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En el colegio Saint Barnaby’s, las cuatrillizas planeaban un acto final de venganza contra la señora Collinson, la directora, quien les había ordenado mantenerse alejadas de las otras alumnas hasta el inicio de las vacaciones de verano.

—¡Foca estúpida! —dijo Penelope—. Cualquiera diría que tenemos una enfermedad contagiosa. Propongo que pongamos algo horrible en su estudio cuando no nos vea.

—¿Como qué? —preguntó Samantha.

—¿Qué os parece una serpiente? Si consiguiéramos atrapar una culebra y la pintáramos de negro, a esa bruja le daría un ataque.

—¿Y de dónde vamos a sacar una culebra? Además, las serpientes me dan repelús —replicó Josephine.

—Está bien, nada de serpientes. Seguro que se nos ocurre algo que odie y que no pueda relacionar con nosotras.

—¿Y si entramos en su despacho, buscamos un montón de páginas porno en internet con su ordenador y luego la denunciamos a la policía?

—¿Y de dónde vamos a sacar su contraseña, imbécil? La última vez pudimos hacerlo porque tú adivinaste que la contraseña de mamá era «Decepcionada». Además, nos descubrió antes de que tuviéramos ocasión de enseñárselo a papá, por no hablar de llamar a Emergencias.

—Pues… ¿y si repetimos lo del azúcar en el depósito de gasolina?

—Bah, qué aburrido. Además, podrían descubrirnos —replicó Penelope—. Eso funcionó con la señorita Young, pero si no quieres que te descubran, no puedes repetir dos veces el mismo truco. Tiene que ser algo diferente y sutil, como por ejemplo…

—¿Como qué? Va, dilo.

—No se me ocurre nada. Pero hemos de pensar algo antes de que acabe el curso, si de verdad queremos librarnos de ella.

Sentadas detrás de la caseta del campo de hockey, aplicaron sus diabólicas mentes a resolver el problema, pero ninguna de las ideas que discutieron les pareció adecuada. Las cuatro estaban de acuerdo en que tenía que ser algo horrible y desagradable, algo absolutamente inconcebible —aunque público— que pusiera a la directora en una situación insostenible. Entonces tendría que marcharse ella en lugar de las cuatrillizas.

Emmeline seguía siendo partidaria de arruinar la reputación de la señora Collinson acusándola de tener algún tipo de perversión sexual.

—El otro día estuve leyendo un artículo sobre un tipo llamado Driberg. Le gustaban los calcetines de vagabundo, cuanto más sucios, mejor. Lo ponían cachondo. Creo que los chupaba.

—¡Ay, cállate! —dijo Penelope—. Me dan ganas de vomitar.

—No me creo que seas tan inocente. Seguro que tienes unas fantasías de lo más guarro.

—¡Aquí la única pervertida eres tú, engendro!

—¡Puta!

—¡Foca!

—¡Zorra!

Tras un intercambio de insultos empleando un lenguaje cada vez más grosero, y del que hasta los conductores del túnel de Dartford habrían podido aprender un par de palabras, las cuatro hermanas acabaron en el suelo, revolcándose y tirándose unas a otras del pelo.

Desgraciadamente para ellas, el encargado de mantenimiento del colegio avisó a una monitora que las castigó sin salir de su dormitorio durante el resto de la semana.

* * *

En Sandystones Hall, Sir George tampoco estaba ya tan contento. Lady Clarissa le había impuesto una espantosa serie de comidas saludables y había sido tan maleducada con Philomena Jones que la nueva cocinera se había negado a seguir trabajando para él.

—No me importa que me envíe a la cárcel —había anunciado una noche mientras él masticaba su ensalada de lechuga romana, lentejas y zanahoria cruda, tres ingredientes que detestaba—. Los carceleros te tratan mejor que ella. —Y Philly había salido indignada del comedor antes de que Clarissa pudiera decir: «¡Adiós y hasta nunca!».

Sir George se quedó mirando a su mujer con malevolencia, y se disponía a recordarle que él era el dueño de la mansión y que, por lo tanto, estaba en su perfecto derecho de emplear a quien le diera la gana, cuando Clarissa anunció que cada vez estaba más preocupada por su tío y que pensaba ir a Ipford al día siguiente para ver cómo le iba. Añadió que, de paso, se encargaría de ver si allí podía contratar a una cocinera como Dios manda para sustituir a aquella horripilante criatura que, de haberse quedado, sin duda alguna los habría envenenado.

Al oír eso, Sir George ejerció por fin sus derechos de señor de Sandystones Hall y explotó.

—¡Al cuerno con tu maldito tío! —gritó, y tan fuerte que Philly debió de oírlo desde la cocina—. ¿Acabas de echar a la cocinera más interesante que he tenido jamás, y ahora pretendes largarte a hacerles la pelota a tus parientes y dejar que me muera de hambre? ¡Y un cuerno! Philomena se queda, te guste o no. ¡Ya puedes meterte eso en tu mente libidinosa! O eso, o le digo a Philly que te ponga a ti de patitas en la calle. Tiene mucha más fuerza que tú.

Lady Clarissa se quedó callada unos segundos, y entonces replicó:

—Quizá esa zorra gitana tenga unas proporciones considerables, pero si le ordenas que me haga algo, le contaré a todo el mundo tus fantasías sexuales con gordas, y todos te conocerán como el amante de las bolas de grasa. No creo que llegaras a olvidar eso jamás. Me encargaré personalmente de que todos los periódicos del país envíen a sus reporteros a sitiar esta casa y a ventilar tus repugnantes deslices. Casi puedo ver los titulares de News of the World y del Sun. «Los caballeros las prefieren adiposas», «Las orgías de George el Tragón», o algo por el estilo. Y puedes estar seguro de que haré que nuestra anterior cocinera, que era excelente, testifique que la acosaste y que luego la despediste porque no estaba lo bastante gorda para satisfacer tus asquerosos gustos. Seguro que eso hará que el tribunal de divorcios se interese y preste atención. Sí, claro: también pediré el divorcio. Tengo motivos de sobras, y créeme: si sigues con esta intolerable actitud, lo pediré.

Enfrentado a ese contraataque, Sir George lamentó no vivir en una época anterior, cuando las mujeres sabían cuál era su sitio y, si contestaban demasiado a menudo, las ataban a un taburete y les daban un chapuzón en el estanque. A él, en ese momento, le habría encantado sumergir a Clarissa en el foso y sujetarle la cabeza bajo el agua un buen rato. O mejor aún, ponerle una mordaza de metal para impedirle hablar. Tras lanzarle una última mirada asesina, se encerró en su estudio con una botella de brandy para consolarse. La única solución que se le ocurría era buscarle una casita a Philly dentro de la finca e ir allí a cenar como es debido todas las noches, en lugar de tragarse alguna detestable mezcla de verduras crudas con su mujer. Siempre podía decir que había ido al club de golf a tomarse una copa.