Pese a la discusión con Henry de la noche anterior, Eva había pasado uno de sus mejores días. De hecho, había sido su mejor día desde hacía mucho tiempo. Llevaba unos meses cultivando la amistad de una mujer de clase alta que visitaba regularmente el Centro Social y Asistencial Armonía donde Eva echaba una mano. Lady Clarissa bajaba una vez por semana desde North Fenland para visitar a su tío, un coronel retirado que había perdido una pierna en la Segunda Guerra Mundial.
—He encontrado una residencia perfecta para el tío Harold —le dijo a Eva nada más llegar—. Se llama El Último Refugio. Está bastante cerca de aquí, en Clarton Road, y hay un médico que vive sólo dos puertas más abajo, en la misma calle. Pero lo mejor de todo es que es una residencia especial para oficiales retirados, y la supervisora tiene un hijo que estuvo en el ejército. Evidentemente, no estuvo en el ejército durante la guerra de mi tío, porque entonces era demasiado joven, si es que había nacido… Pero el caso es que fue oficial en no sé qué guerra. Ahora trabaja en el Hotel Black Bear. Es más, según la supervisora, es el director, pero todavía se pone el uniforme militar de vez en cuando, y ella está tremendamente orgullosa de su hijo.
El anciano que estaba a su lado, sentado en una silla de ruedas, con una manta de cuadros escoceses sobre las rodillas, la miró furioso y juró que él no se iba a ningún sitio llamado El Último Refugio porque ese nombre no auguraba nada bueno.
—Pues mira, es mucho mejor que algunos de los otros sitios que he visitado, y la supervisora estará encantada de acogerte. Tiene un hijo que era oficial de no sé qué regimiento, así que recibirás tratamiento especial.
Lady Clarissa se volvió hacia Eva y le explicó:
—Mi tío perdió la pierna en Arnhem.
—En el cruce del Rin, maldita sea —refunfuñó el anciano—. ¿Todavía no te has enterado?
—Bueno, qué más da. En algún lugar de Europa.
El tío Harold alzó la voz.
—¡En Alemania, demonios! —Frunció el entrecejo y añadió—: ¿Y qué pasa con las mujeres? Seguro que ese sitio está lleno de arpías. Ya tengo que soportar a demasiadas brujas.
Lady Clarissa dio un suspiro y sacudió la cabeza.
—No hay residentes femeninas. Bueno, excepto la supervisora, claro está.
Pero el anciano seguía sin estar satisfecho.
—A quién se le ocurre escoger una residencia en Clarton Road, bien cerca del cementerio…
—Tenía que elegir entre ésa u otra que se llamaba Fin de Trayecto y que, ahora que lo pienso, está convenientemente cerca del Crematorio. Quizá preferirías ésa —propuso Lady Clarissa con dulzura.
—¡Maldita sea! ¡El Crematorio! —chilló el tío Harold—. No sé por qué no lo llamas la Incineradora. No, muchas gracias, no quiero que lo que queda de mi cuerpo acabe cocinado en un horno. Ya tuve bastante con que los condenados alemanes me achicharraran la pierna.
—Está bien; en ese caso, me encargaré de que no te incineren. Y, ya que hablamos del asunto, ¿dónde quieres que te entierren? Y no lo digo porque esté deseando que llegue el momento, querido tío.
—Hmm, debes creerte que me chupo el dedo. Sé que tienes muy buenas razones para venir a visitarme…, aunque no sabría decir cuáles, francamente. Como ya sabes, estoy más pelado que una rata. Pero lo he estado pensando y quiero que me entierren en Kenia, donde nací y me crié.
—¡Pero si Kenia está en África! Llevarte hasta allí costaría una fortuna. Y, además, está demasiado lejos para que la familia vaya a visitarte.
—¡Como si eso me importara! Hace años que nadie viene a visitarme, y eso que todavía estoy vivo. ¿Cómo va a importarme que no vengan cuando me haya muerto?
