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Wilt bajó la escalera a trompicones; sólo le quedaban dos minutos después de ponerse a toda prisa los calzoncillos que llevaba la noche anterior, que fue lo único que encontró a mano. Eva estaba sentada a la mesa de la cocina, con un vaso de agua y unas aspirinas que mantenía lejos del alcance de su marido.

—Mira, Henry —dijo en voz muy alta—, te he encontrado trabajo para este verano. Mil quinientas libras por semana, todo incluido. ¿No te parece maravilloso? Quiere que su hijo estudie en Cambridge.

Wilt se dejó caer en una silla y se sujetó la cabeza con ambas manos. Todavía tenía un dolor tremendo.

—¿Quién quiere que su hijo estudie en Cambridge? Y ¿qué quieres decir con «trabajo»? Y ¿mil quinientas libras por semana? —Con ese sueldo, el trabajo no podía ser tan maravilloso. Y ¿qué demonios significaba «todo incluido»?

—Lady Clarissa Gadsley. Te ofrece un empleo temporal.

—¿Haciendo qué?

—Dándole clases particulares a su hijo, Edward Gadsley, en Sandystones Hall. Lady Clarissa quiere que te encargues de que apruebe el examen de acceso de Historia, y yo le dije que estarías encantado.

—¡Genial! —dijo Wilt—. Y me paso las vacaciones de verano preparando a un zoquete de lo más pijo para que entre en Cambridge, ¿no? Supongo que no se te habrá ocurrido pensar que hace treinta años que no enseño Historia, y que cuando la enseñaba era a Yeseros Dos y a unos patanes incapaces siquiera de recordar dónde está Austria.

—No puede ser tan difícil, y, además, tienes dos meses para lograrlo. Conseguiremos suficiente dinero para que las niñas sigan en Saint Barnaby’s y, al mismo tiempo, haremos vacaciones gratis.

—Quizá tengas… Espera un momento. ¿Qué quieres decir con eso de vacaciones gratis? Yo no tendré vacaciones ni nada que se le parezca.

Eva sonrió y procuró no mirar los manchados calzoncillos de Wilt.

—Lady Clarissa nos ha ofrecido una casita amueblada en la finca, totalmente gratis —dijo—. Y cerca de allí hay una playa preciosa.

—No lo dudo. Y muchas posibilidades de que yo no llegue a verla jamás. En lugar de eso, me pasaré horas y horas encerrado con un tarado, tratando de hacerle entender las causas de la Revolución Francesa, o al menos de hacerle recordar en qué siglo se produjo. Ahora que lo pienso, creo que ni yo mismo lo recuerdo.

—Pues será mejor que lo averigües —le dijo Eva—. Y rápido.

—Está bien, dejemos el tema de momento. Me duele demasiado la cabeza sólo de pensarlo. Estoy muerto de hambre, anoche no cené, y supongo que también me he perdido el desayuno.

—Bueno, ¿y quién tiene la culpa de eso? —Eva contempló el lamentable estado de su marido y al final transigió—. Si vas a darte una ducha y metes esos asquerosos calzoncillos en la lavadora, te prepararé unos sándwiches.

Wilt suspiró y fue al piso de arriba.

—Menuda mierda de vacaciones —masculló por el camino.

—Te he oído —le gritó Eva—. ¡Otra vez diciendo palabrotas! Tendrás que acostumbrarte a no emplear ese lenguaje tan ordinario, porque vamos a codearnos con gente muy fina.

Wilt prefirió no expresar su opinión al respecto y entró en el cuarto de baño.

* * *

Media hora más tarde, cuando bajó vestido con pantalones grises y camisa, encontró a Eva hablando por teléfono, comunicándole la espantosa noticia a Mavis Mottram para darle envidia. Se llevó los sándwiches de pan integral y sardinas al salón y se plantó delante del televisor, donde daban un partido de críquet que no le interesaba lo más mínimo.

En realidad reflexionaba sobre el cambio que había experimentado su mujer desde que regresara de Estados Unidos el año anterior. Wilt no sabía a qué se debía esa transformación, y Eva se negaba a contárselo. De hecho, Eva se negaba a decir ni una sola palabra sobre lo que le había pasado en Wilma, Tennessee, el verano anterior. De vez en cuando murmuraba «Mala puta» cuando creía que él no podía oírla. O eso o «Foca asquerosa». Fuera como fuese, estaba más claro que el agua que el viaje para visitar al tío Wally y la tía Joan, acompañada de las cuatrillizas, había sido tan desastroso como la aventura de Wilt en busca de la Vieja Inglaterra, que había coincidido en el tiempo.

Wilt había acabado en un hospital psiquiátrico; después de cabeza en la parte de atrás de una camioneta, y luego lo habían involucrado falsamente en la desaparición de un ministro en la sombra. La excusa que había dado Eva para justificar su adelantado regreso era que el tío Wally había tenido dos infartos. En secreto, Wilt sospechaba la mano, o mejor dicho las manos, de sus hijas en la desgracia de Wally Immelmann, pero como no lo soportaba y lo encontraba repugnante, no le importaba mucho. Lo único que sí encontraba inquietante era la nueva determinación de Eva de dominarlo, un rasgo que evidentemente había adoptado en la América Imperial. Y de hecho «dominar» era un término demasiado suave. Como «controlar». Desde el verano anterior, Eva se había empeñado en que Wilt hiciera lo que ella quería y cuando ella quería.

