CAPÍTULO III

EXPEDICIÓN CONTRA LOS SIOUX

Cuando el 5.° Regimiento de Caballería fue enviado al condado de Platte, nosotros nos dirigimos desde Fort Wallace al condado de Sheridan, partiendo a los pocos días en persecución de los hostiles sioux.

Al finalizar el segundo día de marcha llegamos al North Fork Beaver. Mientras la tropa armaba el campamento para establecernos en el lugar, yo me eché a vagar a caballo en tren de reconocimiento. A poco de andar en varias direcciones descubrí huellas frescas de indios. Desmonté y me puse a examinarlas tratando de establecer si eran muchos, si es que habían sólo pasado por allí o si tendrían su aldea cerca. Me di cuenta en seguida de que no eran muchos, sino muchísimos; las pisadas se veían marcadas en todas direcciones dispersas por el valle y en una gran área de dispersión, y a juzgar por los diversos tamaños de las huellas de pisadas humanas y de caballos y de los implementos y utensilios domésticos, era una tribu numerosa que viajaba, instalándose en campamento para pernoctar. Las carpas que habían dejado sus rastros acusaban ser no menos de cuatrocientas y la tribu parecía estar formada por unas 2.500 a 3.000 personas entre guerreros, niños y mujeres.

Sin pensarlo mucho regresé al regimiento a todo lo que daba mi caballo. Al tener conocimiento de mi descubrimiento, el general Carr mandó hacer alto y después de consultar brevemente con sus oficiales, me ordenó que lo guiara en dirección del camino que llevaba la indiada, tomando por lo bajo, para no ser vistos por ellos, por lo menos hasta no hallarnos a poca distancia. Entonces podríamos adelantarnos a cuerpo descubierto unos cuantos de nosotros y espiarlos para saber su número, cómo estaba compuesta la tribu y calcular sobre sus intenciones de establecimiento.

Al poco rato, cuando por lo que yo había visto de sus rastros calculé que había llegado el momento, se lo hice saber al general Carr. Mandó entonces éste que yo con unos doce hombres al mando del teniente Ward, nos acercáramos lo más posible y le lleváramos cuanta información pudiéramos obtener.

Pronto los descubrí y comprobé que llevaban una marcha lenta y que se entretenían en cazar mientras caminaban. Seguimos detrás de ellos unas doce millas y después de cruzar el Beaver, el teniente Ward y yo echamos pie a tierra y arrastrándonos por el suelo trepamos a lo alto de una colina, desde donde podíamos dominar una dilatada extensión del valle. Magnífico punto de observación, pues debajo de nosotros vimos a la tribu que había acampado y terminaban de instalar su aldea. Al parecer estaban perfectamente tranquilos, sin sospechar siquiera que eran vigilados. Cada cual estaba dedicado a su tarea y las mulas y caballos pastaban a su gusto.

Vimos un grupo de indios que entraba al campamento a caballo por su lado izquierdo llevando una buena carga de carne de búfalo.

—Creo que ahora ya no hacemos más que perder el tiempo, teniente —dije a Ward—. Ya tenemos bastante que comunicar al general.

—Tiene usted mucha razón, y cuanto antes nos vayamos será mejor —me contestó.

Descendimos la cuesta a toda carrera y muy pronto nos reunimos con nuestros hombres. El teniente Ward escribió rápidamente una nota para el general Carr y extendiéndosela a un cabo le ordenó que fuera «matando caballo» al encuentro del campamento y la entregara. Luego me dijo:

—Me parece conveniente que nos pongamos en marcha también nosotros; podemos ir despacio pues estoy seguro de que en cuanto lea mi nota el general se pondrá en marcha hacia acá —dijo Ward.

Pocos minutos hacía que se había marchado el cabo cuando oímos unos disparos que venían de la dirección que él llevaba. Casi con el último disparo apareció él a toda rienda perseguido por cuatro o cinco indios. Al verlos, cargamos sobre ellos obligándoles a huir y cruzar el río. Sin embargo, era de lamentar que nos hubieran visto, porque, como hizo observar el teniente, la comarca entera pronto sabría de la existencia de soldados regulares y las tribus se aprestarían a la defensa.

