LA VIDA DE UN CORREO A CABALLO
Al declararse la guerra civil, Bill Cody no tenía edad para alistarse en las filas regulares. En ningún regimiento lo aceptaban y además, su madre, que sentía quebrantadas sus fuerzas, le rogó que permaneciera en casa para atender a las necesidades de la familia. Para la vida que Bill había llevado hasta ese momento era difícil acceder a esos pedidos maternos, a pesar de lo cual prometió a su madre que no intentaría alistarse en el ejército mientras ella viviese. Pero como no podía permanecer inactivo y debía ganar dinero, se unió a unos cuantos arriesgados pioneers del desierto de cuyas hazañas se hablará mientras haya una historia de Estados Unidos.
La firma Russell, Majors y Waddell, que ya conoce el lector, continuaba progresando en sus negocios porque todavía era la única que se dedicaba al transporte regular y con alguna garantía, entre el oeste y el este. Ellos habían sido los iniciadores de esa ruta y su importancia adquiría mayor relieve a medida que aumentaban los volúmenes del tráfico entre los dos extremos del país. Así fue que los medios de comunicación entre ambas regiones de Estados Unidos no estaban, al llegar determinado momento, de acuerdo con la importancia económica, social e intelectual de las ciudades respectivas. Las dos mil millas de tierras desoladas, se recorrían una vez al mes y cuando mucho dos, por carretas pesadísimas tiradas por bueyes, que tardaban días y semanas en llegar de un centro a otro. Poca importancia tenía esa lentitud de transporte cuando se trataba de mercaderías generales, pero sí la tenía, y mucha, en lo que se refería a correspondencia, oficial o comercial, dinero, medicinas, contratos y toda clase de documentos y papeles. Fue por eso que los dueños de la empresa de transporte de Russell, Majors y Waddell organizaron con gran visión comercial un servicio de mensajerías a caballo, que recorrían esas dos mil millas que median entre Saint Joseph y San Francisco, en postas de a quince millas para cada caballo y de a tres postas por día para cada jinete, lo que representaba cuarenta y cinco millas diarias de ida y cuarenta y cinco de vuelta que los esforzados correos deberían cumplir. Para eso, la compañía instaló cada quince millas una estación con la necesaria provisión de caballos, de manera que cada correo, al llegar a una de ellas, no perdiera tiempo en espera de que le prepararan su monta para seguir viaje hasta la próxima posta. Obvio es decir que el correo debía ser hombre muy de a caballo y éste de mucho aguante y velocidad. La ruta era la misma de las carretas y muchas de las postas estaban instaladas aprovechando las estaciones de los convoyes, otras en pueblos, pero las más en cabañas construidas al efecto en las llanuras.
A veces, los correos se veían obligados a hacer veinticinco millas en una hora, cuando hallaban buen terreno, recuperando así el tiempo que perdían en las cuestas, en los bosques, en los pantanos y entre las piedras con que después de un temporal se cubrían los caminos. Estos correos estaban bien pagados, pues recibían un sueldo de ciento veinticinco dólares por mes, pero también las exigencias eran muchas y la responsabilidad y el peligro, más todavía.
Las piezas de correspondencia se llevaban en carteras especiales que colgaban de la cintura del correo, con un peso máximo de veinte libras. Con el objeto de aprovechar bien el peso permitido, la misma compañía de expresos a caballo («Pony Express», como se la llamaba) hizo preparar papel especial muy liviano, de seda, para las cartas y para los documentos que lo permitiesen. Las carteras eran impermeabilizadas y una vez cerradas con llave en Saint Joseph (Missouri), no se abrían sino en Sacramento de California, dos mil millas al oeste.
El día de la inauguración de los correos a caballo, hubo gran animación en las cercanías de donde la firma Russell, Majors y Waddell tenía su sede, mucho antes de la hora fijada para la partida del primer correo. Cientos de hombres y mujeres prorrumpieron en vivas al aparecer el primer pony listo para lanzarse a través del desierto. Los vivas se repitieron con más fuerza aún al salir a la calle el primer correo y echar la cartera sobre el lomo del caballo. Montó de un salto y arrancó a todo galope seguido del clamoreo popular. Esto sucedió el 3 de abril de 1860.
El nuevo servicio empleaba diez días para recorrer las dos mil millas de sus dos cabeceras, lo que representa un promedio de doscientas millas por día. Andando el tiempo se llegó a hacer en nueve días.
Se marcó un récord de velocidad en el viaje que llevó a California el texto de un discurso del presidente Lincoln, que llegó allá en siete días y diecisiete horas.
