CAPÍTULO PRIMERO

EL NIÑO DE LAS PRADERAS

Cuando Buffalo Bill —el pequeño William F. Cody— era un niño de unos siete u ocho años, su familia emprendió viaje a la ciudad de Kansas. Llegada la noche debieron acampar y buscar algo que comer. A esto salieron el padre y el guía, dejando a la familia en la carreta. Era ya tarde y el pequeño Bill se había dormido. Lo despertó un ruido extraño y se levantó dispuesto a investigar de qué se trataba. Salió de la carreta y vio un indio que estaba desatando el caballito en que él viajaba. Entonces tomó su rifle y adelantándose unos pasos le preguntó al indio:

—¿Qué está haciendo con mi caballo?

El indio lo miró con indiferencia y le contestó que pensaba llevárselo en reemplazo del suyo que no valía gran cosa. El pequeño Bill le dijo que no haría tal y el indio se echó a reír. Entonces Bill se echó el arma al hombro y con el tono de más firme resolución le gritó que dejara el caballo. Algo vio el indio en la mirada del chico, porque sin decirle nada se dio vuelta, montó en su viejo pony y se alejó.

Este incidente es una elocuente muestra de su carácter firme y valiente, condiciones que hicieron de él el mejor llanero de nuestra historia.

Es amenísima y está llena de enseñanzas la vida de los pobladores que llevaron la civilización al otro lado de lo que se llamó el gran desierto americano, a través de miles de vicisitudes y cruentas luchas con los salvajes que lo poblaban; llevando una vida de dureza inexpresable y de privaciones sin cuento. Allí se levantaron, gracias al esfuerzo de estos pioneers[19], ciudades e industrias que son el orgullo de nuestro país. No hay duda que esas travesías en carretas han de haber tenido para los que las hacían un interés inmaterial, pues no es de creerse que fueron movidos sólo por la necesidad o por el afán de desalojar al indio y apoderarse de sus territorios; algo de aventurero deben de haber tenido en su alma y, sobre todo, mucho de desinteresado impulso civilizador, para haber afrontado tanta penuria sin renunciamientos capaces de hacer cejar en la empresa. No fue sin duda menor el sentimiento de emulación que llevó a cada uno de esos heroicos pobladores a sobrepasar la cantidad de sacrificios y el número de hazañas que debieron soportar y llevar a cabo en las inhóspitas comarcas. Y si mucho hicieron los hombres por civilizar el desierto, debemos convenir que más hicieron las mujeres con su sublime y eterna abnegación. Esa lucha enseñó a nuestros hombres a ser astutos y duros; hábiles en la lucha por la subsistencia y resistentes al fracaso.

Para darse una idea exacta de aquellos tiempos y aquellos hechos, hay que recordar el país de entonces y la forma en que se viajaba.

El paisaje era una dilatada llanura desierta de millas y más millas, que se extendía desde el río Missouri hasta California. Solamente de cuando en cuando, el desierto era interrumpido por largas cadenas de montañas que corrían de norte a sur. Muy rara vez se veían extensiones boscosas, siendo la vasta llanura un inmenso piélago de pasto duro y salvaje. Entre las Montañas Rocosas y la Sierra Nevada, estaban las llanuras Alkalíes, poco propicias para ser habitadas por seres humanos, que no fueran los indios que poco a poco habían sido empujados hacia allí desde la costa del Atlántico, por el blanco en la lucha diaria que los convirtió en una raza feroz de luchadores y cazadores. Era natural que en esas condiciones consideraran como presa lógica al hombre blanco. En cuanto veían un «rostro pálido» como llamaban al blanco, era natural tratar de apoderarse de su cabellera, en venganza de lo que les enseñaba la historia de sus antepasados que habían sido arrojados de sus tierras por el blanco de generación en generación. A la verdad histórica, las narraciones añadían los detalles de crueldades —verídicas algunas veces— de que el blanco los había hecho objeto, sin necesidad alguna. El encono se había ido sedimentando, formando, en el tiempo en que empieza la vida y hazañas de William Cody, un bloque inconmovible.