A todo esto, la nota para el general Carr aún no había sido despachada, lo que podría acarrearnos inconvenientes inmediatos, pues dada nuestra inferioridad numérica, si nos atacaban, era seguro que nos aniquilarían.

—Teniente, deme esa nota, que yo me encargaré de que llegue a destino —le propuse.

No esperó a que yo insistiera y me dio el papel. Espoleé mi caballo y me lancé cuesta abajo. Después de cabalgar breve trecho vi al grupo de indios que llevaba carne a la aldea y que ya habíamos observado con Ward.

No dudé de que ellos me harían fuego en cuanto se apercibieran de mi presencia, y como no podía cruzarme en su camino sin que se dieran cuenta, opté por realizar un acto de temeraria audacia. Levanté mi arma y les hice fuego, a poca distancia, mientras me miraban estupefactos, no dando crédito a sus ojos, que les señalaban un hombre solo atacándolos.

Ya había llegado yo a un pronunciado recodo del camino, cuando se recobraron de la sorpresa, y arrojando la carne que llevaban, arrancaron en mi persecución a todo el correr de sus cabalgaduras.

Pero esas bestias acababan de realizar un esfuerzo en la reciente cacería de búfalos, y muy pronto los fui dejando atrás.

Antes de una hora estaba junto al general Carr, a quien entregué la nota del teniente Ward, dándole detalles de viva voz de lo que había visto y de lo que había sido protagonista.

Ni lerdo ni perezoso, Carr hizo tocar generala y todo el mundo, con excepción de dos compañías que se dejaron para custodiar el convoy, emprendió rápido galope en dirección al campamento de los indios. Después de haber caminado dos o tres millas nos topamos con el teniente Ward y sus hombres, que corría ansioso de ponerse en contacto con el general. Nos informó que desde el momento en que yo me separé de ellos, debieron enfrentar varias arremetidas de una reducida partida de indios, logrando matar a uno y herir un caballo. Con eso lograron contenerlos y ponerse en retirada.

Sin pérdida de tiempo proseguimos nuestra marcha y antes de haber galopado cinco millas avistamos un gran número de indios que se dirigían a nuestro encuentro a toda velocidad. Formaban una larga fila de a uno en fondo y al verlos así, al general Carr se le ocurrió ejecutar un movimiento de sorpresa que consistiría en lanzarnos al ataque directo contra la aldea, cosa que ellos no esperarían jamás y atravesar la línea de guerreros antes de que se repusieran de su sorpresa.

El movimiento hubiera dado resultado a no ser por el atolondrado aunque temerario teniente Schinovsky, que, desentendiéndose de las órdenes del general, se lanzó en persecución de algunos indios que tenía a su costado izquierdo, mientras el resto de nosotros atravesaba la línea enemiga con el propósito de entrar en su campamento. Pero al ver el general la situación precaria en que su imprudencia había colocado a Schinovsky y a su compañía, pues en seguida lo rodearon más de cuatrocientos sioux, hizo volver grupas al grueso de la tropa y corrió en salvación del arrojado francés, que, mientras tanto, había perdido ya unos cuantos hombres y caballos. De más está decir que la inconsulta acción del teniente Schinovsky nos produjo considerable pérdida de tiempo cuando la noche ya se nos venía encima.

Los aguerridos sioux lucharon desesperadamente para impedirnos llegar hasta su aldea. Los chicos, los viejos y mujeres que la poblaban, avisados del peligro, iniciaron la huida llevándose lo que pudieron. Habiendo fracasado el plan del general Carr, no nos quedaba más que luchar frente a frente hasta derrotar a nuestros enemigos y perseguirlos luego, conscientes con nuestro plan de alejarlos cada vez más de la civilización.

Pero, una vez derrotada la turba de sioux, no pudimos perseguirlos porque el general había dado orden al convoy de seguirnos con su escolta, pero como anochecía y éstos no aparecían, decidió regresar en su busca, no fuera cosa de que una partida de indios los hubiese visto y los tuviera rodeados. Teníamos que impedir por todos los medios la pérdida de las provisiones.

De modo que regresamos, dirigiéndonos a su encuentro.