A las oficinas del «Pony Express», «correos a caballo», de la firma Russell, Majors y Waddell, fue a ofrecer Bill sus servicios, ya que había prometido a su madre no servir en las filas del ejército. Allí le dijeron, como en otra oportunidad, que era muy joven —ya sabemos que tenía sólo quince años—, pero él insistió y como ya había adquirido fama de audaz, fuerte y valiente, lo tomaron para una de las postas que por razones especiales habíanse establecido más cortas que las otras, tocándole recorrer por día setenta millas de ida y vuelta contra noventa que hacían los demás correos. Bill cumplió con su trabajo demostrando que todavía le quedaba chico en cuanto a las condiciones generales que se requerían para efectuarlo. Trabajó durante tres meses con el beneplácito de sus empleadores, y llegó a ser el más perfecto frontiersman de todos los correos a caballo de Russell, Majors y Waddell.
Pero no sólo aguante y pericia se requerían del correo. A lo largo del camino existía, constante, el peligro de verse atacado por indios o asaltantes blancos radiados de la civilización y que sabían que en la cartera del correo, frecuentemente había dinero.
Pasó mucho tiempo sin que Bill tuviera que afrontar ningún incidente de estos, pero llegó el momento. Un día, descendía una quebrada a todo lo que daba su caballo, cuando en un estrecho camino le salió al paso un hombre amenazándolo con un rifle, si no hacía alto. Tomado tan de sorpresa, Bill se dio cuenta de que no tenía más recurso que detenerse y esperar los acontecimientos, mientras pensaba se le ocurriera alguna forma de salir de la dificultad.
Era un hombre de su propia raza, un desesperado fuera de la ley. Al detenerse Bill, el hombre se adelantó hacia él, mientras le iba diciendo que no quería hacerle daño personal pero que le entregara la cartera, pues sólo le interesaba el dinero que pudiera haber en ella. Bill seguía montado en su pony, quieto y alerta en espera de una oportunidad. El asaltante, al verlo en actitud tan sumisa, se fue acercando cada vez más confiado, lo que permitió que el avisado frontiersman echara mano de un ardid que ya había usado alguna vez. Con un oportuno golpe de espuelas y un tirón de la brida, hizo que el caballo se levantara sobre las patas traseras, dando con las delanteras un golpe en la cabeza del bandido, que lo dejó sin sentido en el suelo. Bill sabía que muy cerca debía estar el caballo de su asaltante y desmontando, ató al hombre de pies y manos y fue a buscarlo. Se apoderó del caballo que el hombre había escondido entre unos arbustos y volvió con él donde su asaltante yacía por tierra, aunque ya recobrado el sentido. Lo obligó a montar y atándolo sobre la montura, lo hizo cabalgar delante de sí. Claro está que la conducción del preso retardó esa vez la llegada del correo, pero fue celebrada la hazaña de conducir la correspondencia sin daño, con el añadido de un perseguido por la justicia.
Al cabo de unos cuantos meses de trabajo tan intenso, sobre todo tomado tan a pecho como cuanto emprendía, Bill llegó a sentirse fatigado, por lo que sus empleadores lo pusieron de supernumerario, es decir, que quedaba a las órdenes de la compañía para suplir faltas o para servir en casos de emergencia.
Pero su espíritu no le permitía dejar durante mucho tiempo inactivo el cuerpo. Pronto se consideró descansado y volvió a pedir trabajo efectivo en los «pony express» de Russell, Majors y Waddell. Se dirigió directamente a uno de los encargados de posta, que él sabía incapaz de negarle nada. Se llamaba Slade y era el agente de la posta situada en el fuerte Laramie. Slade lo miró, lo contempló largo rato y a pesar de los anteriores servicios llevados a cabo en la compañía, insistió en que era muy muchacho para hacer una posta tan larga como las que él tenía a su cargo.
Sin embargo, ante la insistencia de Bill, lo aceptó, dándole trabajo efectivo en la posta que iba de Red Buttes hasta un lugar denominado Three Crossings, entre los que mediaba una distancia de setenta y seis millas.
Durante mucho tiempo, el esforzado muchacho cumplió el recorrido sin tropiezos dignos de mención. Un día, el correo encargado de la posta siguiente, que medía ochenta y cinco millas, tuvo un encuentro con un grupo de indios y llegó herido a la estación en el momento en que debía tomar la valija de Bill. Éste se ofreció a seguir viaje en su lugar y el agente de la posta, no teniendo otro correo a su disposición, aceptó el abnegado ofrecimiento del muchacho, que debió cumplir las ochenta y cinco millas del compañero, y que, sumadas a las que acababa de hacer, ascendían a ciento sesenta y una millas, es decir, la friolera de trescientas veintidós millas de ida y vuelta, sin detenerse más tiempo que el estrictamente necesario para cambiar los veintiún caballos que empleó en el viaje más largo que efectuara jamás ningún correo de la compañía.