En esa región de que hablábamos, que tendría unas dos mil millas de ancho, el piel roja salvaje reinaba como soberano absoluto, en compañía de los búfalos que le suministraban la carne, su principal alimento.

Es así cómo las caravanas de hombres que se dirigían al Oeste, hacía poco habían asentado sus reales en las comarcas de Arkansas, Missouri e Iowa, en el año 1850. Eran muy pocos los que habían conseguido atravesar el desierto que quedaba más allá, hacia el oeste, llegando a California, cuyas comunicaciones con las regiones del río Missouri al este eran poco menos que imposibles. Algunos habían pasado, sí, pero no volvieron a intentar la travesía del desierto…

Los medios de transporte eran el caballo, la mula y la pesada carreta, donde se llevaba de todo, muebles, provisiones de boca, ropa, útiles de labranza, materiales de construcción y todo lo necesario para instalar una aldea y poblarla.

Viajando en esas condiciones, solían aparecer en el horizonte unas manchas oscuras que poco a poco iban tomando la forma de jinetes. Entonces, con febril precipitación, todo el mundo se lanzaba a la tarea de colocar las carretas formando una circunferencia, con las mujeres, los niños, los caballos y las mulas en su interior. Pocos minutos después, una banda de indios se lanzaba al ataque. Si el fuego de fusilería con que eran recibidos los furiosos visitantes no conseguía detenerlos, irrumpían a caballo a través de la barricada y destrozándolo todo, matando a cuanto ser viviente se pusiera al alcance de sus lanzas, volcando las carretas, se alzaban con las provisiones, satisfechos de haber realizado lo que ellos consideraban una justa venganza. Esto sucedía tanto de noche como durante el día. No había hora propicia para el asalto indio, ni convoy suficientemente pobre. Se trataba, naturalmente, de desposeer a los blancos invasores, pero también y quizás en más alto grado, de ejercer una venganza.

De modo que los que salían ilesos de semejantes encrucijadas eran únicamente los que iban a la aventura muy preparados y los muy fuertes, capaces de soportar las penurias del desierto y de superarlas; debían ser los más previsores, astutos y fuertes de los de su clase y más que los mismos indios.

Otro de los problemas para tal clase de travesía era el de la alimentación para el viaje, pues éste era largo. La provisión de carne la proporcionaban los búfalos y ciervos que abundaban en las llanuras; pero había que saber cazarlos sin desperdicio de municiones ni de tiempo y también sin alejarse demasiado de la caravana en su seguimiento, pues el o los cazadores podrían ser sorprendidos por los indios. De modo que no bastaba con que la caza abundara; había que ganarla y muchas veces pasaban días sin que los hombres de un convoy pudieran hacerse de carne fresca. Así eran el país y sus pobladores entre los años 1850 y 1860.

Después de aquella fiebre de oro, en California, se pensó que debía de haber un medio fácil para comunicar los extremos de la civilización del oeste con los lindes de la civilización del este. Para entonces ya había nacido el hombre que más tarde sería mundialmente conocido como «Buffalo Bill».

El padre, Isaac Cody, vivía en una granja en Scott County, Iowa, cerca de un pueblito llamado Le Clair, y fue allí donde nació nuestro hombre el 26 de febrero de 1846. En los tiempos de la fiebre del oro que acabamos de recordar, William Cody sólo tenía tres años de edad, y su padre, junto con varios miles de personas, se propuso llegar a California en busca de fortuna.

Se puso en viaje, pero había recorrido unas pocas millas, cuando cambió de parecer y se desvió de la ruta para dirigirse a Kansas, deseando, no sabemos por qué, instalarse cerca de la frontera. Había tenido el buen tino de no llevar consigo a su mujer y a sus hijos para sustraerlos al peligro de un viaje cuyas durezas conocía de oídas, y los dejó en casa de su hermano Elijah Cody, que vivía en Platt Country, en el estado de Missouri.

