Entretanto, en la comisaría de policía, el inspector Flint mataba el tiempo mirando por la ventana y meditando sobre aquel eterno enigma, el señor Henry Wilt. Desde el verano anterior, cuando Flint había sentido una gran liberación al encontrar a Wilt apaleado, había llegado a la conclusión de que aquel tipo era una especie de víctima nata, con un don especial para meterse en situaciones catastróficas y salir de ellas como una anguila engrasada. Por otra parte, tenía una capacidad verdaderamente innata, y a veces diabólica, para el subterfugio, y para dar, en los interrogatorios, respuestas de una incoherencia tan alucinante que, en más de una ocasión, habían llevado al propio Flint al borde de la locura. El inspector había buscado «subterfugio» e «incoherencia» en el diccionario en la biblioteca pública, y había confirmado que ambas palabras podían aplicarse a Henry Wilt. De hecho, el tipo era casi admirable, a su diabólica manera.
En cambio, la opinión de Flint sobre el comisario Hodge era todo lo contrario. Hodge no tenía absolutamente nada que pudiera admirarse. Hablando en plata: Flint lo odiaba, y lo habría llamado «papanatas de mierda» en la cara si Hodge no hubiera tenido influencias en puestos más elevados de la cadena de mando.
En lugar de eso, le expresó su opinión en privado al sargento Yates, quien demostró compartir los sentimientos de Flint hacia el comisario refiriéndose a Hodge como «ese pedazo de capullo». Fuera brillaba el sol. Mientras contemplaba el parque desde la ventana, el inspector se preguntó, distraído, qué estaría tramando Wilt.
* * *
Wilt no tenía ningunas ganas de someterse a la inspección de Lady Clarissa.
—Tienes que comportarte y dar la mejor imagen que puedas —le había repetido Eva hasta la saciedad—. Y no te olvides de comentar que estudiaste en el Porterhouse College de Cambridge.
—Dicho de otro modo, que mienta como un bellaco, ¿no? Ya te he dicho que jamás pisé ese college.
—No está bien que me digas eso, y además sólo es una mentirijilla. Tienes que impresionar a esa mujer.
—Sí, claro. Y ella sólo tiene que llamar por teléfono al college y preguntar si es verdad que estudié allí. ¡Entonces sí que va a quedar impresionada! ¡Ya te digo! Y seguro que el capullo de su marido me pregunta en qué regatas participé y qué opino del nuevo director, que seguramente debe ser una mujer, para más inri.
Eva lo miraba con expresión de desconcierto.
—No veo qué tienen que ver las regatas con todo esto. Todos hemos ido en barco alguna vez. Hasta yo he ido en barco… Fue en Norfolk Broads, y ahora que lo pienso, lo pasé muy bien.
—Tienen que ver con el remo, querida. Los alumnos de Porterhouse son muy buenos remeros. Ese college ha ganado muchas veces la Head of the River, y es famoso por estar lleno de hearties. Por cierto, ¿sabes qué diferencia hay entre un hearty y un arty?
—No —contestó Eva—, no lo sé. Pero si estás hablando de homosexuales, no me interesa el tema.
—Nada más lejos de mi intención —replicó Wilt—. Lo que intento hacerte entender es que cuando yo estudiaba en Fitzherbert, un hearty era un universitario de licenciatura, un alumno, para que me entiendas, al que se le daban bien los deportes. Un arty, por el contrario, era un patoso. Y si hubiera que ponerme a mí en alguna de las dos categorías, sería en la de arty. ¿Queda claro?
—Clarísimo, como siempre —dijo su mujer—. Jamás habría dicho que se te diera bien nada.
—De acuerdo —dijo Wilt—. Por otra parte, ese tal Gadsley debe haber sido remero o jugador de rugby, y como le has dicho a su mujer que yo estudié en Porterhouse, el muy condenado seguro que me hablará de deportes. Bueno, eso suponiendo que se moleste en fijarse mínimamente en mí, claro. Tendré que ingeniármelas para apartarme de su camino.
—Estarás tan ocupado dándole clases a su hijastro que ni siquiera verás a Sir George. Además, seguro que él está muy ocupado haciendo de terrateniente: jugando al golf, cazando, pescando… En fin, haciendo todas esas cosas con las que se entretienen los terratenientes.