—Mira, perdona, pero no está bien que digas eso, y además no es cierto —protestó Lady Clarissa—. Yo vengo a verte todas las semanas, y ¿qué haría si estuvieras enterrado en Kenia? No tendría a nadie en los alrededores a quien visitar. Perdona que te lo diga, pero eres muy desagradecido. ¡Te he encontrado una residencia estupenda!
—Quizá sea estupenda —admitió el anciano—. Pero habrías podido buscar una con un nombre un poco más alegre.
—Mira, si no te gusta, ya intentaré encontrar otra. —Suspiró, besó a su tío en la frente y lo dejó allí, farfullando con amargura.
* * *
—Estaba deseando volver a mi hotel —le confesó Lady Clarissa a Eva cuando iban juntas hacia el aparcamiento—. Mi tío no es una persona fácil de tratar. Y me encanta que pueda venir a comer conmigo, querida. ¿Por qué no vamos juntas en mi coche?
Subieron a su Jaguar y fueron al Black Bear en silencio.
—Creo que me tomaré un jerez —dijo Eva cuando Lady Clarissa le preguntó qué le apetecía de aperitivo. Pero en lugar de un jerez dulce, que era lo que Eva solía tomar, le sirvieron un Tío Pepe. A Lady Clarissa le trajeron un dry martini extragrande.
—Esto está mucho mejor —suspiró tras dar un gran sorbo de su bebida y recostarse en la silla—. A ver, cuénteme. La semana pasada, en el centro social, la señorita Clancy comentó que su marido da clases en la Universidad de Fenland. Supongo que debe ser muy buen profesor. ¿Sabe en qué universidad estudió?
—En Cambridge —contestó Eva, aunque en realidad no tenía ni idea.
—Mmm. Y no sabrá en qué college estuvo, ¿verdad?
—Entonces yo todavía no lo conocía, pero me ha hablado mucho de uno que se llama Porterhouse.
—¡Qué maravilla! Mi marido también estudió allí, y le encantará recibir en la mansión a un compañero de college. Así tendrá alguien con quien hablar. Me temo que se siente muy solo.
»Verá, querida Eva, lo que me gustaría saber es si cree que su marido estaría dispuesto a darle clases de Historia a mi hijo Edward, que tiene que presentarse al examen de acceso a la universidad. Es que se me ha metido en la cabeza que entre en Cambridge, y a ser posible en Porterhouse.
—Supongo que sí —respondió Eva con una sonrisa recatada—. Es más, estoy segura.
—Fantástico. Evidentemente, Edward debería haber salido mucho mejor preparado de su colegio privado. ¡Con el dinero que nos ha costado! Nosotros lo enviamos a uno que está cerca de Lidlow y resultó un desastre. Todavía tiene que aprobar la Historia, pese a haberse examinado tres veces. El colegio nos ha costado una fortuna, querida —repitió al tiempo que le hacía una seña al camarero—. Otro dry martini. Y esta vez, haga el favor de poner cincuenta por ciento de Tanqueray y menos Noilly Prat. En el que me he tomado apenas se apreciaba la ginebra, era todo vermut. Y otro fino para mi invitada.
—Huy, será mejor que no —dijo Eva, que nunca había probado el jerez seco y no le había gustado—. Es que esta tarde tengo que conducir y no quisiera que me retirasen el carnet.
—Con dos finos no va a sobrepasar el límite, querida —la tranquilizó Lady Clarissa.
Bajo los efectos del primer jerez, e influenciada por una mujer evidentemente rica que la llamaba «querida» y la trataba como a una igual, Eva cedió.
—Espero que me deje pagar esta ronda —dijo, pero, afortunadamente, Lady Clarissa rechazó su ofrecimiento.
—Me lo cargan a la cuenta de la habitación. Cuando vengo a visitar a mi tío, siempre me alojo aquí y aprovecho para ir de compras. —Encendió un cigarrillo y añadió—: Además, mi marido me lo paga todo. Es un encanto.