A eso de las nueve de la mañana dimos con él y acampamos hasta la madrugada siguiente en que continuamos la marcha, sin ver un solo indio. No obstante, dos millas más abajo reconocimos las huellas de un campamento que parecía haber sido abandonado con gran apuro. Prendimos fuego a todo lo que era susceptible de ser quemado y seguimos viaje con la mayor velocidad posible, en la esperanza de reanudar la abandonada persecución.

La ruta en que nos hallábamos nos conducía al noroeste del Republican, y era sin duda el camino que ellos seguían. Pero nuestras esperanzas de alcanzarlos eran inciertas, pues no acampaban durante la noche. De modo que día a día nos sacaban considerable ventaja.

Cuando llegamos al Republican hicimos alto y como la ruta se dirigía cada vez más directamente al este, el general Carr destacó al convoy hacia el fuerte Mac Pherson por el camino más corto, siguiendo la tropa la dirección este, que era la señalada por la huella de los indios.

Pasada la noche, seguimos la marcha. Ese día fue mejor para nosotros, pues avanzamos muy rápidamente, y a ratos alcanzamos a verlos, aunque a bastante distancia todavía.

Pero nos esperaba una sorpresa, que, a pesar de su condición de tal, nos fue beneficiosa.

La compañía que mandaba el mayor se había abierto un poco del grueso de las tropas que en ese momento estaba oculta en una hondonada del terreno, cuando se vio atacada por una partida de unos trescientos sioux. Al aparecer el resto de nosotros, con el general Carr, pudimos llegar eficazmente en su socorro, y los atacantes, que no contaban con este refuerzo para sus enemigos, se batieron en retirada abandonando mucha de su impedimenta y hasta chozas de la aldea cercana. Tan violento fue nuestro atropellado que durante varias millas nuestros caballos pisotearon útiles, ropas y toda clase de artefactos de uso pertenecientes a los fugitivos.

El general Carr mandó que una compañía recolectara los caballos sueltos añadiéndolos a los nuestros e hiciera una enorme pira con las prendas. Una ancha y violenta hoguera se levantó en la verde pradera, que terminó rápidamente con los enseres abandonados.

Como para entonces en el ejército comenzaban a escasear las provisiones, se me envió al viejo fuerte Kearney, distante unas sesenta millas, a buscarlas.

Cumplida sin tropiezos mi misión, me reuní con el ejército de Carr y poco después llegábamos al fuerte Mac Pherson, que continuó siendo todavía por algún tiempo el cuartel del 5.° Regimiento de Caballería. Allí nos preparamos para una nueva expedición a la región del río Republican, reforzados esta vez con las tres Compañías de los Pawnee Indians Scouts que mandaba el mayor Frank North.

Al frente del condado del Platte estaba el general Carr, que era mi jefe en la campaña que acabo de relatar, y le pidió que me nombrara jefe de los scouts del condado, pues allí se remuneraba mejor esos servicios que en el de Missouri. El general Augur accedió de inmediato y como yo no había pedido ese nombramiento, al serme anunciado, me sorprendió y me halagó sinceramente.

Pronto trabé amistad con el mayor Frank North y vi que, tanto él como sus oficiales, eran unos perfectos caballeros. Los pawnee scouts eran muy apreciados en el ejército pues habían sido muchos y muy valiosos los servicios prestados en la lucha contra los hostiles sioux, sus más encarnizados enemigos. Como muy conocedor de las costumbres de las regiones del Beaver y el Republican, me alegré al saber que ellos formarían en la expedición, pues sabía que nunca nos sentiríamos desilusionados con su apoyo.

Durante nuestra estada en el fuerte Mac Pherson hice amistad con el teniente George P. Belden, conocido con el mote de White Chief[10]. Era un sujeto inteligente, muy valiente y excelente tirador. Apenas hacía una hora que nos conocíamos cuando me desafío a una lid de tiro a rifle, cuyas condiciones fueron muy pronto convenidas. Debíamos disparar 10 tiros cada uno, él con un rifle «Henry» y yo con mi viejo «Lucrecia», a 200 metros de distancia y por 50 dólares. Gané y decidimos hacer otro duelo a menor distancia, 100 metros, en el que Belden resultó victorioso; de modo que quedamos en paz.

