9

A la mañana siguiente, Wilt despertó sorprendentemente pronto y siguió empollando la Primera Guerra Mundial mientras se tomaba el desayuno a base de muesli de todos los días, pues, según Eva, era bueno para su salud. Eva todavía estaba en la cama, lo cual, para él, era una delicia. Seguramente, Wilt no habría estado tan relajado si hubiera sabido que su mujer tenía oscuros pensamientos sobre él y Lady Clarissa. Al final, Eva bajó con su bata malva y amarilla y sintió un gran alivio al encontrar a Henry sentado a la mesa de la cocina, enfrascado en la lectura de su libro.

—¿Qué es eso que lees?

—Sólo es una explicación de las batallas decisivas de la Primera Guerra Mundial —contestó Wilt—. He pensado que sería mejor que las repasara antes de intentar exponérselas de forma mínimamente comprensible a ese…, ¿cómo se llama? Ya sabes, el cachorro de los Gadsley… Edward. La verdad es que esa perspectiva no acaba de entusiasmarme. Es una lectura espeluznante, pero supongo que eso la convierte en más interesante para el joven bruto.

Eva no lo sabía, y tampoco le importaba. Preparó té para ella y un poco más de café para Wilt.

—Espero que lo pasaras bien anoche —dijo, sarcástica, mientras ponía la taza encima de la mesa, justo donde Wilt no podía alcanzarla—. Supongo que saliste otra vez a beber.

De hecho, Wilt había tenido que buscar refugio en el pub después de una desagradable tarde que su mujer había dedicado a insistir en que tenía que comportarse correctamente en Sandystones Hall: no podía emborracharse, ni decir palabrotas, ni tener relaciones sexuales con Lady Clarissa. Ni dejar que Lady Clarissa tuviera relaciones sexuales con él. Desesperado, Wilt había ido a casa de los Braintree y había arrastrado a Peter hasta el Duck and Dragon; se habían sentado fuera con sus cervezas, y habían estado viendo pasar las barcas por el río.

—¿Cómo es esa Lady Clarissa? —le había preguntado Peter.

—Se bebe unos dry martinis enormes como si fueran agua. Debe ser alcohólica…, o al menos ésa fue la impresión que tuve en la comida. Además, me sorprendería mucho que no tuviera ningún amante, por las caídas de ojos que me hacía. Lo que sí está claro es que voy a mantenerme al margen de esa clase de cosas. Y no será para darle gusto a Eva. La verdad es que a ella sólo le preocupan las mil quinientas libras semanales que van a pagarme por darle clases particulares al tarado de su hijo.

Wilt sólo había estado fuera de casa el tiempo suficiente para asegurarse de que Eva habría subido a acostarse antes que él, y de hecho estaba mucho más sobrio cuando volvió a casa.

Eva se terminó el té, fue al piso de arriba y dejó que Wilt se concentrara en su libro. Pero, para sorpresa y disgusto de Wilt, Eva volvió a bajar al cabo de un momento, y esa vez ataviada con un salto de cama transparente a través del cual alcanzó a verle las bragas de color rojo intenso. Eso sólo podía significar una cosa, y por si no quedaba suficientemente claro, Eva la expresó con palabras.

—He estado pensándolo, Henry, y he llegado a la conclusión de que ya va siendo hora de que tengamos trato carnal —dijo utilizando una expresión que Wilt detestaba.

—Si te refieres a echar un polvo… —empezó él.

—Exactamente —lo interrumpió Eva—. Hace una eternidad que no lo hacemos, y supongo que en Sandystones Hall no se nos presentarán muchas oportunidades. Además, las niñas estarán allí con nosotros, y…

Wilt la interrumpió:

—Haces tanto ruido que seguro que saben qué estamos haciendo. Y la verdad es que no importa. Ellas saben mucho más que yo de sexo. ¿Nunca has oído a Emmeline hablar de sexo? No importa; anoche no dormí bien y estoy molido. No conseguiría que se me levantara aunque quisiera. Y no quiero.

