿Pero cómo sabía para qué servía la linterna?
—Porque un día, casualmente, estaba arrodillada al final de la escalera arreglando la alfombra, y él no me vio allí arriba.
—¡Caramba! Veo que usted no deja nada al azar —comentó Wilt, y se preguntó cómo demonios se las habría ingeniado para arrodillarse, con lo gorda que estaba.
—En esta casa de locos no me queda otro remedio —replicó ella con una risita.
—Ya me lo imagino. Bueno, ¿dónde está ese teléfono que puedo utilizar?
—Enfrente del estudio de Sir George. Le gusta oír lo que dice la gente.
—Gracias. Sólo quiero insistirle a mi mujer en que coja un taxi. No quiero que conduzca por el camino del bosque.
La señora Bale asintió.
—Dígale que no entre por la verja principal, sino por la que encontrará a continuación. Está pintada de negro, y por ella se accede al camino que lleva hasta la parte trasera de la casa.
Wilt transmitió todas esas instrucciones a Eva cuando consiguió llamarla al móvil.
—Es el camino que utiliza la familia, y es mucho menos peligroso —le explicó—. Si lo prefieres, podéis venir en tren y les pediré que manden un taxi a recogeros.
Eva se opuso, como siempre.
—Cualquiera diría que no sé conducir —refunfuñó.
Wilt dio un suspiro. Eva siempre se oponía a seguir sus consejos. Pero la verdad era que no conducía muy bien.
—Yo no he dicho eso. Pero ni yo iría por ese camino que recorre el bosque, y con las niñas en el coche sería muy poco sensato, y creo que con eso me quedo corto.
Al final Eva cedió y cambió de tema, lo cual produjo un gran alivio a Wilt.
—¿Ya has conocido a Edward?
—No. Por lo visto se ha ido solo a no sé dónde. Que sepas, Eva, que por lo que me han contado, debe ser un chico muy raro. Hasta cabe la posibilidad de que sea retrasado mental. Empiezo a dudar que pueda hacer algo con él.
—Tienes que hacer algo con él. —Eva había omitido mencionar la bonificación que recibiría Wilt si Edward aprobaba el examen, pensando que así tendría una baza que podría jugar si Wilt amenazaba con no realizar su trabajo—. Estoy segura de que una vez que lo hayas conocido cambiarás de opinión.
—Y quién sabe cuándo va a ser eso, si el chico se pasa todo el día en el bosque haciendo el gilipollas. Y por lo visto Sir George (que quizá ni siquiera sea Sir George, pero ésa es una larga historia que no voy a contarte ahora) lo odia. Bueno, tengo que dejarte porque esta llamada no la pago yo.
Wilt colgó el auricular, se dio la vuelta y se encontró cara a cara con un hombre gordísimo de unos sesenta años que pareció sorprenderse de ver a un desconocido utilizando su teléfono.
—¿Es usted el profesor particular de mi hijastro? —preguntó con un tono de voz que Wilt asoció inmediatamente con la única ocasión en que lo habían multado por superar el límite de velocidad.
—Sí —contestó—. Sólo estaba diciéndole a mi mujer que había llegado. La señora Bale me ha dicho que podía telefonear. Usted debe ser Sir George.
—En efecto. ¿Y usted cómo se llama?
—Wilt. Henry Wilt.
—Está bien. Tenía entendido que llegaría usted dentro de unos días. Mi mujer es tan condenadamente despistada que casi nunca sabe en qué día de la semana estamos.
Lo guió hasta su estudio y lo invitó a sentarse en una butaca mientras él se dirigía hacia una licorera y unos vasos que había en una bandeja de plata.
—Siempre me tomo un brandy después de una mañana en el juzgado —explicó—. ¿Le apetece acompañarme?
—Prefiero algo más suave —confesó Wilt—. Una cerveza, quizá.
—Como usted quiera, aunque supongo que cambiará de opinión cuando conozca a mi hijastro.
—¿Por qué lo dice? ¿No es un chico fácil? —preguntó Wilt mientras Sir George llenaba una copa de brandy, cogía una botella de cerveza, un abridor y un vaso para Wilt y se dejaba caer en una gran butaca de piel.