Un día recibimos la visita del general Augur y su Estado Mayor, que fue a pasar revista a las tropas. El regimiento se lució haciendo brillantes demostraciones militares y mostrando un enérgico aire marcial que satisfizo en grado sumo al general. Pasaron también revista a los Pawnee Indians Scouts, que ni para esa oportunidad vistieron uniformes militares. Era cómico verlos con sus estrafalarias vestimentas. Las de algunos consistían en largos sobretodos; otros lucían grandes sombreros de ala ancha, de color negro y con un montón de adornos de bronce aplicados a la copa. Los había con un mínimo de pantalón civil; otros con pantalones de uniforme militar pero con el pecho descubierto y sin sombrero; otros no llevaban más que las perneras del pantalón y otros una sola, pero todos tenían un aire extremadamente marcial y demostraron dominar diestramente los ejercicios militares, pese a ser indios.

Claro está que las órdenes les eran dadas en su propia lengua por el mayor North, que la hablaba como un pawnee. Los vi erguidos sobre sus caballos y muy orgullosos pues habían sido instituidos soldados de los Estados Unidos. El mayor North los había instruido durante cuatro años y había obtenido de ellos todo lo que se puede obtener de un ser humano. Esa tarde, después del desfile militar, los oficiales y un crecido número de damas asistieron a un baile indio organizado por los pawnee. Conozco muchas danzas indias; las he visto en todas las regiones de mi país, pero bellas y armoniosas como las de los pawnee, no creo que haya ninguna.

Al día siguiente partió el ejército, y yo con él.

* * *

Varios días después, hallándonos acampados sobre el río Republican cerca de la desembocadura del Beaver, oímos la característica gritería de los indios, seguida de disparos de arma larga, mezclados a las pisadas de las mulas en fuga, que habían sido llevadas al río para beber. Un boyero llegó a todo galope con una flecha clavada en la espalda. Tenía yo cerca mi caballo y montándolo a pelo y con bozal, partí hacia el lugar donde se hallaban las mulas. Creía ser el primero en acudir, pero no fue así. Los pawnee, sin esperar órdenes, habían saltado sobre sus caballos y al llegar yo ya estaban enfrentándose a una banda como de cincuenta sioux que no esperaban, seguramente, verse atacados por sus acérrimos enemigos. No sabían de la presencia de éstos en el ejército y contaban con los movimientos más lentos de las tropas regulares, para alzarse con las mulas. Ya organizados, emprendimos la persecución durante unas quince millas, matando varios de ellos. En esta cacería de sioux montaba yo un espléndido caballo que me había regalado el coronel Royal, llevándole la delantera a los pawnee durante la primera milla. Pero de repente pasó por mi lado como una centella uno de los scouts pawnee, no dejándome tiempo más que para abrir la boca de admiración. El caballo que montaba era un animal magnífico y cuando lo vi de cerca se me antojó que fuera mío. Terminada la persecución me personé ante el mayor North y le hablé del precioso animal.

—Oh, sí —convino el mayor—; es uno de los caballos más notables que he visto.

—¿No podría adquirirlo yo? —pregunté.

—Pertenece al gobierno y dudo que el indio que lo monta quiera desprenderse de él. Le tiene mucho afecto.

—Es que yo también me enamoré de él —dije— y me gustaría saber si me estaría permitido canjearlo por otro, siempre que yo lo conviniera previamente con el indio.

—No, absolutamente, y hasta lo ayudaré a conseguirlo haciendo que el indio elija el que ha de recibir en su lugar.

Unos días después, a fuerza de zalamerías, conseguí el caballo. Mi alegría no tuvo límites aunque en realidad el animal no fuera de mi propiedad pues era del Estado, pero podía usarlo como si lo fuera. Lo llamé «Buckskin Joe» a causa de su pelo, parecido al del ante. Entre otras virtudes, me resultó un gran cazador de búfalos. En el invierno de 1872, después que yo hube abandonado el fuerte Mac Pherson, «Buckskin Joe» fue puesto en pública subasta y lo compró Dave Perry, en North Platte, quien unos años más tarde, en 1877, me lo obsequió, permaneciendo en mi poder hasta que murió, en 1879.

