10

Lady Clarissa llegó a Sandystones Hall de muy buen humor. Había pasado una noche de mucha actividad en Ipford con su amante, y después de haber conocido a Wilt, también esperaba impaciente su llegada a la mansión, prevista para el fin de semana siguiente.

Evidentemente Wilt era un hombre culto, y Lady Clarissa estaba convencida de que sería el profesor particular ideal para Edward, que regresaría del colegio el lunes siguiente.

Hasta Sir George estaba más simpático de lo habitual, pues se había enterado de que un vecino suyo al que siempre había detestado había sido condenado a tres meses por conducción temeraria, y a dos años de retirada de carnet por conducir bajo los efectos del alcohol.

—Así aprenderá a no entrar en mi propiedad —añadió Sir George incoherentemente—. Ya le he advertido mil veces que no se acerque, como sabes muy bien. Bueno, por fin has vuelto. ¿Cómo le va a tu tío en esa nueva residencia de ancianos? ¿Se divierte?

—Me temo que no. No ha parado de llamarme por teléfono al hotel para quejarse del ruido del tráfico y para contarme que el general de brigada del piso de arriba se había caído de la cama justo cuando él acababa de dormirse, y que no habían podido meterlo en el ascensor porque era demasiado alto. Y que cuando se había quejado del ruido que hacían, la supervisora le había dicho que se portara bien. Tampoco le gusta que el centro se llame El Último Refugio. Dice que es un nombre morboso. Ah, sí, y tampoco le gusta dormir en lo que llama «una mortaja de ensayo».

—¿Una mortaja de ensayo? ¿Qué demonios es eso?

—Una camisa de dormir larga. Como sólo tiene una pierna, creen que la camisa de dormir resulta más cómoda que un pijama. Por lo visto, también le han dicho que estaría mucho mejor con una sonda, pero el tío Harold se niega a que se la pongan. No entiendo por qué.

Sir George sí lo entendía, pero no pensaba discutir con su mujer. A él le habían puesto una sonda después de una operación, y no deseaba a nadie tener que someterse a ese procedimiento, ni siquiera al tío Harold, que era un cabronazo de mierda. Decidió desviar la conversación hacia un tema más agradable.

—Por cierto, he encontrado a una cocinera excelente —dijo—. Lleva aquí desde el viernes, y te aseguro que es algo fuera de lo común. Se llama Philomena Jones, pero no le importa que la llamen Philly. Es asombroso lo que puede llegar a hacer con un ganso.

Lady Clarissa intentó pensar qué se podía hacer con un ganso aparte de asarlo, y sólo se le ocurrió freírlo o hervirlo.

—Primero lo unta con grasa de cerdo y mantequilla. Eso lo llama «empringado». Luego lo rellena con paté de foie y morcilla y…, ah, sí, se me olvidaba: previamente le corta el cuello y la cabeza, y vuelve a pegárselos justo antes de servirlo. Es extremadamente artística. Anoche, de postre podía elegir entre zabaglione o compota de ciruelas, seguido de queso Limburger, que no puede compararse a ningún otro queso que haya probado.

—Ya me lo imagino. Yo lo comí una vez y me pareció absolutamente asqueroso. Sólo con olerlo se te pasaban las ganas de probarlo para el resto de tu vida —dijo Lady Clarissa con un estremecimiento.

—Supongo que es un gusto adquirido, pero te aseguro que jamás había comido y cenado tan bien como este fin de semana. Ganso, pato, perdiz, faisán… Cualquier cosa que se te ocurra, Philly sabe cocinarla. El relleno lo va cambiando, por supuesto. También he probado uno de caracoles fritos con ajo y…

—Espera un momento. ¿De dónde saca los caracoles? Supongo que vendrán en una lata, ¿no?

—No, qué va. Los coge del huerto. Philly cree que hay que aprovechar los productos de la tierra y todas esas cosas. Es cazadora-recolectora, Clarissa. Y créeme, lo hace muy bien. Ayer, de entrante, comimos pechuga de erizo rellena. Le había quitado muy bien las púas, por supuesto. Estaba absolutamente delicioso.