Cinco años estuvo Isaac Cody en busca de dónde instalar su hogar definitivamente. Ocho años tenía el pequeño William cuando fue a vivir cerca del fuerte Leavenworth, en plena frontera de la civilización, límite oeste de Kansas. Allí creció el niño, frente a las fuerzas de esa naturaleza bravía y viendo la constante lucha de los de su especie con el indio y los elementos. Fue testigo también de las luchas entre los mismos blancos, norte contra sur, por la sublime idea de la libertad de todos los hombres que pisaran el suelo de Norteamérica. Días aciagos y tristes que sembraron la desconfianza entre los propios hermanos, tan tristes o más que la lucha con el indio. Era aquella una vida áspera y penosa, y sólo los que habían nacido en ese ambiente podían soportarla. Y el pequeño Bill Cody la sobrellevó con energías sobrantes. Amaba esa vida. Desde sus más tiernos años se había saturado de narraciones sobre indios, proezas de los scouts y batallas de los soldados regulares y muy pronto aprendió a manejar el rifle con la misma maestría de un adulto buen tirador. Finalmente, la familia Cody se instaló, como dijimos, en la zona del fuerte Leavenworth, en Salt Creek Valley, situado en el arranque de uno de los dos únicos caminos, si así podían llamarse, que atravesaban la desolada llanura de dos mil millas de ancho y que desembocaban en California después de trasponer altas montañas. Todos los días Billy Cody acompañaba a su padre que salía de caza, sin dejar jamás su rifle y su perro Turk, no sólo de la familia Cody mascota predilecta, sino que también de todos los vecinos y amigos. Nunca hubo en la pradera mejor guardián que Turk, y eso lo sabían amigos y enemigos…

El siguiente relato explica la razón de la fama del noble perro. Un día, dos de las hermanas de Bill paseaban por los lindes de un bosquecillo cercano a la casa, cuando el perro, que las acompañaba, lanzó, de repente, un ronco gruñido. Las chicas siguieron la dirección de la mirada del perro y vieron, trepada a un árbol, una pantera, fija la mirada en ellas, pronta a abalanzarse a despedazarlas. Aterradas, echaron a correr, mientras el fiel Turk se adelantaba hacia la bestia, como tratando de distraerla para dar tiempo a las chicas para que se alejaran. Pocos instantes después, los espantosos gruñidos de ambos animales les hizo saber —pues no se animaron a darse vuelta para mirar— que se habían trabado en lucha. En eso oyeron el característico silbido de su hermano Bill; entonces se detuvieron y miraron hacia el sitio de la lucha. Era evidente que el pobre perro llevaba la peor parte, pero ya habíase echado Bill su rifle al hombro y un segundo después, la certera puntería del niño daba cuenta de la pantera y salvaba la vida del perro. El que había disparado ese tiro era un niño de sólo ocho años de edad, que demostró con ello no solamente buena puntería, sino un temple nervioso a toda prueba, pues los animales estaban trenzados en lucha y era tan fácil matar a uno por otro como a los dos. Se necesitaban una gran serenidad y un valor ejemplares.

No hacía mucho de su instalación, cuando el padre, que no podía tolerar ni la idea de la esclavitud, se trabó en polémica con unos cuantos partidarios de los negreros del sur. La gente que poblaba Salt Creek eran aventureros de mala índole, sin patria ni ley, capaces de vender su alma al diablo por unos cuantos céntimos y que vivían en continua disputa; ligeros de armas por cualquier futesa y traicioneros cuando obrar a traición les reportara ventaja. Era lógico que gente de esta condición fuera esclavista y estuviera pronta a que en el nuevo estado de Kansas se estableciera. El día de la disputa a que nos hemos referido, Isaac Cody se mantuvo firme en sus ideas antiesclavistas. Discutió tan acaloradamente que delató una irreductibilidad que no podían permitir los que ya habían resuelto el establecimiento de la esclavitud. Resultado de esto fue que algún amigo le advirtió que era prudente que abandonara el pueblo porque se había decretado su asesinato para la primera oportunidad. Sin embargo, Cody no se dio por advertido y continuó haciendo su vida normal hasta que otra discusión que terminó en un altercado lo puso prácticamente en condiciones de prófugo, porque salieron a relucir las armas y no lo mataron en el acto por la intervención de unos amigos. Pero su muerte estaba decidida y esa misma noche fueron a buscarlo a su casa, haciendo ostentación de sus siniestros designios.