Estos tiempos de trabajo transcurrieron sin novedad, tan sin novedad que como hecho saliente se narra el encuentro de Bill con un tipo que le salió al paso al doblar un recodo del camino, ante cuya aparición el muchacho sacó prestamente su revólver dispuesto a pegarle un tiro al primer movimiento sospechoso. Pero el hombre dejó caer al suelo el rifle que llevaba en las manos y se adelantó en actitud amistosa. Resultó ser un personaje famoso en las llanuras, al que llamaban «California Joe» y que le preguntó si era Bill Cody y le contó que estaba prófugo porque había tenido una discusión con dos sujetos, viéndose en la obligación de despacharlos por incomprensivos…
Acababa de llegar un día a una posta, cuando el encargado de ésta le pidió que saliera a investigar sobre la presencia de indios en los alrededores. Eso variaba algo la rutina de los días de trabajo normal y no se hizo repetir el pedido.
A poco de cabalgar, siempre bien alerta, vio en lo alto de unas rocas algo que le llamó la atención. Por lo pronto, se dio cuenta de que algo había allí fuera de lo normal. Su vista habituada a descubrir las cosas donde nadie las hubiera visto, le hizo notar un pequeñísimo objeto de color en el que, sin necesidad de detener el caballo, adivinó una pluma de las que usan los indios en su indumentaria guerrera. No se detuvo, como decimos, ni dio señales de haber visto nada raro. Siguió galopando unos cuantos metros y de golpe desvió el caballo en el preciso momento en que, de detrás de esas rocas salía un tiro que pasó muy cerca del sitio en que él se hallaba en el instante en que el agresor apretaba el gatillo. Dos indios hicieron su aparición al momento, y más allá vio Bill otro pequeño grupo. Comenzó así una carrera por la vida.
Al llegar al final del valle donde éste se estrechaba formando una garganta, vio que allí había un grupito de tres indios dispuestos a cerrarle el paso. Por suerte para él, no tenían armas de fuego, pues los vio armar los arcos. Entonces espoleó a su caballo y se echó sobre ellos como una exhalación. Cuando estuvo lo suficientemente cerca —y todo pasó en un par de segundos— como para no errar el tiro, hizo fuego con el revólver apuntando al que por sus vestimentas parecía ser el jefe, y le derribó del caballo. Le había pegado un tiro en la cabeza.
Cuando llegó a la estación, vio que su caballo tenía dos flechas clavadas en las ancas.
Desde entonces fueron algo más que frecuentes los correos asaltados por indios en los caminos, llegando la situación a tal punto que hubo que suspender el servicio de correos a caballo, quedando otra vez sin trabajo fijo el esforzado Bill Cody. En mérito a sus valiosos servicios, quedó como suplente para el trabajo en los convoyes, y como pasaban días y hasta semanas enteras en que no tenía nada que hacer, los dedicaba a la caza de animales cuyas pieles vendía, con lo que obtenía sumas mucho más halagadoras que como correo a caballo. Pero el desinterés de su espíritu romántico lo hacía preferir este último trabajo a aquél porque servía mejor a la patria y a sus semejantes.
Andaba reconociendo un día el terreno para elegir los sitios donde armar sus trampas, cuando cerca de un arroyo oyó ruidos que acusaban la presencia de caballos. Los buscó y resultó ser un grupo de bandidos. Se puso a observarlos oculto detrás de unos arbustos, pero lo descubrieron.
