BILL CODY, ESCOLAR Y TRAMPERO
Después de este viaje triunfal, las cosas cambiaron para el niño de la frontera. Con tesón y buena suerte, la familia Cody había podido acomodarse y ahora las dificultades no eran tan graves como al principio.
La señora Cody pudo cuidar de la granja y de sus hijos y, una vez a flote la situación material, pensó en que debía darles una educación. Pero no había escuela en toda la comarca ni para ellos ni para los otros niños y a su iniciativa se realizó una colecta para pagar una maestra que se contrataría en el este. Con poco esfuerzo en común se construiría una pieza de madera, donde podría funcionar la escuela. Como se propuso por la señora Cody se aceptó y se llevó a cabo. Un esfuerzo más debía hacer la empeñosa señora y era que Bill, acostumbrado a la vida excesivamente libre de futuro frontiersman, quisiera ingresar en ella. Tras mucho discutir y rogar, Bill se avino a ponerse a estudiar. Aducía además la madre que como jefe de familia debía tener instrucción.
No había reunión de tipos más díscolos que una clase de chicos de esa época y de esas comarcas. Sobre los toscos bancos de madera se sentaban, más dispuestos a hacer jarana y a reñir entre sí, que caso a la deficiente maestra que por una tristísima paga había accedido a hacer patria en la frontera. En la mente de esos chicos no tenía cabida el concepto de disciplina ni el afán de saber. No les importaba lo que la pobre maestra pudiera pensar de ellos y las clases empezaban siempre mucho después de la hora fijada, porque cuando debían tener comienzo no había escolares. A esto se añadía, como hemos dicho, la poca eficacia de la maestra, pero hay que tener en cuenta que no eran muchas las mujeres que se animaran a ir a dar clase en esos desiertos de los que se narraban cosas fantásticas y salvajadas al margen de la civilización. Bill Cody, a pesar de que ya había tenido experiencia de trabajo y disciplina entre los hombres, no era mejor que los demás muchachos como estudiante.
Las peleas entre ellos eran cosa de todos los días. Iban a la escuela cuando no preferían irse a cazar o pescar. La pobre maestra los castigaba sin escrúpulo pero ellos se echaban a reír después de las palizas. En clase y en los recreos molestaban a las chicas y armaban tal alboroto que, a punto ya de estallar, la maestra desalojaba el local y echaba llave a la puerta hasta el día siguiente, esperando tener un poco más de suerte.
Entre este distinguido alumnado, Bill Cody era conocido y celebrado como el salvador de todo un convoy en lucha con los indios.
Como es natural y para no perder la fama, se peleaba todos los días. Una de esas riñas cambió el curso de su vida, y tuvo como origen una pelea entre su famoso perro Turk, que ya conocemos, y el de un compañero, no menos bravo.
El cobertizo que servía de escuela estaba edificado a unos sesenta centímetros del suelo. Era contrincante diario de Bill un muchacho llamado Gobel, propietario del otro can. Hallábanse un día en clase, silenciosos y aplicados durante un momento por obra y gracia de Dios, cuando oyeron unos furiosos gruñidos sordos, característicos de la lucha de perros, que se originaban en el espacio que quedaba entre el piso del cobertizo y el suelo. Oír la lucha de los perros fue suficiente para que todos los muchachos tiraran los libros y se echaran afuera para presenciarla. La clase se dividió en dos bandos: los que azuzaban a Turk y los que apostaban por el de Gobel. Venció Turk en breve tiempo y el otro se alejó sangrando y con el rabo entre las piernas. Su dueño, enardecido dijo que vencer a su perro no era lo mismo que vencerlo a él y desafió a Bill a pelear. No tuvo éste más remedio que aceptar el desafío a pesar de que Gobel era mucho más grande y de las protestas de la maestra, que imploraba de rodillas que volvieran a clase. Como hemos dicho, Gobel era más grande de tamaño y edad que Bill, por lo que éste se veía ya vencido. Pensó entonces que debía equilibrar las fuerzas y, aunque nos parezca extraño en un temperamento de lucha como el suyo, en ese momento pensó que cualquier medio era bueno para ganar la pelea. Al trenzarse a puñetazos, Bill sacó de entre sus ropas un pequeño cuchillo y lo clavó en la pierna de Gobel. Éste, en cuanto vio salir sangre se puso a chillar de puro susto, diciendo que lo habían matado. El revuelo que se armó no es para contarlo y los chicos corrieron a decir por ahí que Bill Cody había matado a puñaladas a Steve Gobel. Pronto llegó la noticia a oídos del padre de la víctima y como las cosas se pusieron feas para Bill, optó por desaparecer del pueblo por el camino principal que, casualmente, en ese momento era surcado por un convoy de Russell, Majors y Waddell, que viajaba hacia el Oeste.