Pues bien, Wilt no tenía intención de pasarse el verano doblegándose ante unos malditos esnobs que sin duda alguna lo tratarían con condescendencia. ¿Y qué clase de tarado era ese hijo al que querían que diera clases particulares? Estaba pensando dónde demonios podría encontrar el programa de Historia de bachillerato cuando Eva entró con paso decidido.

—Ah, estás aquí —dijo ella—. Que sepas que le he dicho a Lady Clarissa que habías estudiado en Porterhouse, y resulta que su marido, Sir George, también estudió allí, así que ya tenéis tema de conversación.

Wilt se quedó mirándola con la boca abierta.

—¡Por amor de Dios, pero si yo no iba a Porterhouse! Yo estaba en Fitzherbert. ¿Y esperas que charle con ese capullo sobre los viejos tiempos en el puto Porterhouse y sobre quién lo dirige actualmente? Seguro que va cada año para asistir al Banquete Anual y que de vez en cuando hace uso de su derecho a comer allí. No tardará ni cinco minutos en descubrir que soy un impostor.

—Bueno, seguro que puedes enterarte de esos detalles, y si no, dejar que hable él.

—¡Y un carajo! —refunfuñó Wilt.

—Mira, ésa es otra palabra que tendrás que dejar de usar —le espetó Eva, y abandonó la habitación. Wilt dio otro gruñido, salió detrás de Eva y se dirigió hacia la puerta de la casa. Tras asegurarse de que llevaba encima las llaves buenas, salió al sol de la tarde. Necesitaba salir de aquella casa y hablar con alguien que estuviera cuerdo.

Wilt fue a los huertos municipales a ver a su viejo amigo Robert Coverdale. Robert llevaba años viviendo allí, en un cobertizo; decía que prefería eso a vivir en su casa, que, como él decía, estaba «infestada de arpías. A saber: mi mujer y sus dos hermanas solteras. Bueno, solteronas».

Wilt lo encontró a cuatro patas, desherbando el arriate de espárragos. Al ver a Wilt, el anciano se levantó.

—Parece que vengas de la guerra —comentó, y entró en el cobertizo para alcanzar otra silla.

—Así es como me siento —admitió Wilt, y se sentó—. Mi mujer…

—No me cuentes nada —lo atajó Robert, y encendió su ennegrecida pipa—. Ya sé cómo son, te lo aseguro. Tienes suerte de que tu mujer no tenga hermanas. Mírame a mí, que tengo que aguantar a dos. Dos brujas solteras, eso es lo que son. ¿Qué te ha hecho Eva esta vez?

Wilt se lo contó, y no olvidó recordar a su amigo que, pese a no tener cuñadas, tenía que aguantar a cuatro hijas diabólicas.

—El sexo se paga caro —dijo Robert—. Creo que lo mejor son las amebas. Viven solas, completamente solteras, y cuando les apetece tener descendencia, sencillamente descartan una parte de sí mismas y dejan que la otra mitad lleve su propia vida. La solución perfecta. Sin responsabilidades, sin complicaciones y sin exigencias. Y lo mejor de todo: nada de sexo. Y desde luego, nada de empleos en vacaciones dando clases a un zopenco que, para colmo, es hijo de un conde, o lo que sea que haga el tío ése en North Fenland.

—Y por si fuera poco, el padre estudió en Porterhouse y Eva le ha contado a su mujer que yo también estudié allí.

—¿Qué es eso de Porterhouse? Tiene nombre de filete.

—Es un college de Cambridge, y creo que el peor ejemplo. Lleno de trogloditas con enormes cuentas bancarias y sin cerebro. Ni siquiera entiendo por qué ese tarado cree que necesita tener aprobada la Historia para entrar allí. Todo parece indicar que cumple de sobras los requisitos de admisión.

—Suerte que nunca fui a la universidad —dijo Robert—. Me coloqué de aprendiz de carpintero nada más terminar los estudios, y gané todo ese dinero que mi mujer todavía no se ha gastado fabricando muebles «antiguos» y vendiéndolos. Cuando las cosas iban mal también hacía cocinas y suelos de parquet.

Una hora más tarde, cuando Wilt se marchó a su casa, se sentía mucho mejor. El bueno de Robert tenía claras sus prioridades. Cocinaba en una cocina Primus, en invierno calentaba la choza con una estufa de queroseno, se alumbraba con una lámpara de aceite, y no se metía con nadie. Nadie lo molestaba, porque poca gente sabía que vivía allí, y los titulares de los huertos vecinos le agradecían que les vigilara las hortalizas y se asegurara de que no se las afanaban. Y no tenía que preocuparse por una mujer rezongona, por unas hijas imbéciles ni por un empleo de mierda.

Wilt se preguntó si habría mucha lista de espera para que te concedieran uno de aquellos huertos.