Si el coche de la señorita Young hubiera tenido sentimientos, habría sentido algo parecido. El plan de las cuatrillizas para complicar el viaje a Inverness había dado resultado. Y, por si acaso, además del medio kilo de azúcar disuelto en agua caliente y añadido al depósito de gasolina habían metido una patata en el tubo de escape con ayuda del mango de una escoba.
Dado que previamente habían recubierto la patata de Superglue, resultó imposible retirarla sin desmontar el tubo de escape. Y, de hecho, fue la patata lo que causó el primer problema. Habían tenido que llevar el vehículo, un Honda flamante del que su propietaria estaba particularmente orgullosa, al taller del pueblo para que lo repararan. A la señorita Young, que había pedido permiso para marcharse del colegio seis días antes del fin de curso para poder asistir a la boda de su prima, no le hizo ninguna gracia, por no decir algo peor, y tenía sus sospechas acerca de quiénes eran las que habían retrasado el inicio de su viaje. Dos días más tarde, le habían devuelto el coche con un tubo de escape nuevo, y la señorita Young había continuado su camino, pero entonces entró en acción el agua azucarada.
Acababa de llegar al túnel de Dartford cuando el coche se paró. Por desgracia, era hora punta y había un tráfico infernal, así que un coche averiado en el interior del túnel era lo que les faltaba a los otros conductores, cuyos vehículos formaban una cola de varios kilómetros.
Sonaban las bocinas, los conductores maldecían —los que la señorita Young tenía más cerca decían unas cosas que ella jamás había oído y que, desde luego, no tenía ningún interés en volver a oír— y la grúa tardó más de una hora en llegar hasta ella. E, incluso entonces, la maniobra resultó muy difícil porque el Honda se había parado tan cerca del camión que tenía delante que se le había enganchado la matrícula en el parachoques, y tampoco podían mover fácilmente el coche de detrás. El conductor de este último vehículo, desesperado por huir, trató de pasar al otro carril, pero lo golpeó, causándole daños considerables, un camión francés inmenso que, de entrada, no debería haber circulado por ese carril. En total tardaron dos horas en desenganchar el Honda y sacarlo del túnel, y después de ese tiempo, la señorita Young no era la persona cuerda que horas antes se había marchado del colegio Saint Barnaby’s. De hecho, la palabra «enloquecida» la habría descrito a la perfección, y mientras la grúa se llevaba el coche, a ella la llevaron con un ataque de histeria al hospital más cercano, donde la sedaron generosamente.
—¡Mocosas de mierda! ¡Yo las mato! —gritó cuando le informaron de que como mínimo tardarían una semana en dejar el Honda en condiciones de volver a circular, y antes de que hiciera efecto la dosis masiva de tranquilizantes—. Dentro de diez días tengo que asistir a la boda de mi prima Sarah.
Los enfermeros lo pusieron en duda. También lo dudó el médico ghanés al que habían llamado para que se encargara de un asunto tan complicado. Pero para entonces la señorita Young se había quedado dormida.
A última hora de la tarde del día siguiente, nada más despertar, insistió en que quería abandonar el hospital.
—¡Tomaré un tren! —gritó, levantándose como pudo de la cama, y cuando intentaron detenerla e impedírselo, empleó un lenguaje extraordinariamente soez que ella jamás había utilizado pero que había aprendido de los conductores que habían quedado atrapados en el túnel.
—Pero si todavía está conmocionada, querida —le dijo la hermana—. No se encuentra en condiciones de ir a ningún sitio. Lo que necesita es descansar.
—Y usted necesita que la despidan —le gritó la señorita Young mientras se dirigía, tambaleándose, hacia la puerta. La hermana suspiró. Si aquella imbécil se empeñaba en marcharse, no iba a ser ella quien se lo impidiera. La vida ya era bastante difícil, y lo único que le faltaba era que una joven histérica y evidentemente culta le dijera que merecía que la despidieran.
—Me insultó empleando un lenguaje horrible —explicó más tarde al médico ghanés, que la comprendió y le dio toda la razón. Estaba acostumbrado a que los pacientes con prejuicios raciales lo insultaran—. Bueno, si se equivoca de estación le estará bien empleado —dijo la hermana con satisfacción—. En su estado, no me extrañaría nada que se equivocara.
Y eso fue precisamente lo que pasó: que la señorita Young se equivocó de estación. Dos horas más tarde, iba camino de Cardiff, y como todavía sufría los efectos secundarios de los sedantes, volvió a quedarse dormida. La hermana del hospital tenía razón: se había equivocado de estación y había hecho caso omiso de las reiteradas explicaciones del empleado de la taquilla cuando le aseguró que no tenía billetes para Inverness.
—Bueno, pues entonces deme uno que me permita llegar hasta allí en taxi.
—Escuche, señora, esto es una estación de ferrocarril, y no una oficina de taxis.
—Por supuesto. Ya lo sé. ¡Deme un billete, inútil! Tengo mucha prisa —le espetó.
Convencido de que se enfrentaba a una lunática —y muy grosera, por cierto—, al final el empleado le vendió un billete para un pueblecito galés de nombre impronunciable, con la esperanza de que hubiera allí un buen hospital psiquiátrico o, al menos, una unidad de rehabilitación, y donde los galeses no cometerían el error de dirigirle la palabra a una inglesa chiflada.
Tras dormir durante casi todo el trayecto, la señorita Young despertó sobresaltada al detenerse el tren en Cardiff. A esas alturas ya estaba lo bastante recuperada de los sedantes para entender la resistencia del empleado a venderle un billete para Inverness, y la extraña expresión de su rostro cuando le había dicho que tomaría un taxi allí.
Decidida todavía a asistir a la boda, intentó alquilar un coche, pero resultó que, en algún momento del viaje desde que saliera del maldito colegio, había perdido su carnet de conducir. Echar pestes contra el desdichado empleado de Avis que se negó a alquilarle un coche si no le presentaba el carnet resultó reconfortante, pero no sirvió de nada. De hecho, la señorita Young no desistió hasta que el empleado la amenazó con llamar a la policía, y optó por ir al centro del pueblo a pie. Afortunadamente, conservaba su tarjeta de crédito y pudo alojarse en un hotel. Aparte de estar muerta de hambre, estaba deseando matar a las endiabladas hermanas Wilt, pues no tenía ninguna duda de que ellas eran las responsables de las horrorosas experiencias que había sufrido aquellos dos últimos días.
Al final, la señorita Young tuvo que aceptar la derrota y envió un mensaje urgente a su prima explicándole que lamentaba muchísimo perderse la boda, pero se le había estropeado el coche y estaba atrapada en Cardiff, gracias a la ineptitud de un taxista. Luego fue a su habitación y encargó unos bocadillos al servicio de habitaciones. Cuando le llevaron los bocadillos había vuelto a quedarse dormida.