El maester wagon o jefe del convoy, era viejo empleado de la compañía; se llamaba Willis y prometió a Bill protegerlo tomándolo de nuevo como «extra» y le ofreció volver con él a la escuela a darle una paliza a Gobel. En esto llegó al lugar el padre de Gobel con un grupo de hombres dispuestos a castigar al muchacho, pero cuando vieron con qué clase de sujetos tenían que vérselas, pues ya sabemos cómo se las gastaban los frontiersmen, optaron por volverse a sus casas.
La enseñanza de Bill quedaba por ahora interrumpida, pues volvía a ser empleado de la compañía. Durante este tiempo, Bill corrió otra aventura que a un niño de las ciudades que no haya hecho otra vida que la normal de los chicos de su clase, le parecerá un cuento de hadas.
Los empleados de las compañías de transporte que atravesaban las llanuras para llevar cargas al Oeste, cobraban sus sueldos solamente mientras trabajaban. De modo que durante los crudos meses de invierno, cuando los caminos se ponían intransitables hasta para los bueyes, y se interrumpían los viajes, tenían que subvenir a sus necesidades dedicándose a otra clase de trabajos. Es así como se organizaban en esa estación grandes partidas de caza de animales de pieles finas que se vendían en los mercados de California y del este a muy buenos precios. La caza se hacía con trampas, para no dañar las pieles. En una de esas partidas formó parte como cazador nuestro joven. No se andaba en grupo para colocar las trampas, porque cada una de éstas era colocada por un hombre, lo que hacía inútil que fueran de varios. Una tarde, casi al anochecer, estaba agachado Bill armando una trampa para castores, cuando al levantar la cabeza vio que muy cerca de él estaban parados, mirándolo, tres indios, llevando cada uno un pony cargado de pieles. El que parecía ser el jefe levantó el rifle para hacer con toda calma puntería a la cabeza de Bill, creyendo que ante la sorpresa de éste no reaccionaría a tiempo. Pero la rapidez mental y de mano del muchacho era mayor de lo que el indio podía imaginar y antes de que hubiera salido un tiro de su arma estaba en el suelo herido de muerte por una certera bala de Bill. La sorpresa dejó atónitos a los compañeros, que reaccionaron tarde, pues el revólver del corajudo Bill no tardó en funcionar hiriendo a otro de los indios. El tercero, incomprensiblemente asustado huyó dejando en el lugar los ponies cargados, como rico botín del vencedor. Desde unos cuantos metros se dio vuelta y disparó una flecha hacia Bill que no dio en el blanco. El hombre se había dado cuenta de que al disparar el rifle y el revólver las armas de Bill habían quedado descargadas y se dispuso a iniciar una lucha cuerpo a cuerpo allegándose al muchacho. Pero la astucia de éste era mucha. Se puso a gritar mirando hacia el cercano bosquecillo: «Vengan, vengan, aquí está», con lo que el indio creyó que su antagonista no estaba solo y huyó alejándose definitivamente del lugar.
En otra oportunidad, como sus habituales compañeros no quisieran salir a cazar y a él le resultara muy cansado el trabajo, pues le permitía enviar buenas sumas de dinero a su madre, organizó una expedición para cazar castores, con su amigo David Phillips. Uncieron una yunta de bueyes a una carreta y llegaron hasta cerca del fuerte Leavenworth. Allí acamparon y en una cueva que el tiempo había practicado en un cerro instalaron su morada.
