13

La señora Collinson tampoco estaba pasando la mejor noche de su vida. Había ido a la consulta de su dentista, en Londres, para que le pusieran una dentadura nueva. La vieja había empezado a caérsele cuando sonreía, lo cual no sucedía a menudo, pero había pasado varias veces mientras daba clase de Latín a las alumnas de sexto. Desde entonces, había oído a algunas de las alumnas mayores refiriéndose a ella como «Annie la Desdentada». Entró muy segura de sí misma en el jardín del colegio, con los nuevos dientes postizos en su sitio, y aparcó el coche. Sin embargo, hacia el final de la velada, esa seguridad se había evaporado por completo. Las cuatrillizas habían vuelto a las andadas.

Esa tarde, habían bajado al río y habían visto a un joven que se bañaba desnudo. O, para ser exactos, habían encontrado su ropa en la orilla y, sin pensárselo dos veces, se habían apropiado de ella.

De pronto, Samantha tuvo una idea genial.

—Ésta es la noche libre del señor Collinson. Regresa de Horsham, cena en el pub del pueblo y se queda allí a beber —dijo mientras examinaban los pantalones abandonados y les vaciaban los bolsillos—. Y cuando llega a su casa, normalmente está borracho.

—No me extraña —intervino Emmeline—. Estar casado con esa plasta no puede ser muy divertido.

—¿Por qué no ponemos los pantalones de ese chico en el dormitorio de la señora Collinson para que su marido piense que le ha puesto los cuernos?

Las interrumpió Penelope, que había estado hurgando entre la maleza con un bastón.

—¡Mirad qué he encontrado! —gritó, emocionada, y sostuvo un condón en alto. Estaba desenrollado y parecía usado. Las cuatrillizas se quedaron mirándolo, y luego se miraron unas a otras. Entonces Josephine levantó los calzoncillos del joven, que no estaban precisamente limpios.

—¡Puaj! ¡Eres asquerosa! —protestaron las otras tres al unísono—. Pero…

Aquello era precisamente lo que necesitaban para preparar el escenario para cuando llegara el marido de la directora.

—Pensará que su mujer se la pega con un maromo —dijo Samantha, que había oído a Wilt emplear esa expresión por teléfono—. ¡Eh, fantástico! ¡Hoy ha ido a Londres! ¡La casa estará vacía!

La casa de los Collinson se hallaba a cierta distancia de los edificios principales del colegio. Y lo mejor era que estaba rodeada de un seto de tejo muy bien cuidado que les proporcionaría protección. Las cuatrillizas entraron por la puerta trasera.

—¿Y si hay alguien dentro? La señora de la limpieza, por ejemplo —dijo Josephine—. No sé, antes de entrar deberíamos asegurarnos.

—Está bien. Ve a la puerta principal y toca el timbre. Así sabremos si hay alguien —dijeron las otras.

—¡Ya, claro! ¡Qué listas! Sois unas cobardes de mierda. —Josephine volvió pasados cinco minutos y dijo que no había contestado nadie—. Y la puerta está cerrada con llave.

—Entonces tendremos que entrar trepando por una cañería o con una escalera de mano —observó Penelope.

Pero Samantha había encontrado la forma de llegar hasta una ventana abierta del primer piso.

—Mirad esa hortensia trepadora. Los tallos son muy fuertes, os lo demostraré. —Trepó por el grueso tallo hasta el alféizar de la ventana y entró por ella en la casa. Sus hermanas se disponían a trepar también cuando Samantha se asomó y dijo—: Me parece que estoy en el dormitorio. Hay una cama doble y un armario, y también hay un cuarto de baño con maquinillas de afeitar y la bata de la foca esa colgada de un gancho detrás de la puerta.

Emmeline trepó hasta la mitad de la hortensia y le dio los calzoncillos a su hermana.

—Dentro está el condón —dijo.

Cinco minutos más tarde, las cuatrillizas habían salido del jardín sin que las viera nadie y habían vuelto a entrar en el colegio aguantándose la risa.

Eran las ocho de la tarde cuando la directora llegó de Londres, tan contenta, con su dentadura nueva. Se dio un baño y, tras dar una vuelta por el colegio, volvió a su casa, cenó y se metió en la cama. Ya dormía cuando su marido volvió del pub y, sabiendo cómo reaccionaría ella si la despertaba, se puso el pijama y se metió en la cama, tan lejos como pudo de su mujer.

