El amor es el aspecto de la experiencia humana más completa y totalmente explorado. Y al mismo tiempo, también, el menos comprendido. Debido a que ha sido tan ampliamente descrito en la literatura, la palabra «amor» ha perdido toda la precisión que posiblemente tuvo un día. En la actualidad puede significar cualquier cosa, desde la más tierna devoción al placer carnal. Esta imprecisión hace que resulte muy difícil el saber a qué atenerse cuando de amor se trata, pues dos personas que usen él término lo más probable es que estén hablando de cosas completamente distintas y no de la misma, como podría suponerse al usar el mismo vocablo.
Tal vez la clave para explicar el amor esté en que las formas de vida más bajas no conocen esa experiencia. Sí la conocen, desde luego, las altas especies de mamíferos y los hay que eligen un compañero para toda su vida. Pero sólo el hombre romantiza el amor.
Podemos deducir de lo antedicho, que el amor, al menos hasta cierto grado, es un producto de la inteligencia, un intento de racionalizar lo irracional. Poner nombre a lo desconocido es uno de los más satisfactorios pasatiempos humanos. Despierta nuestro interés la atracción que ejercemos en un miembro del sexo opuesto. Como no comprendemos totalmente el mecanismo de la atracción lo etiquetamos. Llamamos amor a esa atracción intersexual y orgullosamente nos damos por satisfechos y creemos que lo explica todo.
Si el amor fuera eso, toda especie inteligente que se reproduce mediante el aparejamiento o la unión de varios individuos, podría conocer el amor como una racionalización de la llamada a aparejarse. El amor puede tomar formas extrañas sin que por eso deje de ser amor. Tal vez podríamos definir al amor como una constante universal, en todos sus variados aspectos.
Presentamos a continuación una historia de amor, una historia de amor distinta a todas las historias de amor que ustedes hayan leído anteriormente.