Inmediatamente después de instalados, salieron a colocar las trampas pues vieron que el lugar era propicio para la caza de castores por la crecida cantidad de madrigueras que hallaron. La comarca era por lo demás peligrosa y a cada momento los dos muchachos estaban corriendo el albur de toparse con indios, perder el cuero cabelludo, y ser abandonados a las fieras o a los cuervos. Pero los muchachos, conocedores de esos peligros, no se descuidaban. Caminaban con toda clase de precauciones y examinando cuanto arbusto o terrón hallaran a su paso, por si delataba a sus ojos expertos la presencia de un indio. Ningún indicio de esta naturaleza hubiera pasado desapercibido para la agudeza de su vista y la intensidad de su experiencia, así como descubre un viejo marino un barco donde los demás no ven más que una nube. Una ligera mancha en una hoja, que no fuera el color natural de la estación o una marca casi invisible en la tierra indicaba la presencia del ser humano o la acechanza de una fiera.
Durante varios días, los muchachos trabajaron con sus trampas sin que fueran molestados por nada ni por nadie. Una noche acababan de comer cuando fue llamada su atención por el ruido que producía la intensa agitación de los bueyes. Corrieron al corral de éstos, armados de sus rifles y vieron que uno de ellos estaba a punto de ser atacado por un oso. Phillips disparó un tiro, con el que sólo llegó a herir a la bestia, lo que la enfureció más y se abalanzó sobre el muchacho en el preciso instante en que Bill hacía fuego consiguiendo matarla. El pesado cuerpo del plantígrado cayó sobre Phillips y Bill pudo sacarlo de debajo con mucho esfuerzo.
El momento de devolverle el servicio le llegó bien pronto a David, pues al día siguiente Bill resbaló al saltar una zanja y se rompió una pierna. Davy lo llevó cargado hasta la cueva que les servía de vivienda y le entablilló la pierna fracturada con unas tablillas. Luego se sentaron a deliberar sobre lo que convenía hacer. La granja más cercana distaba más de cien millas de allí; Bill no podía hacer a pie esa distancia con la pierna rota; su compañero no resistiría llevarlo cargado y de los dos bueyes, uno se había matado al querer huir del oso golpeándose contra los árboles del corral natural que ellos les habían improvisado al uso de las llanuras y el otro quedó tan maltrecho que hubo que rematarlo a tiros. La situación parecía no tener salida; sin embargo había que hallarla porque las provisiones no podían durar indefinidamente y concluirían por morirse de hambre antes de que la pierna de Bill tuviera fuerzas suficientes para caminar cien millas. El carácter resuelto de los dos amigos adoptó pronto una decisión. Phillips partiría sin pérdida de tiempo y caminaría las cien millas en busca de auxilio mientras Bill permanecería en la cueva esperando su regreso. Una vez tomada la decisión no esperaron un segundo para ponerla en ejecución. Repartieron las provisiones, que apenas les alcanzarían para la duración calculada del viaje con el auxilio de regreso. Antes de partir, Phillips acomodó lo mejor posible a su amigo y poniéndole al alcance de la mano todo lo que pudiese necesitar, se despidió de él estrechándole fuertemente la mano.
Los dos primeros días fueron terribles para el pobre Bill. Entre el dolor y la soledad se sentía el más desgraciado de los mortales y no tuvo ánimo ni para comer. Luego se fue serenando y vio pasar los días con cierta tranquilidad y esperanza.
Llevaba la cuenta de los días cortando y poniendo aparte todas las mañanas un trocito de madera. Al cabo de quince días de quietud, la pierna había mejorado bastante y pudo llegarse hasta la entrada de la caverna y echar un vistazo al exterior, lo que representaba un gran alivio para su soledad.
Habían calculado que el viaje de ida y vuelta llevaría a Phillips por lo menos treinta días, que a Bill ya se le estaban haciendo interminables a pesar de que muchas de las horas las pasaba leyendo algún libro de los que su madre nunca dejaba de ponerle entre las provisiones o la ropa. Hallábase leyendo un día muy abstraído cuando al levantar los ojos vio, con la consiguiente sorpresa, que de pie frente a él había un indio con vestiduras de guerra que lo miraba fijamente. Detrás de este indio entraron en su caverna unos diez o doce más. El muchacho creyó llegada su última hora, pues sabía que los indios frente a un blanco indefenso como él estaba en ese momento, no solían perder el tiempo en contemplaciones sino que lo despachaban en el acto o le arrancaban vivo el cuero cabelludo. Sin embargo, éstos lo miraban sin dar señales de mayor hostilidad. El que evidentemente era el jefe del grupo, le dijo con voz gutural y señalándole la pierna:
—¿Cómo?