Volviendo a los sioux, diré que seguimos el rastro durante varios días a lo largo de los ríos Prairie Dog y Beaver, sosteniendo encuentros esporádicos con partidas sueltas pero sin lograr entrar en combate con bandas numerosas, pues éstas parecían empeñadas en no luchar, por alguna razón especial.

Pasados veinte días estábamos de nuevo sobre el Republican. Hasta ese momento los pawnee no habían demostrado mayor interés por mi persona, pero durante el tiempo que permanecimos en este campamento del Republican, nos hicimos grandes amigos, y me gané su admiración enseñándoles a matar búfalos, pues aunque eran excelentes cazadores, nunca llegaban a matar más de cuatro o cinco en cada corrida. Usaban un sistema equivocado: rodeaban con sus caballos una manada, y estando las bestias en un montón muy apretado, entraba uno de ellos, y tirándole desde muy cerca, mataba unos pocos, solamente aquellos sobre los cuales podía hacer fuego sin peligro de herir a sus propios compañeros, que se mantenían rodeando a la manada. Los vi un día en que pasaba a caballo con el mayor North y otros oficiales. Habían acorralado varios cientos de ellos y sólo mataron unos treinta.

Mientras se hallaban entregados a la tarea de carnearlos, apareció otra manada más pequeña. Los pawnee se aprestaban a rodearlos, cuando yo me adelanté al mayor North rogándole que me dejara hacerles una demostración de mi táctica. El mayor habló con ellos, que accedieron a cederme la oportunidad. Yo sabía que «Buckskin Joe» era un excelente animal para la caza mayor, y esperaba lucirme. Galopé hacia la manada —que estaría a casi una milla de nosotros— y cuando llegué a entreverarme con ella, disparé a diestra y siniestra, corriendo con mi veloz y obediente caballo en todas direcciones, hasta que la manada se dispersó dejando un tendal de treinta y seis animales. Como no tenía que cuidar la dirección de mis tiros, pude tirar a mi gusto a cuanto búfalo se ponía a mi alcance.

El éxito asombró sobremanera a los pawnee, que me llamaron desde entonces Big Chief[11], haciéndonos desde ese momento grandes amigos.

Levantamos el campamento, y después de destacar al mayor Frank North con dos compañías de caballería al mando del coronel Royal para que explorara el norte del río Republican, el grupo del ejército siguió el curso del río hacia el oeste.

Acampamos al llegar a la bifurcación del Republican conocida por Tail Deer Fork[12]. Poco hacía que nos hallábamos allí, cuando vimos venir hacia nosotros, a galope tendido, una partida de indios, gritando y agitando las lanzas. Creímos en un principio que eran sioux, y se tocó a rebato, aunque nos extrañó la tranquila indiferencia de nuestros pawnee, que sólo se pusieron en movimiento para gritar y saltar sin tomar las armas, armando una ensordecedora algarabía. El capitán Lute North, de igual apellido que el mayor, buen conocedor también él de las costumbres indígenas, dijo al general Carr:

—Esos, general, son amigos pawnee que vienen después de haber librado un combate victorioso.

Los pawnee entraron en nuestro campamento a todo galope. El capitán North llamó a uno de los cabecillas y supo por él que habían tropezado con un grupo de sioux que custodiaba una caravana. No cabía duda de que la lucha había sido recia, pues varios de ellos venían bastante mal heridos, transportados por sus compañeros en angarillas. Los pawnee habían sido los primeros en atacar, y con pérdida de cuatro hombres y considerable cantidad de municiones aniquilaron al grupo de sioux, pocos de los cuales consiguieron huir.