—Ya, un plato tremendamente sano —dijo Clarissa con sarcasmo—. Dicho de otro modo: en cuanto te dejo solo un par de días, ignoras por completo las estrictas instrucciones del cardiólogo, que consisten en evitar las grasas y comer sólo pollo y pescado siempre que sea posible. En lugar de eso, llego a casa y te encuentro entregándote a un régimen prácticamente letal a base de ganso relleno de paté de foie y morcilla, por no mencionar el resto de repugnantes ingredientes. ¿Y se puede saber dónde demonios encontraste a esa cocinera a la que podrían confundir con Myra Hindley?

Sir George sonrió.

—Pues mira, en el tribunal. La condenaron a un mes de trabajos para la comunidad por caza furtiva. Y para ahorrar dinero, la traje aquí a cumplir su condena, lo cual significa que nos sale baratísima. De hecho no nos cuesta nada, salvo lo que come. Porque le he ofrecido comida y alojamiento, claro. Así, como estupendamente y, de paso, ahorramos.

—Perfecto —dijo Clarissa—. Una pregunta más, y luego puedes irte al cuerno: esa tal Philomena Jones ¿es gitana?

Sir George vaciló un momento, y luego contestó:

—Pues mira, no se me había ocurrido pensarlo. Vive cerca de aquí, y su compañero sentimental está condenado a seis meses por no sé qué delito. Creo que por causarle lesiones a un guardabosques. De haber sabido que su mujer, o como quieras llamarla, era tan buena cocinera, habría utilizado mis influencias para que el tribunal le impusiera a él una condena mucho más larga.

—¡Genial! ¡Absolutamente genial! No me extraña que esa mujer quiera matarte —dijo Clarissa mirando por la ventana mientras pensaba cómo podía resolver aquello. No quería volver a quedarse viuda. Al menos, de momento. Por otra parte, no tenía intención de compartir el concepto de alta cocina de su marido. Los caracoles y los erizos de jardín eran… Trató de pensar en una descripción adecuada, pero no la encontró. Decidió cambiar de táctica—. Corrígeme si me equivoco, pero ¿verdad que está gorda?

—Como una bola de sebo —contestó Sir George—. Aunque he de admitir que no sé muy bien lo que es eso.

—Dicho de otro modo: gorda como una ballena.

—Bueno, yo no diría tanto. Quizá tenga un poco de sobrepeso, pero no llega a estar obesa.

—Tú y yo tenemos diferentes conceptos de «obesidad». La verdad es que nunca he entendido esa predilección que tienes por las mujeres enormes; no entiendo cómo te casaste conmigo. —Miró fijamente a Sir George, desafiándolo a aclarar esa última parte de su afirmación, y él tuvo, al menos, el detalle de quedarse calladito—. En fin, será mejor que vaya a ver qué aspecto tiene esa virtuosa de la alta cocina.

—Si quieres, puedes llamarla. No le importa que la haga venir aquí.

—Ya, seguro; pero prefiero ir a ver con mis propios ojos qué productos autóctonos nos está preparando para la cena. ¿Ancas de sapo del foso seco, quizá? ¿Tostadas con testículos de liebre? Eres un caso perdido, George, te lo aseguro.

Y tras hacer ese alegre comentario, Clarissa desfiló por el largo pasillo hasta la cocina, donde se encontró cara a cara con una mujer que no tenía ni el más remoto parecido con una gitana, dados su rubio cabello y su pálido cutis. Tenía la nariz bastante respingona, y unas mejillas sonrosadas que sobresalían bajo los ojos, hundidos. De hecho, sobresalía toda ella de manera grotesca por todas partes.

—Usted debe ser Philomena —dijo Lady Clarissa—, Philomena Jones.

—Puede llamarme Philly. Todo el mundo me llama así.

—¿Y es ése su verdadero nombre? No es que tenga mayor importancia, pero…

—Sí, señora, excepto el apellido. El apellido me lo inventé para presentarme ante el tribunal.