Cuando tocó los calzoncillos con los dedos de los pies, se detuvo a pensar. Aquello no tenía tacto de ropa interior femenina. Y menos aún de la ropa interior de la señora Collinson, que tenía gran profusión de volantes y encaje, un detalle que habría sorprendido enormemente a las cuatrillizas. Con mucho cuidado, metió una mano debajo de las sábanas y tocó algo que ninguna mujer habría podido ponerse. Al cabo de un momento, había apartado las sábanas de su lado de la cama y contemplaba, incrédulo, los calzoncillos sucios y algo más asqueroso aún: el condón usado. Aquella visión tuvo un efecto extraordinario sobre él. De marido borracho pero considerado pasó a marido sobrio y furioso en cuestión de segundos. Los calzoncillos no hicieron nada por mejorar la situación.

Encendió la luz y se enfureció aún más. El que su mujer tuviera una aventura con alguien ya era bastante grave, pero que se hubiera acostado con un tipo que llevaba los calzoncillos sucios… No encontraba palabras para expresar la rabia que sentía.

El señor Collinson decidió actuar. Sacudió a su mujer tan enérgicamente que ésta se cayó de la cama produciendo un fuerte ruido sordo, y por el camino perdió la dentadura postiza. Miró a su marido desde el suelo, mostrándole las encías; él se erguía ante ella amenazadoramente.

—¡Puta asquerosa! —gritó—. Me marcho a trabajar y cuando vuelvo me entero de que durante mi ausencia has estado tirándote a un animal repugnante. Bueno, pues esto significa el fin de nuestro matrimonio, eso seguro. Mañana mismo iré a ver al abogado con más experiencia de Londres y le pediré que inicie inmediatamente los trámites.

La señora Collinson se arrodilló en el suelo. Que la despertara de un profundo sueño un marido enloquecido que apestaba a alcohol y la sacara de un tirón de la cama mientras la acusaba de tener relaciones sexuales con otro hombre era peor que cualquier pesadilla que pudiera imaginar. En cuanto a la amenaza de divorciarse de ella, la señora Collinson supuso que su marido estaba más borracho, muchísimo más borracho, de lo que jamás lo había visto. Le dolía la cabeza y, pese a que en general era una mujer firme y enérgica, sin dientes en la boca se sentía sorprendentemente vulnerable. Peor aún: cuando se levantó del suelo, se encontró con el condón y los calzoncillos que blandía su marido.

—Aquí tienes las pruebas —le espetó él—. Las he encontrado en tu cama. Supongo que creíste que esta noche me quedaría en Horsham y no te molestaste en librarte de ellas, ¿no? Pues mira, no me he quedado en Horsham, y no creo que tenga ningún problema para divorciarme.

La señora Collinson se dejó caer en una butaca y trató de concentrarse.

—Este escándalo te va a arruinar la vida —continuó él—. Tendrás que dejar esta casa, y el colegio, y dudo que vuelvan a darte trabajo de docente después de que se hayan presentado estas pruebas en el juicio. —Había empezado a sonreír con crueldad—. Confieso que nunca me gustó este horrible lugar, lleno de niñas pijas y depravadas. Pues mira, tú misma te lo has buscado.

Pero la señora Collinson estaba demasiado ocupada pensando. No se había acostado con nadie, y suponiendo que un hombre hubiera estado con ella, ¿por qué demonios habría dejado aquellos repugnantes objetos en su cama? Y ¿dónde estaba ese hombre? No tenía ningún sentido. Alguien debía de haber puesto aquello allí deliberadamente para perjudicarla. Pero ¿quién?

El señor Collinson salió furioso de la habitación, sujetando los calzoncillos y el condón a prudente distancia e informó a su mujer de que iba a dormir en algún otro sitio y se marcharía al amanecer.

La señora Collinson se levantó de la butaca y recuperó su dentadura, y con ella, parte de su dignidad. Estaba poniéndose la bata para seguir a su marido cuando vio la ventana abierta y, debajo de ella, en el suelo, una flor de hortensia trepadora. Se asomó por la ventana y, con la ayuda de una linterna que tenía en la mesilla de noche, vio una rama que colgaba separada del tallo principal. Era evidente que la había roto alguien al trepar por la hortensia, cuyo tallo era exageradamente grueso. La señora Collinson corrió hacia el cuarto de invitados.

—¿Y ahora qué quieres, maldita sea? —dijo su marido—. Ni se te ocurra pensar que vaya a cambiar de opinión. Voy a pedir el divorcio y…

—Quiero que salgas conmigo al jardín y que veas una cosa.

