MI DUELO CON «MANO AMARILLA»
Al conocerse en el campamento la noticia de la masacre de Custer[14], se hicieron de inmediato los preparativos para su venganza. Todas las tribus sioux y cheyennes se hallaban revueltas, por lo que se prometía una movida campaña.
Dos días antes de la desgraciada batalla, el coronel Stanton, del 5.° de Caballería, había sido enviado a la Red Cloud Agency, donde estaba instalada la agencia central de informaciones para las tropas en lucha contra los indios.
El mismo día en que llegó la noticia del desastre ocurrido a Custer, llegó a nuestro campamento un scout con la información, enviada por el general Merritt, de que unos ochocientos guerreros cheyennes habían abandonado la Red Cloud Agency para incorporarse a las fuerzas rebeldes de «Sitting Bull»[15] que ocupaba la región de Big Horn.
A pesar de las instrucciones recibidas del general Carr de que se reuniera al general Crook por la ruta de Fort Fetterman, el general Merritt tomó la responsabilidad de intentar cortarles el paso a dichos cheyennes, con lo que rindió a la civilización un importante servicio, a la vez que realizó una espléndida maniobra militar.
Seleccionó quinientos de sus hombres bien montados, y en dos horas de marcha forzada nos hallábamos —pues yo era de la partida— de vuelta en Hat o War Bonnet Creek, siendo su intención la de llegar a la ruta principal de los indios que se dirigían al norte e impedirles el cruce del río War Bonnet Creek.
Llegamos al sitio a la segunda noche, y al amanecer del día siguiente, 17 de julio de 1876, salí a rastrear para ver si habían o no cruzado el río. Comprobé, con gran alegría, que no. Sin embargo, de vuelta al comando, vi una larga fila de cheyennes que venía del sur y me apresuré a llevar la noticia al general.
Nuestros hombres montaron y se aprestaron para salir, haciendo el menor ruido posible y manteniéndose fuera de la vista de los indios, mientras el general Merritt, dos soldados y yo, fuimos a dar una vuelta de reconocimiento por las sierras, desde cuyas alturas pudimos comprobar que los cheyennes, venían directamente hacia nosotros. De pronto, un grupo de ellos se separó y se dirigió hacia el oeste, en procura del camino por donde habíamos venido nosotros la noche anterior. Observamos con nuestros largavistas cuál podría ser la razón de que se abrieran, y vimos que por ese camino venían dos soldados regulares, que, evidentemente, nos traían mensajes.
Era evidente que los indios tratarían de cortar el paso a esos hombres, y el general Merritt temió por la suerte de esos dos hombres. No creyó prudente enviar soldados en su auxilio, para que no se descubriera la existencia de tropas en el lugar, pues podrían malograr nuestro plan de tomarlos por sorpresa con el grueso de nuestras tropas. Yo le sugerí que sería acertado esperar que estuvieran más cerca de nosotros y que entonces yo les podría salir al paso con unos cuantos scouts en el instante en que se lanzaran sobre los desprevenidos soldados.
—Muy bien, Cody —dijo el general—; si cree que llega a tiempo, hágalo entonces.
Volví a todo galope al comando, cambié de caballo y tomando unos quince exploradores, regresé al punto en que había dejado al general Merritt.
Mi intención era cruzarme en su camino y entretenerlos hasta que los mensajeros se hubieran alejado del peligro. Éstos se hallaban en ese momento a unos cuatrocientos metros de nosotros y a unos doscientos delante de los indios, quienes se habían separado del grupo principal. Nos lanzamos con la velocidad del rayo y los atacamos resueltamente. La sorpresa les cohibió un tanto los movimientos, y de la primera descarga les matamos tres hombres. Los restantes se dirigieron al grupo principal, que se detuvo a esperarlos sin saber exactamente de qué se trataba.
Algo rehechos, se volvieron a nosotros, que los recibimos con una fuerte descarga de fusilería, tan eficaz como la anterior. Había entre ellos uno que ostentaba los símbolos del mando y se comportaba como jefe de guerra. Habiéndose acercado mucho sin haber sido tocado por el fuego de nuestros fusiles, gritó, en su lengua, dirigiéndose a mí:
—Te conozco «Pa-he-haska»; si quieres pelea no temas y ven.