Entonces, Isaac Cody huyó y debió pasar días enteros refugiado en los bosques de la comarca o en casa de algún amigo, cuando una comisión obraba por sorpresa y lo buscaba para provocarlo amparándose en el mayor número.

Cuando se hallaba escondido en el bosque, Bill, su hijo, era el encargado de llevarle la comida. Cierto día en que el pequeño Bill había ido a cumplir con ese deber filial, se halló al regresar que una de esas comisiones que solían ir a su casa en busca del padre, había realizado una de sus desagradables visitas y al retirarse, por no hacerlo con las manos vacías, se habían llevado su pony. Corrió detrás de ellos y al alcanzarlos vio que uno llamado Sharp iba montado en él.

Sin vacilar le gritó que el caballo era suyo y que no podía llevárselo, a lo que el sujeto contestó con una carcajada. El pobre muchacho se quedó mirando con cara triste cómo perdía su pony, cuando, de repente, una idea dibujó una sonrisa en sus labios. Llamó a su fiel Turk y lo azuzó contra el ladrón. Con inteligencia digna de un ser humano, el perro se puso a morderle las patas al caballo que, encabritado, dio un salto que el jinete no había previsto y que lo echó por tierra. En seguida, el astuto y fiel animal empujó con sus ladridos al pony hacia donde se hallaba Bill. Sharp y sus compañeros, atónitos, no atinaron a hacer uso de las armas de fuego que con tanta facilidad dirimían todas sus cuestiones, ni cuando el perro hostigaba al caballo ni contra Bill cuando éste había ya recuperado su cabalgadura. Un poco por la astucia del chico y el propio fracaso, se fueron sin intentar nada contra el valiente y sagaz muchacho.

Así fueron transcurriendo los días, hasta que por fin, acorralado, Isaac Cody tuvo que abandonar la comarca para salvar el pellejo.

A los dos años de haber partido Isaac y cuando Bill tenía diez de edad, recibió la madre, por intermedio de un amigo, un papelito de su marido, que se hallaba en Fort Leavenworth, en el que le anunciaba que pronto iría a verlos, pero que no pasaría con ellos más que una noche y regresaría al fuerte a la madrugada siguiente. No podemos decir cómo, pero de un modo o de otro, sus enemigos llegaron a saberlo y se prepararon a apoderarse de él, apostándose en un bosquecillo a la vera del cual pasaba el camino que forzosamente debía seguir Cody para llegar a su casa. Pero también se enteró su familia de la celada preparada al padre, y la noche en que se le esperaba tuvo para ella perfiles de tragedia. Hallábase reunida en torno al fuego, cuando de pronto Bill, como movido por un resorte, se levantó de la cama en que estaba acostado y dijo que iría a encontrar y dar aviso a su padre adelantándose hasta hallarlo en un sitio llamado «Grasshopper Falls», situado más allá de donde se le tenía preparada la emboscada. El chico hacía varios días que estaba en cama con fiebre, por lo que sus hermanas y su madre se opusieron. Pero Bill ya estaba firmemente decidido a correr en ayuda de su padre; salió a buscar su pony, montó en él y partió. Tenía que cabalgar treinta millas, y no había hecho cinco, cuando una voz le dio el ¡Alto! Eran precisamente los emboscados que esperaban a su padre. En vez de obedecer la orden, se echó sobre un costado del caballo no dando más blanco que una pierna, al estilo indio, y lo lanzó a toda carrera. Los hombres dispararon sus armas, pero la noche era sumamente oscura y Bill salió ileso, llegando sin más tropiezo a «Grasshopper Falls» a poner sobre aviso a su padre en el momento en que se disponía a seguir viaje hacia su casa. Hay que tener en cuenta que esta travesía realizada durante la noche por un niño con fiebre y enfrentado a una banda de facinerosos, sobrepasa en diez millas al famoso raid[20] del general Sheridan durante la guerra civil.

