En North Fenland, Lady Clarissa dejó en su casa al joven con el que había pasado la noche en el Black Bear, guardó el uniforme de chófer en el maletero del Jaguar y condujo cinco kilómetros más hasta su casa para anunciarle la buena nueva a Sir George.
—¿Que has hecho qué? —preguntó él con fastidio, porque Lady Clarissa lo había despertado de la siesta.
—Lo he organizado todo para que Edward apruebe el examen de acceso —explicó ella—. Y además he encontrado una residencia para ancianos excelente para el tío Harold. Se llama El Último Refugio.
—Un nombre muy adecuado. Y seguro que es condenadamente cara. Pues no olvides que soy yo el que suelta la pasta para pagar la manutención del viejo diablo, aunque sólo Dios sabe por qué lo hago. Es tu maldito tío, no el mío.
—No hay ninguna necesidad de que pagues nada —replicó ella con frialdad—. Ya pagaré yo.
Sir George casi sonrió.
—Sí, y yo me lo voy a creer. Pero no importa. Por un instante he pensado que ibas a decirme que lo traías aquí. Eso fue lo que insinuaste cuando te fuiste.
—¡Ay, eres tan pesimista! Y me tomas por idiota.
—En algunos aspectos… —Dio un suspiro—. Bueno, no importa. ¿Qué es eso de que vas a poner a tu condenado hijo a estudiar?
Ahora le había llegado el turno de suspirar a Clarissa.
—También es hijo tuyo. Al menos lleva tu apellido. Aunque no te guste, Edward es tu hijastro.
—Ya lo sé. Y también sé que tu primer marido murió en un paso a nivel sin barrera…, y no se lo reprocho, la verdad.
—¿Se puede saber qué quieres decir con eso? ¿Es otro de tus horrorosos comentarios socarrones sobre Edward?
—No sobre nuestro pequeño Eddie, como a ti te gusta llamarlo.
—Yo no lo llamo Eddie, y, como sabes muy bien, de pequeño no tiene nada… Pero ¿qué es eso que no le reprochas a mi difunto esposo? Al menos él no era tacaño como tú.
—Cierto. Pero sí le reprocho que fuera excesivamente generoso y que te consintiera todos tus absurdos y caros caprichos. Lo que he querido decir es que no le reprocho que se quitara la vida. A mí también se me ha pasado por la cabeza alguna vez, pero la verdad es que no soy partidario de convertirte en una viuda rica, como hizo él, el muy idiota. Y te aseguro que no quiero que tu hijo Eddie herede mi finca.
—¿De qué demonios estás hablando? —le espetó Lady Clarissa—. Mi primer marido sufrió un terrible accidente con el tren de las cinco y cuarto procedente de Fakenham.
—¡Paparruchas, y tú lo sabes! Esa historia es la que hicisteis circular para poder cobrar el seguro, querida. Si se hubiera sabido que se había suicidado, no habrías visto ni un céntimo. No me vengas con cuentos.
—¡Típico de ti! ¡Siempre supones lo peor! —gritó ella, y salió muy indignada de la habitación; pero volvió al cabo de pocos minutos—. ¿Dónde está la cocinera? Quiero una taza de té.
Sir George se levantó y colocó bien el retrato de su madre, colgado encima de la chimenea.
—No tengo ni idea. Pregonando sus atributos sexuales en Norwich, quizá. Seguro que allí hay montones de tipos a los que les gustan las mujeres delgadas. Resumiendo: la he despedido.
—¿Que la has despedido?
—¿Tienes que repetir todo lo que digo? Sí, la he despedido. Me temo que tendrás que preparar el té tú misma. Ah, y que esté fuerte. No soporto el té flojo.
Lady Clarissa se sentó en un diván junto a la ventana y se quedó mirando con odio la espalda de su marido.
Había confiado en encontrar a Sir George de buen humor cuando ella volviera a casa, pero estaba aún más malhumorado de lo habitual. Ojalá se hubiera casado con un hombre más afable.
—¿Se puede saber por qué la has despedido? ¿Acaso porque estaba delgada y se mantenía así, pese a todos tus intentos de engordarla? Bueno, voy a prepararme una taza de té, pero no creas que te voy a preparar otra a ti. Y, hablando de peso, esta noche quizá adelgaces un poco, porque no pienso preparar la cena. Por mí, puedes morirte de hambre.
—Ah, no te preocupes: esta noche ceno fuera —replicó él, y se dio la vuelta con una sonrisa en los labios—. Y, por cierto, voy a darme un baño y a cambiarme.
Y, dicho eso, salió muy decidido de la habitación.
En la cocina, Clarissa se negó a que la actitud de su marido le hiciera perder la calma. A saber con quién iba a salir esa noche. Cuando volviera a casa dormiría en su dormitorio, como de costumbre. Y con un poco de suerte y la ayuda de su acostumbrada ingesta excesiva de brandy después de la cena, dormiría bien y a la mañana siguiente se mostraría más dispuesto a aprobar sus planes. Clarissa no tenía nada de que preocuparse.
* * *
Wilt tampoco. La charla con el viejo Coverdale lo había animado. Además, cuanto más lo pensaba, más le interesaba ver cómo vivía la aristocracia rural. Y North Fenland era una región del país que siempre le había gustado. Los inviernos eran fríos, por supuesto, pues el viento del este entraba directamente desde los Urales, sin encontrar obstáculos en las llanas extensiones de las estepas ni en la llanura del norte de Alemania. Los veranos, en cambio, debían de ser suaves, y sin duda tranquilos, con sólo algún que otro centro turístico abarrotado de repugnantes veraneantes junto al mar.
Si Eva estaba en lo cierto respecto a Sandystones Hall y la finca tenía jardines y su propio lago, quizá hasta fuera un lugar agradable. Allí Wilt estaría lejos del mundo y podría pasear a su antojo por el bosque cuando no estuviera haciendo empollar al chico… Quizá, después de todo, pudiera hacer algo parecido a unas vacaciones. Eva y las cuatrillizas podrían pasar el día en la playa, mientras él ganaba sus mil quinientas libras semanales, con lo que quizá conseguiría que su mujer dejara de quejarse continuamente.
Cuando Wilt hubo terminado de cenar y se hubo acostado, solo, en su habitación, casi estaba deseando que llegaran las vacaciones de verano. Fue un fin de semana relativamente tranquilo, y el lunes, cuando Wilt volvió a su despacho en la Universidad de Fenland, estaba casi de buen humor.