El tono en que me lanzó el desafío era más de burla que de reto, como si hubiese estado seguro de que yo no aceptaría el encuentro. Naturalmente, acepté. Galopé hacia él unos cincuenta metros; él hizo lo mismo en rápida carrera y yo, levantando mi arma, disparé. Su caballo cayó herido de muerte, pero casi simultáneamente cayó también el mío. El golpe contra el suelo no me dolió mayormente, y de pronto me puse en pie, haciendo lo propio mi rival.
Ahora nos hallábamos frente a frente a una distancia de veinte pasos. Disparamos al mismo tiempo y mi habitual buena suerte me acompañó también esta vez. La bala de mi adversario pasó silbando cerca de mi cabeza, y él recibió la mía en el pecho. Rodó al caer, pero no le dio tiempo siquiera a llegar al suelo, pues corrí hacia él y le clavé el cuchillo en el corazón para rematarlo. Sacándole el bonete de guerra que le cubría la cabeza, le arranqué la piel del cráneo con tan pulida técnica como lo habría hecho cualquiera de ellos. Todo esto sucedió en mucho menos tiempo que el que se emplea en narrarlo. Los compañeros del muerto cargaron sobre mí con la esperanza de darme alcance, viendo que yo estaba lejos de mi gente. Pero el general Merritt había presenciado el duelo, y viendo el peligro que se cernía sobre mí, ordenó al coronel Mason que acudiera en mi ayuda con toda la compañía «K». Al tener cerca a los soldados, levanté el cuero cabelludo del jefe indio, señalándolo, al tiempo que les gritaba:
—«¡Aquí está la primera cabeza por Custer!»
Como después de esto los cheyennes se hallaban al tanto de la existencia de tropas, el general Merritt, viendo que sería imposible tenderles una emboscada, lanzó al regimiento a la carga.
Al principio de la acción se resistieron, pero luego, convencidos de que les sería imposible aguantar la atropellada del gallardo 5.° de Caballería a pesar de ser ellos más de ochocientos, iniciaron la retirada hacia Red Cloud Agency.
Proseguimos nuestro ataque con creciente ardor más de treinta y cinco millas, obligándolos a abandonar caballos, equipos de campamento y toda clase de enseres y armas.
Los perseguimos hasta dentro del terreno de la «Agency», a pesar de que corríamos el peligro de enfrentarnos con los miles de indios que había siempre por esos lugares, si es que los «Agency Indian» habían seguido la misma inspiración bélica de los cheyennes que habían desertado, como dije, para reunirse a los rebeldes sioux. Pero los indios allí reunidos no demostraron ninguna inclinación de lucha.
En la «Agency» me enteré del nombre del jefe con el que me había batido en duelo indio esa mañana. Era «Yellow Hand»[16], hijo del viejo Nariz Cortada, uno de los jefes más poderosos de las tribus cheyennes.
Éste ya había sido enterado de la muerte de su hijo a manos mías y me mandó un intérprete blanco ofreciéndome cuatro mulas a cambio del bonete, las armas y otras cosas de su hijo, que yo me había guardado. Le contesté que accedería, pero en otra oportunidad, pues en ese momento me era imposible.
Al día siguiente reemprendimos la marcha para reunirnos con el general Crook, que se hallaba acampado al pie del Cloud Peak, sobre las montañas Big Horn (Big Horn Mountains), esperando la llegada del 5.° de Caballería antes de iniciar una acción contra los sioux instalados en alguna parte del Little Big Horn, como le habían informado sus scouts.
Avanzamos rápidamente, y llegamos al campo del general Crook, en Goose Creek, el 3 de agosto. Allí encontré algunos amigos, entre ellos al coronel Royal, recientemente ascendido y al frente del tercer regimiento de caballería. Él me presentó al general Crook, a quien yo no conocía ni siquiera de vista, pero de quien había oído hablar frecuentemente.