Pero ya no volvieron los buenos tiempos para la familia Cody. Pronto, demasiado pronto, lo que no habían podido hacer sus enemigos, lo hizo la naturaleza y el viejo Cody murió. La granja que estaban explotando reconocía una hipoteca y Bill, en su mente de niño de once años, se sintió en la obligación de velar por su madre y hermanas. Desgraciadamente, la hipoteca vencería dentro de poco y el acreedor sería inexorable en caso de que no pudieran levantarla y se verían sin techo. La pobre mujer pasaba horas amargas en conciliábulo con sus hijas discutiendo diversos proyectos para salir del apuro. También el pequeño Bill tomaba parte en las deliberaciones y un día, como siempre, fue el primero en adoptar un camino. Hizo prometer a su madre que se esforzaría por sostener la hipoteca el mayor tiempo posible, para lo cual debía convencer al acreedor que le concediese un plazo, y él marcharía a ganar algún dinero para pagar los servicios hipotecarios.

Su plan consistía en ofrecer sus servicios a la firma Russell, Majors y Waddell. Digamos qué era y en qué trabajaba dicha firma.

Cuando aún no existía el ferrocarril, las cargas de toda naturaleza que debían ser transportadas de los estados de la costa del Atlántico a California, del otro lado de las montañas, eran llevadas en largos convoyes formados de carretas a las que se uncían 10 y hasta 20 yuntas de bueyes, que iban custodiadas por una guardia de gente armada en previsión del ataque de los indios, no obstante lo cual muchas veces no llegaba a destino más que la mitad del convoy y de las personas que en él viajaban. Había viajeros que aprovechaban la partida de un convoy de esta clase para unirse a él, yendo en esta forma más protegidos. Estos viajes eran en tal forma azarosos que, como hemos dicho, además de los conductores, peones y boyeros llevaban con ellas un buen número de guardianes armados, frontiersmen[21], avezados en las luchas con los indios. Ese viaje de más de dos mil millas duraba un mes, pues de noche se acampaba y también se detenía dos o tres veces por día para comer y dar de beber a los bueyes y descanso y comida a los caballos. En muchas ocasiones, una de estas caravanas solía encontrar en medio del desierto los restos de otra que partiera anteriormente, y que había sido sorprendida y atacada por los indios. El espectáculo que se ofrecía entonces a los viajeros era macabro y desalentador, pues aquellos restos consistían en los cadáveres de los hombres blancos con el cuero cabelludo arrancado, las carnes comidas por los cuervos, y formando una demoníaca mezcla con los de las bestias de la caravana.

La firma a la que el pequeño Cody quería ofrecer sus servicios, Russell, Majors y Waddell era una de las más importantes y responsables de esas compañías de transportes a través del desierto. Contaba ella sola con varios cientos de carretas pesadas, a las que se unían las de algunos troperos que trabajaban para ella con sus propias carretas y bueyes. Bill, demostrando tener ya el carácter y la decisión de un hombre hecho y derecho, fue directamente a ofrecerse como «extra», es decir, como peoncito encargado de sustituir o echar una mano donde hiciera falta y suplir a los hombres en sus ausencias temporales, a uno de los componentes de la firma que sabía fue amigo de su padre. El hombre lo trató muy cariñosamente, pero le dijo que el trabajo en los convoyes era muy duro para un chico de tan corta edad que, al contrario de ser ayuda, sería un estorbo porque habría que estarlo cuidando de los numerosos peligros del viaje. Insistió Bill diciéndole que estaba acostumbrado a la vida dura de la frontera y que sabía manejar bien los bueyes, arrear el ganado, andar a caballo y cazar con buena puntería. Al verlo tan animoso y conocer las razones que impulsaron al niño a buscar trabajo, el señor Majors consintió en contratarlo como extra. Firmaron el documento usual en tales casos, pues en esos empleos las relaciones entre empleado y empleador se estipulaban por contrato, y Bill Cody comenzó su vida de trabajo.

El documento, primero que firmó en su vida Bill, ha sido conservado entre sus papeles. Dice así: «Yo, William F. Cody, juro solemnemente ante Dios, que durante el tiempo que esté como empleado de Russell, Majors y Waddell, bajo ninguna circunstancia usaré lenguaje profano, no pelearé ni reñiré con ningún otro empleado de la firma y que me conduciré en todo momento con honestidad; que cumpliré con mis obligaciones y me conduciré en todos mis actos como para merecer la confianza de mis superiores. Pido a Dios su ayuda para ello.»