Les resultó imposible convencerlos con palabras que no era un scout policial que anduviera siguiendo sus huellas. Le preguntaron de dónde venía y que dónde había dejado su caballo. Les contestó la verdad, que lo había dejado unos cuantos metros más allá, del otro lado del arroyo. Para cerciorarse de que el muchacho no les mentía lo mandaron con dos de ellos a buscarlo, dejándoles él en rehén su rifle, como seguridad de que volvería. Al llegar donde había dejado a su caballo, Bill rogó a sus acompañantes que mientras él recogía la caza que hubiera caído en las trampas durante su ausencia, uno de ellos fuera en busca del caballo. Accedieron y Bill se quedó con uno solo, al que empujó barranca abajo, rodando por ella sin sentido. El que había ido a desatar el caballo, se dio vuelta a tiempo para ver rodar al compañero, pero antes de que hiciera el menor movimiento, el revólver de Bill estaba haciendo fuego con certera puntería. Corrió veloz hasta su pony y de un salto montó sobre él y salió a toda carrera. Muy pronto, el resto de la banda de asaltantes estuvo en su persecución. Se dio cuenta Bill que en poco tiempo le darían alcance, pues su caballo estaba rendido y por el contrario, los de los bandidos parecían estar bien frescos; de modo que echó mano de una estratagema. Al doblar un recodo del camino, desmontó, y palmeando al pony lo hizo correr por la quebrada, quedando él escondido en observación de cómo seguía el grupo en tenaz carrera tras las huellas del caballo sin jinete. Volvió a la estación de la posta a pie, donde narró su aventura.
En el año 1863, hallándose la guerra civil en su punto crítico y teniendo Bill diecisiete años de edad, recibió la triste noticia de que su madre se hallaba moribunda. Volvió a escape a su casa y llegó a tiempo para verla expirar. Después del entierro, las hermanas de Bill se preguntaban qué iba a ser de ellas, cuando él las sorprendió con la noticia de que se alistaría en el ejército del norte. Les explicó que no lo había hecho hasta entonces cumpliendo una promesa dada a su madre, pero ahora que ella ya no existía, se consideraba libre de compromisos.
Sentó plaza en un regimiento que inmediatamente fue despachado para el frente, y como era conocida su condición de eximio scout, se le encomendó una misión especial. Su fama de llanero había llegado a los cuarteles mucho antes que su persona.
Fue designado para llevar despachos al fuerte Larned y muy pocos días habían transcurrido desde el comienzo de este servicio, cuando le tocó vivir una de las muchas aventuras de su vida.
Los civiles que habían volcado su apoyo a los que defendían la esclavitud apoyados por los ejércitos del sur, no habían olvidado el odio que prodigaron al padre del muchacho desde los tiempos de su primera instalación en la frontera. Sentían aún el resquemor de las violentas discusiones y el fracaso de las tentativas por concluir con la vida del padre. Algunos de los hombres de aquellos tiempos, sabedores de la misión que se había confiado al muchacho, se propusieron tenderle una emboscada en uno de sus viajes al fuerte Larned. La prepararon en el recodo de un arroyo, que forzosamente debía vadear Bill en su viaje. Escondieron los caballos en un cercano bosquecillo y se instalaron en una choza, esperando el momento del paso del correo. Acostumbrado como sabemos que estaba el valiente scout a observar vigilantemente el camino notó, antes de llegar al sitio de la emboscada, raras huellas recientes de caballos en movimiento que no era el de marcha común. Su instinto alerta lo hizo desconfiar, y desmontando siguió la dirección de las huellas, dando con cinco caballos. Era evidente que había en las inmediaciones por lo menos cinco hombres y le quedaba por averiguar sus intenciones, aunque estaba seguro que lo acechaban a él. El único modo de saberlo era dejarse ver, pero si se trataba de él, dejarse ver representaba el peligro mismo. Le quedaba el recurso de vadear el arroyo sin que se apercibieran de su presencia. Puso en práctica este temperamento y ya había iniciado con muchas esperanzas su fuga, cuando oyó unos gritos. Sin detenerse a ver qué pasaba, apuró el caballo al tiempo que se daba vuelta sobra la montura, y antes de que los que habían advertido su presencia tuvieran tiempo de ponerse en disposición de hacerle fuego, él ya había matado a uno de ellos. Siguió espoleando a su caballo y disparando tiros a la vez, pero los perseguidores, ya repuestos, contestaban a los disparos con otros, y tuvo que echarse sobre la cruz de su animal para presentarle menos blanco y poder llegar con vida al otro lado del arroyo. Como los atacantes estaban de a pie, vadeado el arroyo, pronto se vio fuera del alcance de sus armas.
Al regreso tuvo buen cuidado de mantenerse alerta cuando se iba aproximando al arroyo. Esta vez no había señal alguna de enemigos y al pasar por la choza echó una mirada a su interior y vio en ella un herido. Era, sin duda, una de las víctimas de su puntería y creyó reconocer en él a un supuesto amigo de su padre. Los compañeros lo habían abandonado allí porque consideraron inútil transportarlo por el pésimo estado en que se hallaba, dejándole comida para el tiempo que consideraron que duraría. Bill le dio un poco de agua fresca y se quedó acompañándolo hasta su último momento de vida. En seguida siguió camino a Fort Larned.