—Pero ¿cómo va a volver a su casa? ¿Y si la policía la para y le hace soplar?
—No pensará que voy a conducir, ¿verdad? Tengo chófer. En realidad es el mecánico del pueblo, pero hace horas extra de chófer. Le he dado la mañana libre, pero debe estar merodeando por ahí, preparado para llevarme a casa. En casa tampoco conduzco nunca si he sobrepasado el límite permitido, pero allí la policía nunca me para. Ésa es una de las ventajas de estar casada con George. Es juez de paz —aclaró Lady Clarissa, y agregó—: Bueno, en realidad, si hubiera sido más ambicioso, seguramente habría conseguido un cargo mucho más prestigioso, pero se ha vuelto demasiado perezoso. Llevamos vidas prácticamente independientes. —Se terminó la ginebra con una gota de Noilly Prat y se levantó—. Vayamos a comer.
Eva, que desconocía la jerarquía del sistema judicial británico, se alegró de cambiar de tema. Dejó su copa de jerez y siguió a Lady Clarissa al comedor. Cuando terminaron de comer, y después de que Eva se hubiera dejado convencer para beberse una copa de vino blanco, estaba de un humor excelente. Lady Clarissa, que se había terminado la botella de borgoña blanco con que acompañaron la comida, pidió dos armañacs con los cafés, y se empeñó en que Eva probara uno. Eva dio un sorbito, pero Clarissa le ordenó que se lo bebiera todo.
—¡De un solo trago! —dijo, y se pulió su copa—. Ya verá como es un digestivo estupendo.
Eva hizo lo que le ordenaban, pero se arrepintió. Y entonces Lady Clarissa sacó el tema del sueldo que recibiría Wilt por darle clases particulares a su hijo.
—Estamos dispuestos a pagarle a su marido mil quinientas libras por semana, todo incluido. Si consigue que Edward entre en Porterhouse, recibirá una bonificación de cinco mil libras. Las vacaciones de verano duran dos meses, así que hay tiempo de sobra. Ya sé que no lo tenían previsto, y quizá ya hayan planeado unas vacaciones…
—Bueno, sí —dijo Eva con cierta dificultad—. Todos los años vamos a Lake District. —El alcohol se le había subido a la cabeza, y pensar en una bonificación de cinco mil libras la aturdía aún más.
—Bueno, pueden cancelarlo y venir con nosotros. En la finca hay una casita amueblada que pueden utilizar totalmente gratis. Y no estamos lejos de una preciosa playa de arena fina. Estoy segura de que el sitio les encantará. —Hizo una pausa antes de añadir—: Supongo que tendrá que hablarlo con su marido, y además me gustaría conocerlo.
Eva se apresuró a prevenir semejante proposición, pues le horrorizaba pensarlo. Wilt no podía causarle buena impresión a Clarissa.
—Me temo que este fin de semana ha ido a visitar a su madre, que últimamente no se encuentra muy bien.
—¡Oh, cuánto lo siento! De todas maneras, volveré a venir la próxima semana para llevar al desgraciado de mi tío a la residencia de ancianos. ¡Está hecho un viejo cascarrabias! Yo me desvivo por él, pero él nunca está satisfecho. ¿Qué le parece? ¿Podré conocer a su marido la próxima semana?
Eva dio una breve cabezada que habría podido interpretarse como un sí o como un no. Iba a tener que ensayar durante horas con Wilt para que no lo estropeara todo.
Lady Clarissa se levantó.
—Voy a echar una siestecita antes de marcharme. Ha sido un placer hablar con usted, querida. Y me alegro mucho de comprobar que tiene una talla bastante normalita.