Estaba allí también Frank Grouxard, un mestizo que había vivido durante seis años con «Sitting Bull», por lo que conocía la región como su propia casa.
Permanecimos en el campamento del general Crook tan sólo un día, pues en seguida continuamos hacia Tongue River, dejando el convoy atrás, pero llevándonos las provisiones que juzgamos necesarias.
Marchamos a lo largo de ese río durante un par de días, y de allí en dirección oeste hasta el Rosebud, desde donde, siguiendo el cauce del arroyo, hallamos la ruta principal seguida por los indios.
Por los rastros nos fue fácil deducir que haría ya unos cuatro días que habían cruzado el arroyo y que serían unos 7.000 guerreros los que andarían merodeando por la comarca. Seguimos marchando unos cuantos días más sin dar con ellos, lo que evidenciaba que llevaban el mismo paso que nosotros habiendo sabido que los seguíamos. Después del quinto día de persecución, me adelanté con unos cuantos scouts al comando unas diez millas, y desde lo alto de un cerro escudriñé la región con mi largavista, descubriendo una polvareda que se levantaba a unas diez millas más allá del arroyo, que mal ocultaba un tropel de gente a caballo. Pronto vi que venían hacia el lugar en que me hallaba. Al principio me parecieron indios, pero pronto eché de ver que eran soldados regulares del ejército del general Terry. Entonces envié un scout para informar al general Carr que no había novedades en cuanto a la presencia de indios se refería, pero cuando aquél hubo partido apareció sobre el lado opuesto del arroyo una banda de gente y otra del lado en que yo me hallaba. Pensé en mandar otro scout al general Carr con noticias más frescas, cuando vi que detrás de los indios que estaban de este lado del arroyo venían soldados regulares del ejército del general Terry. Me di cuenta entonces que se trataba de indios amigos que venían con la tropa. A las distancias que mediaban entre los tres grupos, los que estaban del otro lado del arroyo, el que formaba yo con mis scouts y los soldados e indios que venían juntos no era posible distinguirse bien, por lo que, confundiéndome con un sioux, alguien gritó: «¡Vienen los sioux!».
El general Terry ordenó a su caballería, el séptimo regimiento, desplegarse en línea de batalla, y previendo un desastre como el de Custer, hizo tomar posiciones también a la artillería. Esas maniobras, que presencié desde mi puesto con gran interés, me demostraron cuán desmoralizados debían de estar, después de lo de Custer, para que un solo hombre pudiera obligar a todo un ejército a formar en línea de combate.
Habiendo gozado lo suficiente del espectáculo, galopé adelantándome hasta la fila de escaramuzas, agitando mi sombrero. Al llegar a unos cien metros, el coronel Weir, jefe del 7.° de Caballería, salió a mi encuentro y me reconoció. Seguí con él hasta el centro de las filas, donde gritó:
—Muchachos, éste es Buffalo Bill; muchos de ustedes lo conocen. ¡Un hurra por Buffalo Bill!
La invitación del coronel Weir fue contestada por tres estentóreos ¡hurra! que me llenaron de emoción.
El coronel Weir me presentó al general Terry a quien informé que la alarma dada por sus indios al ver la polvareda de los otros y comprobar mi presencia, que confundieron, era falsa, pues la polvareda vista por ellos era levantada por las tropas del general Crook, que yo había alcanzado a ver antes de unirme al coronel Weir. Sabedor de esto, el general Terry decidió reunirse con el ejército de Crook y se dirigió hacia el camino para marchar unidos. Esa noche, ambos ejércitos acamparon juntos. El general Terry traía con él un convoy cargado con todo lo necesario para pasarlo bien en una expedición contra los indios. Había anchas carpas, camas desarmables y amplios comedores. Era un cuartel cómodo y atrayente, contrastando con el del general Crook, que llevaba para su comodidad una mísera carpa livianita y cuyos utensilios de cocina consistían en un jarro de cuarto de litro —en el cual él mismo preparaba su café— y un palo con el cual asaba su tocino. Al comparar ambos equipos, llegué a la conclusión de que el verdadero «Indian fighter»[17] era el general Crook, pues él había aprendido que en las campañas contra los indios se debía viajar liviano, con la menor impedimenta posible.
