En Sandystones Hall, Clarissa todavía meditaba sobre aquella conversación mientras paseaba por el jardín. De pronto se quedó mirando el agua del foso. Estaba verde y turbia, como siempre, y le recordó a la sopa que les había servido para comer la mujer del ayudante de jardinero. Clarissa sospechaba que, en caso de haber podido elegir, habría preferido agua del foso calentada a aquella sopa. Sir George había probado una cucharada e inmediatamente se había levantado de la mesa para tirar aquella cosa asquerosa por la ventana.
—¿De dónde demonios ha salido esa mujer? —preguntó—. ¿De una planta de tratamiento de aguas residuales?
—Es la mujer de Herb.
—Dios mío. Me extraña que Herb siga con vida. Debe tener un estómago de hierro si ha sobrevivido hasta ahora, con lo mal que cocina ella.
—Es lo más parecido a una cocinera que he podido encontrar en el pueblo. Si sigues con la mala costumbre de despedir a las cocineras decentes, sólo porque son demasiado delgadas para tu gusto, no esperes que te encuentre una sustituta haute cuisine de la noche a la mañana. Le diré que no vuelva a darnos sopa porque estamos los dos a régimen.
Sir George había ido hasta el aparador, donde estaba la licorera con el coñac.
—¿Qué haces? —preguntó su mujer al ver que se servía una copa—. Nunca bebes coñac durante la comida.
—Es para quitarme el sabor de la sopa —explicó él tras escupir un trago en el foso—. ¡Seguro que esto mata a los putos peces!
Si bien el resto de la comida no había estado tan mal, tampoco podía afirmarse que les hubiera gustado. Sir George había comparado el pudin de maicena con una medusa extraordinariamente obesa, y por desgracia la mujer de Herb lo había oído y se había ofendido. Clarissa había intervenido, atribuyendo el desafortunado comentario de su marido al licor que había bebido a la hora de comer, pero le había sorprendido que Sir George se hubiera librado de que la cocinera le tirara el susodicho pudin por la cabeza.
Después Sir George había ido a ver un partido de críquet, y había avisado de que no sabía a qué hora regresaría. A Clarissa le tenía sin cuidado, pues no tenía ninguna prisa por verlo. En general, podía decirse que habían pasado el resto del fin de semana relativamente tranquilos. Como era de esperar, Sir George había explotado con relación a las malditas mil quinientas libras que su mujer había prometido pagar al puto profesor particular y al maldito alojamiento gratuito para su maldita esposa, pero todo eso Clarissa ya lo había previsto, y le había asegurado que no tenía que preocuparse por nada.
—Si ese tipo consigue hacerlo entrar en Porterhouse, pronto te librarás de Edward. Además, vosotros dos tendréis tema de conversación. Podrás recordar tus viejos tiempos en Cambridge.
—¿Cómo dices? Ese tipo debe ser un genio si consigue meter a tu hijo en esa maldita universidad o en cualquier otra. ¿Cómo has dicho que se llama?
—Wilt, Henry Wilt.
—¿Wilt? No me dice nada ese nombre. Y a nada es a lo que va a quedar reducido con lo que va a tener que esforzarse para que ese hijo tuyo apruebe el examen. Eso suponiendo que sea tan inteligente como tú aseguras.
—Tiene que serlo. Al fin y al cabo, es profesor de la Universidad de Fenland.
—De todas maneras, yo no dejaría de vigilar a Eddie. No sé, ese desgraciado podría ser un pedófilo, y quién sabe si no se pondrá a hacer guarradas con tu hijo. Sí, será mejor que lo vigiles de cerca.
—¡No digas barbaridades, George! Aunque Eddie no estuviera lo bastante crecidito para cuidar de sí mismo, que lo está, después de conocer a su mujer, estoy absolutamente convencida de que Wilt no tiene nada de degenerado. Porque si no, su mujer lo habría matado hace mucho tiempo. Con sus propias manos.
Y, con ese misterioso y amenazador comentario, había dejado sufriendo a su marido.
Mientras paseaba por el jardín, Lady Clarissa planeaba las tácticas que emplearía en el futuro. De momento había conseguido calmar a la mujer de Herb, y creía poder seguir controlando la situación si le prohibía volver a servirles sopa de cualquier clase y la convencía para que se limitara a las salchichas y la carne asada con patatas y verduras variadas. De postre no sería mala idea pedirle que preparara pudin de arroz o tapioca —Sir George odiaba ambas cosas—, y de vez en cuando una macedonia de frutas, para que él comprendiera que ya iba siendo hora de que contrataran a una cocinera de verdad.
De hecho, cuanto más lo pensaba, más conveniente le parecía tener una razón más para viajar con frecuencia a Ipford. Le diría a George que había allí una agencia estupenda donde podrían contratar a una cocinera de primera categoría. Clarissa creía que últimamente su marido empezaba a sospechar de sus excursiones a Ipford, y no podía arriesgarse a que descubriera qué era lo que en realidad iba a hacer allí. Clarissa sonrió para sí al pensar en la suite que siempre reservaba en el Black Bear.