Eva se quedó sentada a la mesa, perpleja, preguntándose qué demonios tenía que ver su talla con todo aquello. Quizá el niño fuera enano, o de talla baja o comoquiera que se llamara hoy en día. Pero Lady Clarissa debería haber preguntado por la estatura de Wilt y no por la suya, ¿no? Qué rara había sido la comida, francamente. Y, pensándolo bien, qué rara se sentía Eva después de beber tanto alcohol. Salió a la calle, cogió un taxi y dejó su coche tirado en el centro asistencial. Al llegar a casa, ella también echó una cabezadita, pese a que no la tenía planeada, y despertó varias horas más tarde en el suelo del salón, sin un recuerdo claro de cómo había acabado allí. ¡Menos mal que Henry no había vuelto y no la había encontrado allí!, pensó al volver en sí.
Pero había sufrido en vano. Horas más tarde, la cena que había preparado con prisas para su marido seguía intacta. Pensando en el cambio que supondría el dinero de Lady Clarissa, y tarareando alegremente, Eva sacó el bistec con brócoli de Wilt del calientaplatos y lo metió en la nevera. A continuación se sentó un rato más delante del televisor y vio una película, pero al final se cansó de esperar. Apagó la luz y fue a acostarse, confiando en que Wilt tuviera llave de la puerta principal. A esas alturas, ya no tenía ninguna duda de que Wilt iba a pasarse toda la noche en el pub y llegaría borracho a casa.
* * *
Wilt llegó borracho. Había pasado de los whiskies dobles a las pintas de cerveza. Y lo más alarmante: cuando Braintree y él habían salido del Hangman’s Arms se habían apagado todas las farolas de esa zona de Ipford y no se veía ni torta. Se había equivocado varias veces de calle, había tenido que volver sobre sus pasos, tambaleándose, y le había costado mucho localizar la calle que conducía hasta el puente que atravesaba el río, pero al final había encontrado el camino para llegar hasta su casa. Al menos allí las farolas estaban encendidas, aunque la casa estaba a oscuras. Tardó un poco en encontrar la llave de la puerta principal, y, tras varios intentos, consiguió introducirla en lo que creyó que era la cerradura. Pero se había equivocado de cerradura. Eva había cogido tanto miedo a los ladrones que el mes anterior había hecho instalar una segunda cerradura, mucho más segura que la vieja. La llave, inútil, cayó al suelo.
—¡Mierda! —protestó Wilt con voz pastosa, y buscó la llave a tientas; pero antes de haberla encontrado, tuvo que ocuparse de las urgentes necesidades de su vejiga. Se metió en el pequeño jardín delantero, y se disponía a orinar cuando se encendió una luz en una de las casas de la acera de enfrente, revelando a la señora Fox asomada a su ventana. Wilt se dio rápidamente la vuelta, o lo habría hecho de no haber estado tan borracho. Lo que hizo fue liarse con sus propios pies y caer de bruces en una parcela de hierba húmeda y enfangada. Se quedó allí tumbado y se consoló pensando que, al menos, la señora Fox ya no podía verlo, porque lo tapaba el seto bajo que bordeaba el jardín delantero.
Seguramente se habría quedado dormido allí mismo, pero sonó el teléfono dentro de la casa, luego se encendió la luz del dormitorio, cuya ventana tenía justo encima, y Eva bajó pisando fuerte la escalera. Wilt intentó razonar. Pese al estupor producido por el alcohol, comprendió qué había pasado: la señora Fox había llamado por teléfono a Eva para advertirle que alguien estaba intentando entrar en su casa. Intentó levantarse y no lo consiguió, así que fue gateando hasta la puerta principal y a través del buzón suplicó a Eva que lo dejara entrar.
—¡Sólo soy yo! —chilló. Pero Eva no le escuchaba. Estaba demasiado ocupada discutiendo si debía llamar a la policía o no. Wilt trató de oír lo que decía. Las únicas palabras que entendió fueron: «No, la policía no. Voy a cerrar la puerta con doble cerrojo». Y: «Gracias por llamar. Sí, claro que se lo diré a mi marido».