—Muy bien, pues yo soy Lady Gadsley y en adelante se dirigirá a mí llamándome «milady».

—Sí, señora. A su marido lo llamo señor Gadsley.

—A mi marido puede llamarlo como quiera, aunque a partir de ahora prefiero que me lo consulte todo a mí. Veamos, ¿con qué planea envenenarnos esta noche?

—¿Envenenarlos, señora? ¿Hay algo que le apetezca especialmente?

—Le he dicho que no me llame «señora».

Philly sonrió.

—Sí, ya lo sé, pero si la llamo «milady» tendré que hacer una reverencia, ¿no? Y, entonces, seguramente me caeré y tendré problemas para levantarme. He de tener mucho cuidado cuando me levanto de la cama. Una vez me caí delante de una apisonadora y conseguí apartarme a rastras de su camino en el último momento.

—Qué lástima —dijo Clarissa con ambigüedad—. Bueno, no he venido aquí a hablar de las desgracias que asuelan el mundo. He venido a hablar de la pirámide alimentaria.

—¿Pirámide? ¡Huy, yo no entiendo mucho de comida egipcia! Pero sé que al señor Gadsley le gustan los chicharrones por la noche, no sé si me entiende…

Lady Clarissa se estremeció.

—¿Se refiere al cerdo frito o al cerdo sin freír?

Pero la cocinera no captó la insinuación que encerraba esa pregunta.

—Bueno, no importa —dijo Clarissa mientras Philly trataba de contestar algo—. Sólo quiero que quede muy claro que no comparto la afición de mi marido por los caracoles, los erizos ni el relleno de morcilla y paté de foie, por no mencionar todas las otras formas de vida salvaje que por lo visto le ha dado a probar. Según me ha contado Sir George, no me extrañaría nada que nos sirviera fricandó de babosas o algo parecido. Es sencillamente absurdo.

—Ah, no, señora. No sé de nadie que haya pedido babosas para desayunar. Ni para cenar, ahora que lo pienso.

—Pues me alegro —dijo Clarissa—. Bueno, ¿qué nos ha preparado para cenar esta noche?

—Como el señor Gadsley siempre me pide platos sabrosos, he pensado que de entrante podríamos servir setas del bosque…

—¿Setas del bosque? —gritó Lady Clarissa—. Querrá decir champiñones, ¿no? Las setas del bosque suelen ser venenosas.

—Quizá algunas lo sean. Hay que saber escogerlas —aclaró Philomena—. Mi viejo dice que las que son blancas por arriba y más o menos blancas también por debajo se pueden comer. Las que tienen el sombrero verde son las venenosas.

—¡Ya puede eliminarlas todas del menú! No quiero matar a mi marido, al menos todavía. ¿Y de segundo plato?

—Lechón asado, con la piel curruscante y tostada. Como ya le he dicho, a su marido le gusta la carne crujiente…

—¡De eso, nada! Esta noche cenaremos algo ligero. Espárragos de lata, por ejemplo; y después, sardinas con ensalada de lechuga y judías de lata. Y de postre, queso Cheddar —ordenó Clarissa, y salió a grandes zancadas de la cocina y fue a buscar a Sir George—. Me parece muy bien que quieras morir prematuramente de intoxicación por alimentos, pero yo no —le espetó—. Y esa criatura horrible que hay en la cocina sabe de alimentación saludable como yo de la estructura del átomo. Le acabo de ordenar que esta noche nos sirva ensalada para cenar.

—¡Oh, no! Con lo impaciente que estaba por comerme uno de sus deliciosos entrantes seguido de un lechón.

—Dudo que siguieras vivo para cuando llegara el lechón. Esa chiflada pensaba darte setas de entrante. Sí, sí, como lo oyes, querido: setas. Setas variadas. Ésas que son blancas por debajo, como la amanita faloide. Sí, sí, ya me imaginaba que eso te haría incorporar y hacerme caso.

—No, no, si no me incorporo —dijo Sir George—. Y estoy convencido de que Philly sabe muy bien lo que hace. Al fin y al cabo, es una hija de la Naturaleza. Ha vivido de lo que da la tierra desde que nació.