—Tienes razón, pero si puedo evitarlo, tampoco me voy a pasar todas las horas del día, todos los días de la semana, dando clases al chico.
—Por supuesto que no. Serán unas maravillosas y tranquilas vacaciones para todos nosotros —dijo Eva, y subió a seguir haciendo las maletas, contenta de ver que Henry entendía perfectamente la importancia de la entrevista con Lady Clarissa.
—¿Tranquilas? —masculló Wilt—. Lo dudo mucho. —Y mientras pensaba que con toda probabilidad las cuatrillizas crearían el caos allá donde fueran, siguió leyendo sobre la Primera Guerra Mundial, pues, por lo visto, el tribunal encargado de examinar a Edward había basado su programa en la historia moderna de Europa.
* * *
Entretanto, en el colegio Saint Barnaby’s, en Sussex, la directora estaba reunida con dos maestras del centro, la señorita Sanger y la señorita Young, sobre las cuatrillizas.
—Ya no sé qué hacer con ellas —iba diciendo la señorita Young—. Prácticamente todos los días arman un lío en su residencia. Anoche, por ejemplo, sonó la alarma de incendios a las dos de la madrugada y tuvimos que evacuar los dormitorios. ¿Quién creen que fue la responsable? Una de esas horribles hermanas Wilt, por supuesto.
—¿Está absolutamente segura? —preguntó la directora.
—No puedo demostrarlo, pero sí, estoy segura. En primer lugar porque no había fuego, y en segundo lugar porque Sandra Clalley me dijo que una de ellas, Emmeline, creo, había salido del dormitorio poco antes de que sonara la alarma, con el pretexto de ir al lavabo. Cuando la chica volvió a meterse en la cama, habían roto el cristal de la alarma.
—Pudo haberlo roto otra persona, antes.
—Hmm, le daría la razón de no ser porque la chica llevaba guantes, guantes de piel. Eso fue lo que me contó Sandra.
—¿Ha hablado de ello con Emmeline? ¿Qué dice ella?
—Me miró con cara de perplejidad y tuvo la desfachatez de decir que no sabía nada de guantes de piel ni de alarmas de incendio. No sé, quizá fuera otra de las hermanas… Sigo sin poder distinguirlas. En fin, Emmeline acusó a Sandra Clalley de mentir y de tratar de buscarle problemas porque estaba celosa de ella y de sus hermanas.
—Es que podría ser verdad. Recuerden que no es la primera vez que Sandra inventa historias absurdas sobre otras alumnas —intervino la señorita Sanger—. Mi opinión es que no es una chica en quien se pueda confiar. Anna Mayle estuvo a punto de ser expulsada porque Sandra la acusó de haberle robado todas sus bragas de la lavandería mientras ella estaba en la enfermería con mononucleosis infecciosa. Y resultó ser una mentira como una catedral. Al final las encontramos detrás de una de las lavadoras.
La directora asintió con la cabeza.
—La señora Bluwell admitió haber dejado un montón de ropa interior húmeda encima de la lavadora, así que las bragas de Sandra habrían podido caerse detrás. No se encontró ninguna prueba de que Anna hubiera tenido nada que ver. Además, su padre es obispo, y la chica siempre se ha portado muy bien. No creo que podamos pedir al señor y la señora Wilt que se lleven a sus hijas del colegio sólo porque Sandra Clalley las haya acusado de hacer sonar la alarma de incendios en plena noche.
—¡Es que lo de la alarma de incendios no es lo más grave! —exclamó la señorita Young, y procedió a describir el catálogo de las fechorías, por decirlo con palabras suaves, cometidas por las hermanas Wilt, y la señorita Sanger la respaldó en casi todos los casos. Para cuando terminó la reunión, la directora no tuvo más remedio que admitir que era muy difícil saber cuál era la mejor forma de tratar a las cuatro chicas. Al final accedió a escribir al señor y la señora Wilt y decirles que iba a tener que plantearse pedirles que se llevaran a sus hijas del colegio el año siguiente si no mejoraba su comportamiento.
—Seguramente será una pérdida de tiempo —suspiró la señorita Young cuando iba por el pasillo con la señorita Sanger—. ¿Alguna vez has visto a su madre? —La señorita Sanger negó con la cabeza—. Es una mujer tremendamente vulgar. Y cuando digo vulgar quiero decir vulgar. La verdad es que no entiendo cómo la directora admitió a esas chicas en el colegio.