Eva colgó el auricular y esperó. La señora Fox, como Eva, tenía fobia a los ladrones. Se tomó su tiempo para volver a acostarse y apagar la luz. Eva jamás se lo habría revelado a su vecina, pero, después de oír la sarta de palabrotas al otro lado de la puerta, estaba convencida de que conocía la identidad del «intruso».
Wilt reanudó sus súplicas.
—¡Soy yo! Déjame entrar, por lo que más quieras. Estoy empapado y si me quedo mucho rato aquí fuera… —Iba a decir que pillaría una neumonía, pero Eva había tenido un ramalazo de inspiración y le interrumpió. Quería vengarse de lo grosero que había sido con ella la noche anterior.
—¿Quién es «yo», si se puede saber? —preguntó para alargar la agonía de Wilt.
—¡Por amor de Dios, sabes perfectamente quién soy! ¡Henry, el capullo de tu marido!
—Pues no lo pareces. Y quienquiera que seas, es evidente que estás borracho.
—¡Me importa un cuerno si lo parezco o no, estoy calado hasta los huesos! Y sí, vale: estoy borracho.
—Si eres quien dices ser, debes tener la llave —observó Eva, decidida a prolongar la tortura—. ¿Por qué no abres tú mismo?
—¡Porque se me ha caído! —gritó Wilt a través del buzón—. ¿Por qué has apagado la luz de fuera? No veo ni torta. Aquí fuera está oscuro como boca de lobo.
Eva se planteó volver a encender la luz, pero decidió cambiar de táctica.
—Voy a llamar a la policía —anunció al mismo tiempo que echaba la cadena de la puerta haciendo todo el ruido que podía.
—¿Te has vuelto loca? Sólo me faltaba eso.
En eso hasta Eva tenía que darle la razón. La idea de que empezaran a llegar coches de policía, seguramente con las sirenas puestas, y de que al día siguiente toda la calle tuviera algo sobre lo que cotillear no resultaba nada atractiva. Aun así, Eva quería prolongar un poco más el martirio de Wilt. Encendió la luz del techo, dejó la cadena de la puerta echada, abrió un poco la puerta y se asomó por la rendija. Wilt, con la cara manchada de barro, tenía un aspecto horrible.
—Usted no es mi marido —sentenció Eva—. No se parece a él en nada.
—Ya basta, Eva. ¡Voy a derribar la puerta! —amenazó Wilt—. Si no me abres ahora mismo, voy a cruzar la puta calle y me voy a mear por el puto buzón de la señora Fox. A ver qué dicen entonces los vecinos.
—Bueno, creo que te dejaré entrar —decidió ella rápidamente; cerró un poco la puerta y soltó la cadena. Para cuando había vuelto a abrir, Wilt estaba en el suelo y vomitaba en un arriate de flores—. Está bien, ya puedes entrar —añadió cuando su marido hubo terminado de vomitar.
Wilt intentó levantarse, pero no pudo. Entró en la casa a gatas, mientras Eva, con una sonrisa de satisfacción en los labios, salía al jardín en camisón y buscaba la llave que se le había caído a Wilt. Una vez dentro, cerró la puerta con llave y miró a su marido con asco. Era la primera vez que lo veía tan borracho, y estaba impaciente por ver la resaca que tendría a la mañana siguiente. Seguro que entonces no estaría en condiciones de oponerse al plan que tenía preparado para él.
—Sube directamente al baño y date una ducha. Luego puedes dormir en la habitación de invitados. Ni se te ocurra meterte en la cama conmigo.
Y se volvió a la cama, dejando que Wilt se arrastrara solito hasta el piso de arriba.
Media hora más tarde, después de intentar darse una ducha y caerse dos veces al suelo, Wilt, magullado y resentido, entró en la habitación de invitados. Se encontraba fatal y se quedó dormido enseguida.
* * *
A la mañana siguiente llamó a la «universidad» para decir que estaba en cama con un virus y que no podía ir a trabajar. Pero no le cogieron el teléfono.
—Hoy es sábado —le recordó Eva—. Claro que no vas a trabajar. El fin de semana nadie va a trabajar.