Decidió que, pensándolo bien, tendría que volver muy pronto allí, para inscribir al tío Harold en El Último Refugio y asegurarse de que el marido de la señora Wilt estaba capacitado para darle clases particulares a Edward. Si la presencia de un hombre educado en la casa hacía que George estuviera menos irritable, el beneficio de su plan podía ser doble. Pero tendría que prevenir al señor Wilt —¿cuál era su nombre de pila? ¿Henry?— para que evitara los temas de los impuestos y la política a toda costa. Hombre prevenido vale por dos.
Así de animada y contenta estaba cuando volvió a la casa a buscar la llave de la casita de invitados donde pensaba alojar a Wilt y a Eva. Iría hasta allí y comprobaría que estuviera relativamente limpia y que no se hubieran colado murciélagos ni ningún otro intruso inoportuno. Por si acaso, se llevó una libreta para anotar cualquier cosa que hiciera falta comprar. Pero encontró la casita arreglada; sólo necesitaba una limpieza somera. Suponía que las niñas podrían compartir un dormitorio. Eva había comentado que sus hijas eran adolescentes, y Clarissa confiaba en que no distrajeran demasiado a Edward. Aunque, de momento, su hijo no había mostrado ningún interés por las chicas.
Lo cierto era que, en realidad, no había mostrado ningún interés por nada en sus breves visitas a casa durante el curso escolar. Bueno, aparte de una tendencia bastante alarmante a tirar piedras contra cualquier cosa que se moviera. Cuando Edward estaba en la mansión, ni los animales pequeños ni los niños pequeños estaban a salvo. Había habido un par de roces lamentables con algunos vecinos, quienes parecían no aceptar el argumento de que si sus hijos entraban en la finca, la culpa la tenían sólo ellos. Mucho escándalo por nada, francamente. Al fin y al cabo, ¿qué importancia tenían unos cuantos puntos de sutura aquí y allá? Además, el niño tampoco era nada guapo antes de que le cosieran la cara.
Lady Clarissa suspiró mientras caminaba hacia la casa, y pensó que si George se hubiera interesado un poco más por Edward —si se lo hubiera llevado a cazar o a pescar, por ejemplo—, quizá habrían podido evitarse todas esas molestias. Entró en el salón, se tomó dos enormes dry martinis y decidió pasar el resto del día en la cama, sabiendo que su marido volvería tarde, como de costumbre. Por suerte, dormía en otra habitación y era demasiado viejo para interesarse sexualmente por ella.
* * *
En el número 35 de Oakhurst Avenue vivía alguien que compartía su opinión sobre la comodidad de dormir en habitaciones separadas: Henry Wilt. Para empezar, ponía freno a los intentos espasmódicos y completamente indeseables de Eva de despertarlo para tener relaciones sexuales mediante lo que ella llamaba «estimulación manual». Cuando eso sucedía, Wilt solía fingir que dormía, aunque sin mucho éxito. Una vez Eva había consultado a Mavis Mottram, quien le había aconsejado el empleo de la presión escrotal como una forma infalible de despertarlo.
—Yo siempre la utilizo cuando tengo ganas de guerra con Patrick —había dicho—. Nunca me ha fallado.
A Wilt sí. Él lo llamaba «el método cascanueces», y en las pocas ocasiones en que Eva había utilizado ambas manos, había saltado de la cama chillando, exigiendo una explicación de por qué intentaba castrarlo.
—¡Si lo que pretendes es demostrar que eres más fuerte que un toro, pruébalo con dos nueces! —le había gritado Wilt una noche, y había bajado cojeando a la cocina a buscar un cuenco de nueces. Su reacción había surtido el efecto deseado desde el punto de vista de Wilt, si bien no desde el de Eva.
Era inevitable que los gritos de Wilt despertaran a las cuatrillizas cuando éstas venían a casa del internado, y muchas veces las niñas salían corriendo de sus dos dormitorios para preguntar qué había pasado.
—Nada —gimoteó Wilt en esa ocasión mientras subía la escalera a paso de tortuga, sujetando el cuenco con una mano y su escroto con la otra—. Es que mamá tiene hambre.
—¿De nueces?
—Sí, de nueces. Ya sabéis que siempre dice que son muy buenas para la salud.
—¿Y por qué andas tan encorvado? —había preguntado Penelope aquella noche memorablemente atroz.
—Porque me ha confundido con un árbol —gruñó Wilt, y cerró la puerta del dormitorio.
Las cuatrillizas no se dejaron engañar. La penetrante voz de Emmeline pudo oírse con toda claridad: «Mamá ha vuelto a ponerse cachonda —dijo a sus hermanas en el rellano—. Me parece que le ha dado por el sadomasoquismo».
Ese comentario consiguió sofocar el apetito sexual de Eva. Se levantó de la cama, asomó la cabeza por la puerta y les armó una buena a las cuatrillizas. Luego volvió a meterse en la cama y también le armó una buena a Wilt, pero, afortunadamente, sin hacerle nada que pudiera dejarlo inválido.
Esa noche, Wilt se acostó con la consoladora idea de que, al fin y al cabo, tener a las cuatrillizas en casa durante las vacaciones tendría sus ventajas.