Esa misma tarde, el general Terry ordenó al general Miles, jefe del 5.° regimiento de Infantería, que se pusiera en camino de regreso a Yellowstone a marchas forzadas y de allí seguir río abajo en barco hasta la desembocadura del Powder River, para impedir el cruce del Yellowstone a los indios en el caso de que lo intentaran. El general Miles hizo esa noche treinta y cinco millas de marcha forzada, lo que representa un esfuerzo maravilloso por tratarse de un regimiento de Infantería que debió caminar en una región montañosa.
Los generales Terry y Crook pasaron esa noche en consejo y al día siguiente ambos ejércitos partían para seguir la ruta de los indios. Aunque el primero de los generales nombrados era el de mayor jerarquía, no asumió el mando de los dos ejércitos, sino que cada uno continuó al frente del suyo, si bien operando de común acuerdo.
Cruzamos el Tongue River hasta el Powder, siguiendo por éste hasta unas veinte millas antes de su unión con el Yellowstone. En ese punto, la ruta de los indios torcía hacia el oeste en dirección a las Black Hills. Los dos ejércitos habían agotado casi todas sus provisiones y la persecución fue abandonada, siguiendo las tropas costeando el Powder River hasta su confluencia con el Yellowstone, acampando en el lugar durante varios días.
Aquí nos encontramos con el general Miles, que nos informó que ningún indio había cruzado aún el Yellowstone. Mientras, habían llegado varios barcos con víveres, lo que devolvió la alegría a los muchachos cuyas caras ya se estaban poniendo mustias por el hambre.
A los cinco o seis días de estar acampados en la confluencia del Yellowstone con el Powder, se me ordenó que con el mestizo Luis Richard acompañáramos al general Miles en una observación costera en busca de indios, que realizaríamos a bordo del vapor Far West, por el Yellowstone hasta el Glendive Creek.
Nuestro puesto de observación sería la cabina del piloto, desde donde podríamos observar bien la costa en busca de indios o de algo que nos hiciera saber que no andarían lejos. Interesaba sobre manera saber si, en caso de que anduvieran por la comarca, habían o no atravesado el río.
Realizar una exploración de esa clase, que no había hecho nunca, era cosa nueva para mí, por lo que me anticipé a gustar la novedad.
A la madrugada de ese día nos presentamos al general Miles, que ya estaba a bordo con cuatro o cinco compañías de su regimiento, y quien nos sorprendió al preguntarnos dónde habíamos dejado nuestros caballos. Jamás se me hubiera ocurrido pensar en la necesidad de caballos para una expedición por agua. Sin embargo, el general nos ordenó que los embarcáramos, previendo todas las contingencias.
Poco después estábamos navegando a razón de una milla por hora. El comandante del barco era el capitán Grant Marsh, que me resultó una persona simpatiquísima. Antes de ese momento había oído hablar mucho de él como de uno de los más hábiles navegantes de río del país. Desde nuestro puesto de observación, Richard y yo veíamos deslizarse como volando los accidentes de la costa y los recodos del río, pues la velocidad del barco era realmente fantástica.
Llegados a un determinado lugar nos pareció ver en la costa algo como viviendas de indios y, en ciertos momentos, como indios mismos.
El capitán Marsh detuvo el barco y desembarcamos. Fue falsa alarma. Lo que nos había parecido una aldea piel-roja resultaron ser sepulcros de indios. Los cuerpos que allí yacían depositados sobre sendas tablas, según la costumbre india, habían sido despojados de sus ropas por los cuervos y los restos de aquéllas, al ser agitados por el viento, hacían confundir los mortales despojos con seres vivientes.
Al llegar a Glendive Creek hallamos allí al coronel Rice con su compañía, perteneciente al 5.° de Caballería que había sido destacado por el general Miles. Con ayuda de su «trowel Bayonet», arma y útil de labranza y construcción a la vez, de su invención, y sobre todo muy apta para cavar trincheras, había levantado una fortificación bastante eficaz. El día anterior a nuestra llegada, el coronel Rice había tenido que sostener una batalla con un grupo de indios, dando muerte a tres de éstos con su cañón Rodman.