—Ya, y supongo que la Naturaleza también le dio de mamar.

—Ya sabes a qué me refiero. Los gitanos tienen un don para la supervivencia. Bueno, eso suponiendo que sea gitana de verdad.

—Sea lo que sea esa criatura, será mejor que te mentalices de que me voy a encargar de que sobrevivamos a sus mortíferas artes culinarias. No voy a permitir que tengas una muerte dolorosa ni que, peor aún, sufras un ataque de apoplejía y te quedes paralítico. O sea, que tengas un derrame cerebral.

—Sé perfectamente qué es un ataque de apoplejía, muchas gracias.

Lady Clarissa, perversamente complacida por la rabia del tono de voz de su marido, decidió insistir un poco más:

—Tenía un amigo que sufrió una apoplejía y que, de la noche a la mañana, se convirtió en un vegetal. Lo recuerdo muy bien. Estaba explicando que todo ese cuento, como él lo llamaba, de que la grasa obstruía las arterias era mentira. Recuerdo que se estaba fumando un puro, y que acababa de zamparse dos raciones de cerdo asado para cenar. Estaba de pie delante de la chimenea, soltando una larga perorata, cuando de pronto cayó redondo y nunca volvió a hablar. Ni siquiera volvió a mover las manos. Hacía unos ruiditos lastimosos que su mujer trataba de interpretar sin éxito. La pobre pasó tres años sentada junto a su cama, pese a que el especialista al que consultó le dijo que su marido nunca recuperaría el habla ni la movilidad. Pero ella, por lealtad, permaneció a su lado. No permitió que se llevaran a su marido a una residencia hasta que conoció a un pez gordo del Foreign Office y se enamoró de él. Y puedo decirte quién era: se llamaba…

—¡No quiero saberlo! —gritó Sir George.

—Está bien, si no te interesa, no te lo digo. El caso es que el pobre hombre vivió siete años más, reducido a muerto viviente, hasta que la palmó. Asistí a su cremación, y recuerdo que pensé que más valía que estuviera muerto de verdad cuando el ataúd empezó a deslizarse a través de la cortina hacia el horno. Porque, claro, podía no estar muerto, ¿no? Ah, y otra cosa…

Pero Sir George ya había oído suficiente.

—Por el amor de Dios, ¿quieres hacer el favor de callarte? —gritó, y tiró el puro que tenía en la mano, un Montecristo n.° 2, a la chimenea vacía.

Pero Lady Clarissa todavía no había asestado el golpe de gracia.

—Se llamaba Henry Hogg[1]. Un nombre muy apropiado, considerando lo mucho que le gustaba el cerdo asado. Supongo que habrá quien lo llame «un final adecuado».

—No me creo nada. Seguro que te has inventado toda esta repugnante historia —dijo su marido con voz lastimera.

—No hace falta que te lo creas. Puedes buscar su nombre en el Quién es quién: murió en 1986. De hecho, ahora que lo pienso, será mejor que lo busques en el Quién era quién.

Sir George casi sonrió.

—El Quién era quién no existe, imbécil.

—Muy bien, pues coge el último Quién es quién y mira con quién se casó Leonard Nocking. Si quieres te lo digo yo, para ahorrarte la molestia: se casó con la viuda de Henry Hogg un año después de la muerte de éste. A Nocking le concedieron el título de Sir poco después por su contribución a la medicina. Era un hombre estupendo, y que yo sepa, todavía lo es.

Esa misma noche, tras una cena ligera a base de espárragos y ensalada de sardinas, Sir George entró a hurtadillas en su estudio y cogió el Quién es quién. Buscó la entrada de Nocking y comprobó que la bruja de su mujer le había dicho la verdad.

En la cocina, Philomena acariciaba con ternura al lechón sin cocinar. Si hubiera estado vivo, quizá le habría ofrecido un pezón. Sentía lástima por él, pues incluso después de muerto tenía que soportar el rechazo de los humanos.