El muchacho extra comenzó su trabajo, cumpliendo como el mejor y durmiendo de noche sobre una frazada tirada en el suelo debajo de una carreta. Pasaban los días y las semanas y la caravana continuaba su lento viaje a través de las llanuras y los cerros, monotonía que sólo interrumpían los chasquidos de los látigos de los conductores —Bull Whackers— que acicateaban a los bueyes. Esa monotonía significaba una suerte; era el viaje sin tropiezos y sin incidentes, incidentes que muchas veces tenían como saldo la muerte o la pérdida de todo lo que se llevaba. Todo dependía del valor de los hombres de la caravana y de su habilidad en el manejo de las armas.

La tranquilidad de este primer viaje del pequeño Bill duró sólo el tiempo que necesitó el convoy para recorrer treinta y cinco millas desde su salida del fuerte Kearney. A esa distancia se hallaba acampando el convoy sobre el Platte River, cuando unos disparos de fusilería agitaron a la caravana. Los tres piquetes de hombres que custodiaban los bueyes cayeron muertos a balazos mientras un crecido número de indios se venían directamente hacia las carretas. Con la velocidad del rayo todo el campamento se aprestó para la lucha, formando con las carretas una circunferencia y colocándose la gente en su centro. Esta disposición de combate respondía a la forma que usaban los indios para llevar a cabo sus ataques, que consistía en correr en torno a sus posibles víctimas, haciendo fuego al mismo tiempo. Al no diezmar las fuerzas defensoras, se retiraban fuera del alcance de las armas de fuego de aquéllas, vigilando sus movimientos y al poco rato volvían a arremeter en la misma forma.

El mismo Buffalo Bill ha narrado este encuentro con los indios, en sus aventuras, pero no cuenta lo que es casi imposible de creer y es que en esa oportunidad este niño de once años de edad salvó la vida de sus compañeros y, por lo tanto, del convoy.

Habiendo pasado varias horas repitiéndose este juego, los blancos pensaron que era necesario romper el sitio antes de que los indios recibieran refuerzos, porque en tal caso, siendo en mucho mayor número podrían tomarlos por asalto. En una de las retiradas que hacían los indios como a deliberar y que eran precursoras de las carreras en torno a la trinchera de carretas, los del convoy podrían forzar el paso y llegar al arroyo cercano, escapando por la costa al refugio de las barrancas.

Naturalmente, las carretas del convoy deberían ser abandonadas a los indios. Oportuna fue la decisión porque, apenas tomada, vieron llegar indios en tan gran cantidad, que ellos hubieran sucumbido forzosamente ante un ataque en masa.

La maniobra fue realizada con todo éxito, sin perder un solo hombre, y al amparo de la selva costera se pusieron en sigilosa marcha hacia Fort Kearney. Al llegar la noche, Bill Cody, fatigado por los esfuerzos del día y de la marcha, demasiado duros para un niño de su edad, se fue quedando rezagado a unas cien yardas de sus compañeros, sin que éstos, debido a la nerviosidad de la fuga y a la oscuridad de la noche, lo notaran.

Iba el pequeño arrastrándose con su rifle a cuestas haciendo intensos esfuerzos por no caer rendido, cuando en un momento dado levantó la cabeza y vio, a los debilísimos rayos de luz de la luna, la cabeza de un indio que, desde unos metros de donde él se hallaba, espiaba la marcha precipitada de sus compañeros. La posición de éstos sería delatada por el indio a la banda, que no tardaría, merced a la velocidad de sus caballos, en hacer presa de todos.

No vaciló el valiente muchacho y mientras el indio localizaba bien la dirección de los blancos para ir a dar aviso a la tribu, el cañón del rifle se movió hacia la cabeza del piel roja y de su boca salió una lengua de fuego que dio con el indio en tierra. El estampido del arma de Bill fue el único aviso que tuvieron los blancos de que corrían peligro y, al mismo tiempo, de que gracias a él estaban salvados.

Fue éste el primer indio que mató Bill Cody y la fama del niño que había salvado de la muerte a toda una caravana, en muy poco tiempo se extendió por todas las regiones fronterizas del este y del oeste.