El Far West que nos había llevado debía permanecer toda la noche en Glendive y el general Miles, deseando enviar un mensaje al general Terry, me rogó que lo llevara yo. Tomé los despachos y cabalgué setenta y cinco millas a través de los malos caminos del Yellowstone, llegando al campo del general Terry a la mañana siguiente, después de haberme expuesto a romperme el pescuezo veinte veces durante la noche.
Había allí pocas perspectivas de combate, por lo que decidí irme hacia el este, donde hallaría más movimiento. De modo que seguí viaje en el barco Yellowstone, que se dirigía al fuerte Beaufort. Ese mismo día, los generales Terry y Crook partieron para Powder River con el propósito de reiniciar la persecución de los indios que había sido abandonada temporalmente. Habríamos navegado unas veinte millas cuando nos cruzamos con otro barco en el que viajaba el general Whistler con tropas de refuerzo y refresco para el ejército del general Terry. Desembarcamos todos y entre esa gente me encontré con varios amigos. Al saber el general Whistler que el general Terry había abandonado el Yellowstone, me pidió que le llevara unos despachos importantes que le enviaba el general Sheridan. Muchas ganas no tenía de andar corriendo por esos campos, y pretexté una excusa. Insistió diciéndome que debía hacerlo por él y que me llevaría sólo unas horas. Además me ofreció su caballo favorito, que traía a bordo. Finalmente consentí en ir y muy pronto me encontré camino de Powder River, consiguiendo entregar los despachos esa misma noche. El caballo que me diera el general Whistler no era animal para semejantes trotes, y al llegar al punto de destino estaba más agotado que yo. Una vez que hube comido, el general Terry me dio su mensaje de contestación para el general Whistler. El capitán Smith, ayudante del general, me dio otro caballo, pues el que había traído no daba para la vuelta, cambio que me alegró haber realizado, porque el que me dio Smith resultó un soberbio animal, con el que recorrí esa noche las cuarenta millas de mal camino, llegando al cuartel del general Whistler a la una de la madrugada. Durante mi ausencia, los indios habían hecho una aparición por los cerros vecinos, debiendo las tropas librar algunas pequeñas escaramuzas.
Al terminar de leer los despachos del general Terry, el general Whistler me dijo:
—Cody, lo siento mucho, pero necesito volver a enviar informaciones al general Terry sobre los movimientos de estos indios que andan por acá. He querido durante toda la tarde mandar a un oficial, pero no encontré quien se animara a hacerlo, pues andan atemorizados por lo de esta mañana; dicen que los indios que merodean son muchos y nadie se anima a salir solo. Debo, por lo tanto, recurrir a usted. Sé que es mucho pedirle después de todo lo que ha andado, pero es un caso de necesidad militar, de verdadera fuerza mayor. Si accede usted, amigo Cody, me empeño desde ahora a que sus grandes servicios le sean remunerados como se lo merece.
Ante semejante insistencia, y viendo que, en realidad, se me necesitaba por lo urgente de las circunstancias, y que si no iba yo nadie lo haría, le dije:
—Eso de la retribución no tiene importancia, general. Apronte usted los despachos y en cuanto los tenga listos, partiré.
No tardó el general en alcanzarme un paquete y yo, montando en el mismo caballo que me había dado el capitán Smith, partí a cumplir mi misión. Eran las dos de la mañana cuando salí y a las ocho llegaba al campamento del general Terry, justo en el momento en que el ejército se estaba por poner en marcha. A todo esto, había corrido yo ciento veinte millas en veintidós horas.
Cuando hubo leído el despacho, el general Terry hizo hacer alto a las tropas y se adelantó solo a consultar con el general Crook. El resultado de esta consulta fue que el ejército del segundo de los nombrados continuara el camino que ya había tomado y que el del general Terry regresara a Yellowstone, cruzando el río. Yo acompañé al general Terry.