—Seguramente porque su padre es jefe de no sé qué facultad universitaria —apuntó la señorita Sanger.
—A mí me parece que es porque en el colegio nunca había habido cuatrillizas. Y porque han disminuido bastante las matriculaciones. Supongo que tener a unas cuatrillizas en el colegio nos hace parecer interesantes. Esas pequeñas zorras son exclusivas, desde luego, pero en un sentido verdaderamente espantoso. Espero que hagan algo realmente atroz y que las expulsen. No las soporto más.
Se despidieron y la señorita Young se dirigió a su casa con una expresión muy desagradable en la cara.
* * *
Samantha, escondida entre los arbustos que había junto a la ventana del despacho de la directora, esperó hasta que oyó salir a la profesora de la habitación y fue corriendo a informar a sus tres hermanas.
—Esa foca piensa escribir a papá y mamá para advertirles que si el trimestre que viene no nos portamos bien, tendremos que irnos del colegio.
—La señorita Young dijo que el que Emmy hiciera saltar la alarma de incendios era la gota que colmaba el vaso. Nos considera una manada de salvajes.
—¡Me encanta! Son unas pijas. Sobre todo esa zorra de Young. Voto por hacerle algo a su coche —propuso Emmeline—. Así aprenderá.
—¿Como qué? ¿Meter una patata por el tubo de escape, como hicimos en casa con el de aquel viejo asqueroso, el señor Floren? Tuvo que hacer desmontar el motor de arriba abajo para descubrir qué había pasado.
Emmeline negó con la cabeza.
—No, algo mucho mejor. Algo que le destrozará el motor y que le impedirá conducir durante una larga temporada.
—Podríamos meter azúcar en el depósito de gasolina —propuso Penelope, pensativa—. Pero lleva su tiempo. El azúcar cubre los pistones y las válvulas poco a poco y al final el motor se casca.
—Espera, ya sé —intervino Josephine—. He oído decir al mecánico que arregla nuestro coche que el carburo de silicio puede joder un motor para siempre.
—¿Y de dónde vamos a sacar carburo de silicio? El azúcar es más fácil.
—¿Y si cierra con llave el tapón del depósito? —preguntó Samantha.
—La semana pasada, cuando nos llevó a Martha y a mí al dentista, no lo cerró —aportó Emmeline—. Tuvo que poner gasolina y se bajó del coche y desenroscó el tapón, pero las llaves seguían en el coche.
—¿Cómo? ¿Dejó el motor en marcha?
—Claro que no. No es idiota perdida. Apagó el motor y dejó las llaves en el contacto; eso significa que el tapón debe ser de esos que no se cierran con llave. No será difícil vaciar un paquete de azúcar en el depósito.
—Sí, claro. Y que el azúcar se quede pegado alrededor de la entrada del depósito para que ella lo vea. No seas tonta —dijo Samantha, descartando esa sugerencia.
—¡Anda ya! —replicó Emmeline—. ¿Habéis visto alguna vez a alguien escudriñando en el interior del depósito de gasolina de su coche? Incluso cuando repostan, sólo miran el surtidor para ver si funciona correctamente y cuánta gasolina están echando.
—De todas maneras, deberíamos comprobar si el azúcar se disuelve en alcohol —comentó Penelope—. Podríamos utilizar una colonia que tengo y comprar un paquete de azúcar en la tienda del pueblo.
—No hace falta. Tengo un poco de azúcar en mi taquilla. Lo robé en la clase de Cocina cuando la señora Drayton no miraba. Podemos usarlo —ofreció Emmeline.
Unas horas más tarde habían intentado disolver azúcar en agua de colonia, sin éxito, y luego en agua caliente, donde evidentemente sí se disolvió.
—¡Genial! Sólo tenemos que disolver un montón de azúcar en agua caliente y guardarlo en una botella. Así, la señorita Young no encontrará rastros aunque mire.
—Se marcha a Escocia a pasar las vacaciones de verano. Si esto funciona, tendrá que ir en tren, y le estará bien empleado. ¡Ya sé! ¡Ya sé! Tendríamos que hacerlo cuando esté a punto de finalizar el curso, y así es posible que el coche se le estropee por el camino, y, con suerte, a kilómetros y kilómetros de un taller.
Y, felices con su plan, las cuatrillizas salieron de detrás de la caseta del campo de hockey y se separaron.