Wilt dio gracias a Dios y volvió a acostarse. Al poco rato lo despertó Eva, que había aprendido más de lo que creía del tratamiento recibido en casa de su tía Joan el verano anterior. La tía Joan la había echado de la Mansión Starfighter de Wilma, Tennessee —para ser más exactos, la habían echado a patadas—, y como consecuencia de ello, la actitud de Eva se había endurecido. Había soportado años de borracheras y aberraciones por parte de Henry, y estaba decidida a poner en práctica las técnicas de represalia de la tía Joan. Ya iba siendo hora de que se defendiera.
—Escúchame bien —le espetó después de sacudir a Wilt hasta despertarlo y destaparlo del todo—. Harás exactamente lo que yo te diga.
Se quedó mirando, asqueada, el cuerpo desnudo de su marido.
—Por amor de Dios —gimoteó Wilt—. ¿Qué quieres, que me muera de frío?
—Hace calor. Si tienes frío, es culpa tuya. Anoche llegaste borrachísimo.
—Vale, es verdad. Estuve de celebración con Peter.
—¿De celebración? ¿Y qué celebrabais, si se puede saber?
—Es una larga historia. ¿Tengo que explicártelo ahora?
—Sí.
—Pues mira, celebrábamos que no me han despedido. ¿Estás satisfecha?
—Menos mal —dijo Eva. Iba a marcharse, pero en el último momento cambió de opinión. Conocía bien a su Henry y sabía que mentía siempre que le convenía. Esta vez Eva no iba a dejarse engañar.
—¿Y desde cuándo iban a despedirte? Y no me importa que sea una larga historia. Quiero saber la verdad.
Wilt se quedó mirándola con los ojos inyectados en sangre y deseó con toda su alma que Eva nunca hubiera ido a Estados Unidos a visitar a su tía. Hasta entonces, ella nunca se había metido con sus resacas, y no estaba seguro de poder enfrentarse a una Eva más autoritaria aún, y menos en el estado en que se encontraba.
—Deja que me tape y te lo contaré —gimoteó.
Eva le echó la sábana y la manta por encima.
—Adelante. Cuenta.
—Primero se suponía que tenía que asistir a la reunión del CDA —empezó él.
Eva no soportaba que su marido empleara esos malditos acró… anacró…, esas abreviaturas.
—¿Qué es el CDA?
—El Comité de Distribución Académica. Se encarga de decidir qué cursos eliminan y, por supuesto, qué jefe de departamento es el siguiente en recibir la patada. Sin embargo, el Departamento de Comunicación no se considera suficientemente académico, así que no me pidieron que asistiera a la reunión. Peter me contó lo que había pasado. El capullo de Mayfield quería que me sustituyeran.
—Pero ¿qué pinta él en todo eso?
Wilt suspiró.
—Pues que es el presidente del CDA, por si te interesa.
—¿Y?
—Por suerte, el vicedirector también participaba en la reunión. Dijo que no podían echarme porque no hay nadie más capaz de manejar tan bien como yo a los inútiles de Comunicación, y señaló que ningún otro departamento tiene tantos putos alumnos. ¿Me sigues?
Eva asintió con la cabeza.
—Vale. Luego, por si fuera poco, preguntó a Mayfield si quería sustituirme, y el muy cabrón se calló al instante. Me dijo Peter que el muy gilipollas casi se desmaya sólo de pensarlo, y ya no volvieron a hablar de reemplazarme.
—Menos mal —dijo Eva, casi convencida. Siempre podía comprobarlo hablando con Peter Braintree.
—Y ahora, ¿me dejas seguir durmiendo?
—No, nada de eso. Te quiero levantado, vestido y en el piso de abajo dentro de quince minutos. Tengo que darte una noticia muy emocionante.
Wilt dio un gruñido. Sabía por experiencia qué entendía Eva por «emocionante», y no tenía nada que ver con lo que entendía él.