A la mañana siguiente, muy de madrugada, nos pusimos en seguimiento de los sioux. Durante dos largos días, cabalgando con toda la rapidez posible, pudimos ver, por las cada vez más recientes huellas de sus pasos, que poco a poco les íbamos sacando ventaja. Contribuyó a aumentar nuestros bríos ver en esas huellas las muy patentes de mujer, lo que vino a demostrar que llevaban blancas cautivas. El general Carr hizo que los que marchábamos en la vanguardia tomáramos los mejores caballos para forzar la marcha. El convoy y sus custodias deberían seguirnos también a la mayor velocidad posible. Yo tomé, con unos cuantos pawnee muy bien montados, la delantera, con la consigna de localizar a la caravana de sioux para que el grueso de la tropa, conociendo el sitio exacto en que entrarían en contacto con ella, pudiera prepararse mejor para el combate. Después de cabalgar más de diez millas comenzamos a movernos con gran cautela, pues presentíamos que los sioux no andarían lejos. Galopábamos en los llanos, pero al ascender una colina lo hacíamos desmontados, dejando los caballos abajo y llegando a la cima arrastrándonos por el suelo. Llegados arriba, oteábamos en todas direcciones, y al no descubrir nada, montábamos de nuevo y nos lanzábamos cerro abajo a todo lo que podían nuestros caballos.

Por fin, desde una de esas alturas, vimos el campamento. Habían levantado su aldea en los médanos situados al sur del río South Platte, en un sitio llamado Summit Springs. Dejé a los pawnee para que observaran los movimientos del enemigo y regresé a dar aviso al general Carr.

Inmediatamente se aprestó el ejército para el ataque, ansiosa toda la tropa de entrar en contacto con los indios. Sugerí al general que no llegáramos al campamento sioux tomando el camino que los había llevado a ellos hasta allí, porque, sabiéndose perseguidos por nosotros, era lógico que pusieran toda su atención en vigilar en esa dirección. Era conveniente dar un rodeo y sorprenderlos por detrás. El general aceptó la sugerencia y el movimiento se realizó a la perfección. Apenas a una milla de distancia de la aldea, Carr ordenó hacer alto para concentrarnos y disponernos al ataque. Listos ya, el general ordenó al cornetín con voz clara:

—¡A la carga!

Era tal el nerviosismo del muchacho que no logró arrancar una sola nota del instrumento. El general volvió a gritar la orden, pero con el mismo resultado negativo de la vez anterior. Entonces el cuartelmaestre, que había obtenido permiso para formar parte de la expedición, arrancó de las manos del atribulado trompa el rebelde instrumento y llevándoselo a los labios transmitió la orden que todos esperábamos. En seguida arrojó la trompa al suelo y sacando un par de revólveres arremetió con furia como sus compañeros hacia el centro de la aldea.

Los indios, que en ese momento comenzaban los preparativos para levantar campamento, quedaron estupefactos durante unos segundos al ver cómo descendíamos sobre ellos. Unos cuantos, los que tenían cerca un caballo, saltaron sobre él y se adelantaron a resistir el ataque. Pero pronto, advirtiendo nuestra superioridad numérica, volvieron grupas y huyeron. Los que estaban sin cabalgadura, no esperaron, y se lanzaron a todo correr, trepando por las sierras vecinas. Atravesando la aldea, haciendo fuego en todas direcciones, los soldados regulares, los pawnee y los scouts crearon un desbarajuste como no he visto otro.

La persecución duró hasta el anochecer, en que se hizo imposible seguir castigando a los sioux, que se habían dispersado como una nidada de codornices.

Acampamos, fatigados, a lo largo del South Platte, después de la dura faena, para pasar la noche. A la mañana siguiente proseguiríamos la persecución.

Después del desayuno, a la mañana siguiente, se escuchó la orden de partida. Iniciamos la marcha, pero los indios se habían dispersado en tantas direcciones que fue necesario seguir las huellas dividiéndonos en varias compañías. Yo fui al mando de una y nos dirigimos hacia el noroeste, sobre una huella que indicaba la marcha de unos cientos de indios, y que seguimos durante dos días. En un recodo del Platte, las huellas que seguíamos se unían a otras, tras de las cuales venía otra compañía. Ambos grupos indígenas se habían reunido formando uno solo, más numeroso.

A medida que avanzábamos, otras huellas y otras compañías se iban uniendo a nosotros. Esto nos daba la evidencia de que los sioux se habían vuelto a concentrar en una aldea.

