8

El tío Harold —o el Coronel, que era como se había empeñado en que se dirigieran a él— no lo estaba pasando nada bien en El Último Refugio. La segunda noche de su estancia allí, nada más quedarse dormido en su habitación de la planta baja, lo despertó un fuerte estruendo en el piso de arriba, un ruido que parecía el de alguien al caerse de la cama, seguido de los pasos apresurados de la supervisora. No consiguió entender de qué hablaban los enfermeros de la ambulancia mientras subían con lo que, a juzgar por el ruido que hacían, debían de ser botas con tachuelas, pero al poco rato los siguieron otros, entre ellos el médico que vivía al otro lado de la calle, y al que llamaron enseguida. Se quedaron todos mucho rato en la habitación, al parecer en constante movimiento, y cuando por fin salieron, le llegó la sonora voz del médico —cuya máxima virtud, por lo visto, no era la discreción— desde el rellano, diciendo: «Quizá en el hospital puedan hacer algo por ese pobre imbécil, aunque lo dudo mucho. ¿Qué demonios hacía levantándose de la cama de esa manera?».

—Seguramente quería mear y se le olvidó que llevaba puesta una sonda. El general de brigada es muy olvidadizo. Y muy testarudo.

—Lo era, por el aspecto que tiene —anunció el médico.

—Debe haberse golpeado la cabeza con el armario al caer.

Cinco minutos más tarde, el Coronel oyó la sirena de un coche de policía que llegaba, y más ruido de pasos por la escalera. ¿Por qué no utilizaban el ascensor? Pasaron cinco minutos más, y entonces lo utilizaron; o mejor dicho, lo intentaron.

—¡Coño, es demasiado alto! No conseguiremos meterlo aquí… Deberían haberlo dejado en la planta baja.

—¡Cómo! ¿Y que las visitas oyeran todas las palabrotas que decía? —replicó la supervisora—. Además, siempre ponemos a los vejestorios más difíciles en la planta baja, para no complicarle más la vida al personal que tiene que levantarlos, vestirlos y esas cosas.

Desde su habitación, el Coronel decidió expresar su opinión y sus sentimientos.

—¡Yo no soy ningún vejestorio difícil! —gritó, y oyó a alguien decir que ya entendía a qué se refería la supervisora.

Entonces la supervisora abrió la puerta y asomó la cabeza por la abertura.

—No se preocupe —susurró en la oscuridad—. Vuelva a dormir como un buen chico.

—No soy ni un vejestorio ni un chico —le gritó el Coronel—. Y son ustedes los que me han despertado, subiendo y bajando las escaleras con un ruido espantoso y sin pensar en los demás. No pienso permitirlo, como tampoco pienso permitir su maldita grosería, ¿me ha oído bien? Es más, a partir de ahora, cuando se dirija a mí me llamará «señor». Y ahora ¡váyase a tomar por culo!

—¡Ay, ay, ay! —replicó la supervisora—. Mire que ha quedado una sonda libre para los ancianos malhablados que no se portan bien. —Y cerró dando un fuerte portazo.

El Coronel maldijo rotundamente a todas las mujeres y luego se quedó tumbado pensando en su deprimente futuro. Todo parecía indicar que iba a ser un futuro desagradable y seguramente breve. Su pensamiento derivó hasta los tiempos en que todavía ejercía cierta autoridad, y le parecieron muy lejanos.

Antes de volverse a dormir había tramado los rudimentos de un plan para salir de aquel horrible lugar, a ser posible antes de que aquella bruja pudiera hacer nada relacionado con los catéteres. Recordó que había oído decir que la supervisora tenía un hijo que había sido oficial de un regimiento. De ser eso cierto, sin duda el hombre tendría más respeto por cualquiera relacionado con el ejército que por la bruja de su madre. No tenía sentido ponerse a merced de Clarissa: su sobrina había dejado muy claro, cuando había ido a instalarlo en El Último Refugio, que podía escoger entre eso y el Fin del Camino, cuyo nombre era aún más espantoso y donde, según Clarissa, hasta podías oler el Crematorio los días de mucho trabajo.

No, ya estaba harto de Clarissa. Estaba convencido de saber por qué lo visitaba con tanta regularidad, y no tenía nada que ver con el amor. O, mejor dicho, nada que ver con el amor que su sobrina pudiera sentir por él.

Si encontraba la manera de enviarle un mensaje al soldado ése, quizá lograra salir de allí.