—Ya, claro; y quién sabe qué habrás estado haciendo para estar tan molido, y si tendrá algo que ver con el hecho de que últimamente duermas en otra habitación y no en la mía. Mavis Mottram dice que si fueras un hombre con un apetito sexual normal, deberías satisfacer tus necesidades, aunque no satisficieras las mías. Aunque «normal» no es el término que yo aplicaría a ninguna de tus actividades. En fin, te alegrará saber que me ha dado algunas pastillas de Viagra para que puedas tener una erección. Ya sé que otras veces no nos ha funcionado, pero dice Mavis que la dosis no era…

—¿Qué dices? ¿Que tome Viagra? Sí, hombre, y que me quede ciego —dijo Wilt, casi deseando estarlo, porque aquellas condenadas bragas eran de un rojo inflamable.

—¿Qué demonios dices? ¿Quedarte ciego?

—Ah, ¿no lo sabías? Ha salido en los periódicos. En Estados Unidos, varios hombres se han quedado ciegos después de tomar Viagra.

—No me lo creo. Seguro que sólo se masturbaban, como haces tú.

—¡Pero por favor! Si te crees eso de que…

—Claro que me lo creo. Por supuesto.

Wilt miró al techo, desesperado.

—Entonces, ¿por qué no me he quedado ciego? O me masturbo y no me quedo ciego, o no me he quedado ciego porque no me masturbo. ¿En qué quedamos?

—Supongo que hay hombres que no se masturban —especuló Eva, completamente confundida y sin saber de qué estaba acusando a Wilt.

—¿Pero la mayoría sí? Entonces, la mayoría de los hombres ciegos que ves por la calle, ya sabes, esos que van con bastón y perro lazarillo, se matan a pajas, ¿no?

—¡Pues claro que no! ¿Y cuántas veces tengo que decirte que pares de usar ese lenguaje tan ordinario?

—¿Y también compruebas si tienen vello en la palma de las manos?

—No. ¿Por qué iba a hacerlo?

—Porque ésa es otra de las historias antediluvianas que se tragaban las mujeres estúpidas como Mavis Mottram y tú. Puedes hacer la prueba con el hijo de los Gadsley. Cuando yo iba al colegio, les decíamos a los niños más pequeños que si te hacías pajas te salía vello en la palma de las manos, y ellos siempre se las miraban para comprobarlo.

—Debías ir a un colegio muy raro.

—Todos los colegios son raros. Tienen que serlo por fuerza, teniendo en cuenta la cantidad de tarados que salen de ellos.

Y antes de que a Eva se le ocurriera algo que replicar, Henry había salido de la cocina y había recorrido el pasillo hasta la puerta de entrada.

—Me voy a la escuela a descansar un poco. Ahora que lo pienso, mientras estoy fuera puedes practicar un poco de sexo contigo misma. Esas bragas llameantes lo están pidiendo a gritos.

Dejó a Eva tratando de digerir su último comentario. Diez minutos más tarde, estaba sentado al sol frente a la choza del viejo Coverdale, con una taza de té en las manos.

—¿Tú echas de menos el sexo? —preguntó a su amigo.

—Lo dejé hace muchos años —contestó el anciano—. Supongo que es un pasatiempo sobrevalorado. Además, tendrías que ver a mi señora. Es un auténtico antiafrodisíaco. Sólo un maníaco sexual querría hacer algo con ella, y luego se arrepentiría.

—No sigas —suplicó Wilt—. Mi mujer se pasea por la casa con unas bragas que le quitaría las ganas para siempre al violador más exaltado. Se pone esa prenda horrorosa cada vez que quiere «tener trato carnal», como ella dice.

—¿Y estás seguro de que cuando dice eso se refiere a que quiere follar?

—Segurísimo —respondió Wilt con amargura—. Pero hablemos de otra cosa. Por ejemplo, de cómo voy a conseguir que ese pequeño idiota apruebe el examen si cada vez que me siento a empollar, mi maldita esposa mete su cuchara.

—¡Por lo que dices, no es la cuchara de tu mujer lo que debería preocuparte! Lo que tienes que hacer es vigilar para que no te ponga Viagra en la comida, mira lo que te digo.

Wilt, abatido, asintió con la cabeza. Todavía tenía muy reciente en la memoria la debacle que se había organizado la última vez que Eva le había administrado un afrodisíaco. A ese paso, tendría suerte si conseguía llegar a la mansión.