Las huellas delataban un número de indios muy superior al nuestro, pero había entre nosotros suficiente número de corazones valientes, que no titubearían en lanzarse al ataque, no obstante cualquier desproporción numérica. Pero estos entusiasmos se enfriaron un tanto al tercer día, al avistar un grupo como de seiscientos a la orilla del Platte. El descubrimiento fue mutuo, y hubo inmediata preparación de combate por ambas partes. Debido a la evidente superioridad numérica de nuestros enemigos, se hizo necesario extremar las precauciones, y en lugar de abalanzarnos sobre su campo, buscamos terreno ventajoso. Notando esto, los indios se dieron cuenta de la división realizada en las fuerzas del general Carr, y que nosotros no éramos más que una parte de él. Por lo tanto, no titubearon en asumir el papel de atacantes, pasando de la fuga a la ofensiva. Cargaron y nos hicieron retroceder a buscar refugio en las quebradas.

Sin embargo, el ataque se resentía por lo precavido, teniendo en cuenta la forma de encarar la guerra que caracterizaba a los arrojados sioux. Tan prudentes se mostraban, que daban tiempo a nuestros soldados para guarecerse con caballos y arneses en el lecho de un arroyo que en estaciones lluviosas era un afluente del Platte.

Pero no se hizo esperar más la arremetida, que, a mi modo de ver, por el conocimiento que tenía de la forma de guerrear de los indios, tardaba en producirse.

Después de habernos cercado y medidas nuestras fuerzas, habiendo calculado la posibilidad de que nos llegaran refuerzos, se lanzaron contra nosotros disparando una verdadera lluvia de flechas, alcanzando a herirnos algunos soldados.

Pero no fue todo rosas para ellos, pues conseguimos afinar bien la puntería, cayendo como veinte heridos de muerte, debiendo los restantes volverse atrás. Un segundo ataque les resultó tan desastroso como el primero y tal vez con mayor número de pérdidas. Vimos que, desalentados, reuniéronse los cabecillas a celebrar consejo. Al rato se separaron en varios grupos pretendiendo hacernos creer que se retiraban, abandonando el asedio. Pero yo era muy ducho en tretas y mañas indígenas y me apercibí del simulacro. No dejé que se moviera un solo soldado, explicándoles el propósito de nuestros enemigos. Los sitiadores, al ver que su plan había sido descubierto, dejaron una guardia que se situó fuera del alcance de nuestras armas y se retiraron. Había entre ellos uno muy bien montado que despertó mi curiosidad y el deseo de desmontarlo a balazos. No hacía más que dar vueltas en derredor de nuestro refugio; evidentemente era el jefe de los que habían quedado cuidándonos. Para realizar mis deseos de cazarlo como un búfalo, tuve que arrastrarme por el campo, saliendo del cauce seco del arroyo en que estábamos, como unos trescientos metros, después de trepar la barranca. Cuando calculé que estaría en el sitio apto, levanté la cabeza y vi que no me había equivocado, pues en ese momento el indio estaba entre su gente y yo. Me puse rápidamente de pie y, casi sin apuntar, hice fuego. Di en el blanco, pero el indio no cayó del caballo hasta después de correr éste hasta muy cerca del sitio en que había dos hombres nuestros de avanzada, ya en la pendiente de bajada al arroyo. Allí cayó de su caballo el hombre, casi en brazos de los dos soldados, que se apresuraron a apoderarse del caballo. Al regresar yo al campamento, todos elogiaron mi hazaña al matar un indio a cuatrocientos metros de distancia y decidieron que, en premio, debía apropiarme del caballo, que era un hermoso animal.

El indio resultó ser uno de los más astutos y capaces jefes sioux. Se llamaba Tall Bull[13], y tenía gran ascendiente en la tribu. Los sitiadores se desmoralizaron en tal forma al hallarse sin jefe, que optaron por incorporarse al resto del grupo sin intentar nuevas arremetidas.

Pocos días después de este suceso, el ejército del general Carr volvió a reunirse y libramos una nueva batalla con los sioux, en la cual capturamos más de trescientos guerreros y gran número de caballos, como también varias indias, entre ellas la viuda de Tall Bull, que comentaba con el «Jefe de las praderas» (que era yo) que había dado muerte a su esposo. Pero en lugar de dirigirse a mí con odio, como lo hubiera hecho cualquier mujer civilizada, lo hacía demostrándome la máxima deferencia, pues consideraba como un honor el hecho de que el gran guerrero que fue su esposo hubiera hallado la muerte de manos de un blanco tan famoso.