—Es uno de los jóvenes más condenadamente difíciles que he conocido jamás. No me sorprende nada que el primer marido de mi mujer decidiera suicidarse. De haber sabido que Clarissa tenía un hijo tan insoportable como Eddie, no me habría casado con ella. Y no es ninguna exageración. Y lo que es aún peor: esa mujer me mangonea de una forma insoportable.
Wilt no dijo nada. La mansión era un lugar desconcertante, pero las personas que vivían en ella eran aún más raras.
—Si consigue meter a ese monstruo en algún college de Cambridge, habrá obrado usted un milagro. Nos costó lo nuestro que lo aceptaran en un colegio privado de lo más mediocre, y para que no lo echaran de allí tuve que recurrir al soborno.
—Su mujer me comentó algo de Porterhouse. ¿Acaso estudió usted allí? —preguntó Wilt.
Sir George hizo una mueca de desprecio.
—Ya le he dicho que es muy despistada. Yo estudié en Peterhouse. Lo último que se me ocurriría sería cargar a mi antiguo college con esa descerebrada criatura. Aunque en realidad no existe ni la más remota posibilidad de que acepten a ese bruto en ningún college. Es mucho más probable que consiga una plaza en Pentonville.
—¿Se refiere a la cárcel? —preguntó Wilt. Empezaba a arrepentirse de haber rechazado el brandy.
—Supongo que acabará allí de todas formas. De hecho, es el mejor sitio para él. Así, el resto de la sociedad estaría mucho más segura.
—Alguien ha mencionado que le gusta arrojar cosas.
—¿Arrojar cosas? Ese chico es un maníaco. La de veces que he tenido que pagarle la fianza porque ha estado a punto de matar a algún gilipollas. Me temo, viejo amigo, que va a estar usted muy ocupado con Eddie.
Para cuando Sir George se hubo terminado el segundo brandy, sin dejar de perorar contra su hijastro, los sentimientos de Wilt habían sufrido un cambio radical. Si bien al principio entendía el problema que tenía aquel hombre, y pese a saber por experiencia propia lo difíciles que podían llegar a ser los chicos, estaba empezando a impresionarle un poco lo mal que Sir George hablaba del chico. Estuvo tentado de compartir con Sir George sus experiencias con los aprendices de las clases de Humanidades de la ya desaparecida Escuela Politécnica Fenland.
En sus primeros años en aquel centro, Wilt se había enfrentado todos los días a unas aulas llenas de jóvenes con cara de perplejidad que no le encontraban ningún sentido a leer Cándido o El señor de las moscas, obras que no consideraban parte de su herencia cultural; y la tarea de Wilt había consistido en tratar de demostrarles que la literatura podía proporcionarles habilidades para la vida. Ahora se llamaban alumnos de Comunicación y ya no se les pedía que pensaran ni que hablaran de nada, sino sólo que se sentaran delante de unos ordenadores y, según veía Wilt, que practicaran con aquellas máquinas hasta ser capaces de manipularlas a la máxima velocidad posible. La mayor parte del tiempo jugaban a juegos virtuales violentos o miraban sus Facebooks, donde cargaban fotografías asquerosas y ridículas, suyas y de sus amigos. Las cuatrillizas le habían dicho que las redes sociales eran «guays», a lo que Wilt había replicado que, para él, relacionarse significaba mirar a alguien a los ojos y no una maldita pantalla.
De hecho, si se paraba a pensarlo, a Wilt le deprimía mucho ver cómo habían cambiado las cosas. Aunque, por muy pesadas y maleducadas que fueran las cuatrillizas, esperaba no llegar a hablar tan mal de ellas como Sir George hablaba de su hijastro. Era evidente que, por la razón que fuera, Sir George odiaba a aquel chico.
En otras circunstancias, Wilt habría seguido haciendo preguntas, pero estaba viviendo en la casa de aquel viejo arrogante y tenía que ganar suficiente dinero para seguir llevando a las cuatrillizas a aquel maldito colegio, porque si no, Eva no lo dejaría vivir.
Aun así, se sentía un poco culpable.
Después de un tercer brandy, Sir George anunció que comería fuera y que la señora Bale le prepararía algo a Wilt en la cocina. Wilt tomó debida nota de lo que aquello significaba. No le importaba comer en la cocina. Es más: se alegraba de quitarse de en medio.