Bill, tal era su aturdimiento, le contestó: «¿Cómo?» mientras su imaginación trabajaba febrilmente pensando en alguna estratagema que le salvara la vida o por lo menos, que se la prolongara durante unos segundos más. De pronto, entre el grupo de indios vio a uno llamado «Rain-in-the-face»[22] del cual se había hecho amigo de una manera que los piel roja jamás olvidan. Parece que cierta vez, Bill había hallado al indio tirado en el campo, medio muerto de hambre y fiebres y le había dado de comer y tapado con una manta, alejándose después. El muchacho, buen conocedor de las costumbres indias, pensó sacar el mejor provecho posible de la situación, pues aquéllos son, en realidad, muy agradecidos. Comenzó por mostrarles la pierna entablillada y a relatarles cómo se la fracturó, con minuciosos detalles; después se dirigió a «Rain-in-the-face» recordándole el episodio de cuando lo halló casi moribundo haciendo hincapié en el hecho de que entonces él pudo haberlo matado y no lo hizo sino que, por el contrario, le salvó la vida. «Rain-in-the-face» recordó el hecho y después de hablar un largo rato con el jefe, dijo a Bill que ellos habían salido a buscar cabelleras pero que por esta vez lo perdonarían, si bien era cierto que su agradecimiento tenía un límite. Revisaron luego la cueva, cargaron con todo lo que para ellos podía tener algún valor y se fueron, dejando, sin embargo, a Bill una pequeña cantidad de alimentos. El muchacho estaba tan contento de haber salvado la vida, que no se dio cuenta de que lo que le habían dejado sólo le alcanzaría para unos pocos días y que si no llegaba pronto un auxilio, se moriría de hambre.
Esta visita de la que con tanta suerte salió ileso, se produjo a los diez días de haberse ido Phillips y la comida, ya insuficiente para él solo hasta el regreso de su compañero, había quedado reducida a una cantidad mínima. Debió entonces racionar hasta no comer casi nada, para que le alcanzara algo hasta el final.
Pero no pararon ahí las penurias del pobre muchacho, pues a los pocos días de dicha desagradable visita, cayó una tormenta de nieve de tal intensidad que tapó la entrada de la cueva que le servía de vivienda. Esto le pareció el fin de todas las esperanzas; no tenía luz ni fuego y sí muy poco que comer y frío intenso, que se hacía aún más insoportable debido a la debilidad e inmovilidad en que se hallaba. Así pasaron tres semanas infernales ¡y Phillips sin volver! Su desesperación llegó a tal punto que por momentos creyó volverse loco. Habían transcurrido ya veintiocho días de soledad y no le quedaba más que un mendrugo para comer como todo alimento. Calculó que sin comer absolutamente nada podría aguantar todavía unos tres días, pero su estado de debilidad era tan grave que estaba seguro que le quedaban pocas horas de vida. El día vigésimonono, ya en el colmo de la desesperación, se acurrucó en un rincón de su triste cabaña y se dispuso a entregar su alma a Dios. En eso creyó oír su nombre pronunciado desde fuera pero su mente ya había perdido la lucidez y no pudo darse cuenta si soñaba o si realmente lo llamaba un ser existente. Sólo pudo, y eso como reacción refleja, exhalar un débil gemido que era lo único que necesitaba el de fuera para orientarse respecto a la entrada de la cueva, que la nieve impedía ver. Entró Phillips —pues era él— y arrodillándose al lado del infeliz Bill lo sacudió para reanimarlo. El muchacho abrió los ojos y al reconocer a su salvador, sus nervios cedieron y cayó inerte. Fue sacado del antro, más muerto que vivo. Pero vivía y estaba destinado a vivir una vida agitada como pocas.
Estas cosas que acabamos de narrar y que más parecen cuentos fantásticos que acontecimientos históricos, son accidentes en la vida de un niño de menos de quince años y que lo prepararon para hacer de él un hombre de suma utilidad en las luchas de las llanuras y en la guerra civil. Llegó a ser uno de los más hábiles frontiersmen, guía y scout de Estados Unidos, cuando todavía estaba en edad de ir al colegio.