Partimos de noche para pasar desapercibidos a los veedores sioux que indudablemente habría por las inmediaciones. Después de una marcha de tres días, llegamos a un vasto valle minado por búfalos, en el que también descubrimos huellas frescas de indios, que habían andado de cacería. En ese momento, cuando las cosas parecían ponerse interesantes, fui mandado a hacer otra vez de correo. Debía llevar unos despachos al coronel Rice. ¿Es que no había en el ejército otro que pudiera realizar tales empresas?
Rice se hallaba acampado en la desembocadura del Glendive Creek en el Yellowstone, que distaba de nosotros unas ochenta millas.
Al anochecer comenzó a formarse una tormenta muy cerrada y a la hora en que me puse en camino, las diez, una llovizna muy molesta y brumosa caía sobre la región. Para colmo, era ese un sitio que yo no conocía, por lo que mi misión estaba rodeada de serios peligros. Así, luchando contra el viento, la lluvia y la oscuridad, cabalgué unas treinta y cinco millas. Por fin llegó la aurora y me dirigí a un bosquecillo apartado y escondido, donde me guarecí para pasar el día, pues no podía atravesar las llanuras a plena luz sin correr el riesgo de ser descubierto. Además, el caballo que montaba era bestia de poca resistencia y pobre velocidad. Dejándolo que pastara a gusto, me senté a rehacer fuerzas comiendo un trozo de jamón, después de lo cual fumé un rato y me eché a dormir con la montura por almohada. De más está que diga que muy pronto y muy justificadamente, después de tan fatigosa jornada, me encontré en el país de los sueños.
Me despertaron unos ruidos que no alcancé a reconocer. Ya había aclarado del todo y el día se presentaba magnífico; escondí mi caballo y tomando el rifle, me dirigí con extremada cautela a un cerro cercano a cuya cima ascendí trepando. Descubrí desde mi atalaya un grupo de indios que perseguía a unos búfalos tratando de darles muerte con armas de fuego. No debían ser muy hábiles, pues sólo muy de cuando en cuando y tras mucho correr, conseguían herir de muerte a alguno. Pero no cejaron hasta no haber cobrado unos diez o doce, con lo que se dieron por satisfechos retirándose del lugar por el mismo camino que habían llegado, después de charquear concienzudamente la carne de los búfalos y de haberla acondicionado sobre los caballos para el transporte.
Entonces ensillé mi caballo y lo até a un árbol para estar preparado para cualquier emergencia, pues si los indios llegaban a descubrir mis huellas era seguro que me rastrearían y en ese caso me vería obligado a darme a la fuga, con el agravante de que no tenía mucha confianza en la velocidad de mi cabalgadura.
Nada pasó hasta que se hizo de noche, momento propicio para reanudar mi interrumpido viaje. Durante varias millas bordeé el lado este del arroyo y luego, describiendo un semicírculo, tomé la verdadera ruta. Entonces apuré todo lo que pude el paso de mi caballo y llegué al campamento de Rice al amanecer.
Desde el día de su llegada, el coronel Rice había debido sostener encuentros con los indios casi a diario, por lo que estaba ansioso por comunicar al general Terry esta situación; al mismo tiempo me manifestó que se alegraba de verme. De más está decir que tuve que llevar los despachos de contestación a los que había traído.
Sin embargo, no me puse en viaje en seguida; permanecí en el campamento un día, y al siguiente me despedí del coronel Rice, apurando el paso para alcanzar al general Terry, con quien me reuní al tercer día de marcha, al llegar al nacimiento del Deer Creek. Terry iba a unirse al coronel Rice y la dirección que llevaba era equivocada, por lo que tuve que rectificársela. Me pidió entonces que lo acompañara para evitar nuevas desviaciones. Accedí porque, en realidad, la ruta era difícil y llena de peligros para quien no la conociera. Al llegar a Glendive pude realizar mi deseo de alejarme, por lo menos durante algún tiempo, de los servicios en el ejército. Me despedí del general y de sus oficiales y me embarqué en el Far West, que recorría el Missouri. En Bismark abandoné el barco para dirigirme a Rochester, con intención de reunirme con mi familia[18].