—¿Al jardín? ¿A estas horas de la noche?

—Exacto. He encontrado una cosa que hará que dejes de comportarte como un idiota.

—Está bien, pero te advierto que no va a servirte de nada —masculló él.

Bajaron al jardín y bordearon la casa hasta la fachada por la que trepaba la hortensia. La señora Collinson iluminó la rama rota con su linterna.

—¿Cómo crees que se ha roto esa rama? Y otra pregunta: ¿cómo ha llegado esto a nuestro dormitorio? —Le mostró la flor—. A ver, explícamelo. —¡Hombre, tenía que notarse que era toda una directora de colegio privado!

Su marido sacudió la cabeza.

—Cualquiera sabe. Tal vez tu amante…

—¿Insinúas que subió trepando? Si es así, veamos si tú eres capaz de hacerlo —propuso la señora Collinson—. Venga, no te quedes ahí plantado.

Pero el señor Collinson estaba examinando el tallo principal de la planta y comprendió que era imposible que un hombre adulto trepara por aquella hortensia sin arrancarla de la pared. Se volvió y miró a su mujer.

—¿Insinúas que ha sido alguna de tus alumnas? Pero ¿de dónde demonios iban a sacar esos calzoncillos, por no mencionar el condón usado? ¿Y por qué iban a hacerlo?

—No tengo ni idea, y francamente, prefiero no pensarlo. Pero espero que te hayas convencido de que no he tenido ningún lío amoroso. ¿No ves que habría sido una tontería dejar las pruebas en nuestra cama?

Volvieron a la casa, y una vez allí, el señor Collinson, avergonzado, se disculpó y se sirvió un whisky con soda.

La señora Collinson, mucho más práctica, fue al armario de los zapatos y cogió un par de zapatillas de gimnasia.

—Voy a bajar a los dormitorios, a ver si alguien se está riendo —dijo a su marido—. Creo que sé quién ha sido. Y juro que, si estoy en lo cierto, esas repugnantes criaturas se van a arrepentir.

* * *

A ocho kilómetros de allí, un joven desnudo que había pasado varias horas buscando su ropa a tientas en la oscuridad se dirigía a su casa en bicicleta, dolorosamente y sin luces, cuando un coche de la policía le hizo parar. Ya lo habían visto varios conductores, entre ellos tres mujeres maduras que habían llamado a la policía con sus teléfonos móviles para informar de que había un exhibicionista rondando por allí en bicicleta. Por desgracia, dos de esas mujeres habían pasado cuando el joven orinaba en un seto.

El joven dobló una esquina y vio que un coche de policía le cerraba el paso. Veinte minutos más tarde, estratégicamente cubierto con una manta, era interrogado por un inspector con muy mala leche a quien la noche anterior unos vándalos habían roto los cristales de las ventanillas del coche y para quien todos los jóvenes eran unos cabrones. Los jóvenes que iban en bicicleta desnudos y sin luces a las diez de la noche, y que orinaban con toda tranquilidad en los setos, pertenecían a otra categoría aún peor.

—Así que habías estado follando con una furcia y no te acordabas de dónde habías dejado la ropa, ¿no es eso? —preguntó en tono agresivo.

—No, ya se lo he dicho: fui a nadar y…

—Desnudo, ¿no?

—Está bien, lo admito: estaba nadando desnudo en el río. Había dejado mi ropa en la orilla. No existe ninguna ley que prohíba eso, y no vi a nadie por allí.

—Ya, claro. Y supongo que la ropa desapareció sola, ¿no?

El joven suspiró.

—Pues claro que no. Alguien me la robó —respondió.

—Y ese alguien es la chica con la que habías estado follando.

—Ya le he dicho que estaba solo.

—Sí, claro.

En fin, que fue un interrogatorio sumamente desagradable. Al final lo mandaron a su casa en un coche patrulla, donde tuvo que someterse a otra angustiante hora de interrogatorio por parte de su enfurecido padre, el párroco de la localidad, quien, al ver que su hijo no volvía a casa, había registrado su habitación y había encontrado un paquete de condones en un cajón.

La amenaza implícita para su reputación era demasiado para el párroco, y su furibunda reacción posterior fue demasiado para su hijo. El joven se acostó desnudo, cubierto de moretones y sin cenar. A partir de ese día empezó a opinar que el sexo estaba sobrevalorado, y a plantearse seriamente la posibilidad de hacerse sacerdote católico, para fastidiar a su padre.