CAPÍTULO II

PERSIGUIENDO A LOS INDIOS

En octubre de 1867, el general Sheridan organizó una expedición punitiva contra los indios que habían infestado la región del río Republican.

Me mandó llamar y dijo:

—Cody, ya sabrá usted lo que me propongo. He decidido designarlo guía de la expedición y jefe del regimiento de exploradores. ¿Qué me contesta?

—Magnífico, mi general, y le agradezco la distinción —le respondí en tono entusiasmado y cortés.

Los dog soldiers indians[8] era una agrupación de indios cheyennes que, como otras tribus salvajes y turbulentas, nunca pactaban con las cruzadas civilizadoras, y si lo hacían, jamás respetaban lo convenido. Formaban un conjunto de guerreros de magnífica presencia, valientes e incansables y estaban decididos a mantener su soberanía sobre los territorios comarcanos de los ríos Salmon y Republican. Se les llamaba dog soldiers porque, como he dicho, pertenecían a la raza de los cheyennes, nombre derivado del francés chien, perro.

El 3 de octubre, el 5.° Regimiento de Caballería llegó a Fort Hays, donde yo me hallaba.

Poco descanso tuvo la tropa, pues el general Sheridan estaba ansioso de castigar a los indios que habían tenido a mal traer al general Forsyth. Por lo tanto, nos hizo salir a campearlos al subsiguiente día de la llegada de su caballería, es decir, el día 5 de octubre.

Nos dirigimos a la región del Beaver Creek, acampando la primera noche al sur de Big Creek, a unas cuatro millas al oeste de Hays City.

Hice amistad rápidamente con los capitanes Brown y Sweetmann, que me invitaron frecuentemente a comer en su tienda durante el tiempo que duró la expedición, y por cierto que me divertí muchísimo en esas horas de descanso. Sé también que ellos se encontraban muy a gusto en mi compañía.

De los exploradores recuerdo a Tom Renahan, Hans Fields, y otro que era todo un personaje, a quien los muchachos pusieron el mote de «Nosey» por el desmesurado tamaño del apéndice nasal.

Al día siguiente continuamos la marcha, cubriendo unas treinta millas, y al caer la tarde acampamos al sur del río Salomón. Allí el coronel Royal me pidió que fuera a matar algunos búfalos para darle carne fresca a la tropa.

—Muy bien, mi coronel; mándeme una carreta para traer las reses —le dije con cierto aire de impertinencia.

—No mandaré ninguna carreta hasta que no haya algo que cargar en ella; mate sus búfalos antes y luego la mandaré —me contestó con aire desabrido.

Mi condición de subordinado me impedía contestar, de modo que arrié el pabellón y salí en busca de caza. Tras una corta ausencia regresé y pedí al coronel que mandara buscar una media docena de piezas que yacían sobre la colina.

Pronto dieron cuenta de la carne los muchachos, y el coronel me volvió a pedir que repitiera la caza. Esta vez ni pensé pedirle que mandara recoger las reses muertas. Ensillé y me alejé del campamento, para volver al poco rato arreando una pequeña manada de búfalos, a los que di muerte uno por uno en el mismo campamento. Esta acción mía sorprendió al coronel, que presenció la escena con el ceño fruncido. Naturalmente, no se explicaba por qué no había dado muerte a los búfalos en la pradera. Con cara de enojo, me pidió una explicación:

—Cody, ¿quiere decirme qué es lo que se ha propuesto usted?

—Vea, mi coronel; consideré más práctico traer los búfalos aquí sin molestar a nadie.

Esta contestación me pareció la única acertada para no incurrir en falta de respeto. El coronel, comprendiendo perfectamente mi intención y lo que yo quería decirle, pues su respuesta del día anterior me había ofendido, se alejó sin decir una palabra.

Hasta ese momento, ni la sombra de un indio se había visto por las inmediaciones. Aquella noche, el coronel Royal estableció los piquetes de guardia, pero todo transcurrió tranquilamente hasta el amanecer.

Estaba por despuntar la aurora cuando fuimos despertados por detonaciones de armas de fuego. Uno de los centinelas llegó a todo galope al campamento anunciando la cercana presencia de los indios.

Inmediatamente organizamos la defensa y estuvimos listos para trabarnos en lucha con los pieles rojas. De acuerdo a las prácticas, ellos serían los primeros en atacar; en caso contrario, nosotros haríamos una salida en su busca. Esperamos un largo rato, y en vista de que no se oía el más leve rumor ni se veía nada que pudiera parecerse a un piel roja, decidimos hacer una batida. Nos dirigimos al sitio en que el centinela aseguraba haberlos visto; pero nada hallamos, ni siquiera rastros. Sin embargo, el centinela, que era un irlandés, insistía en su afirmación.

—Debe haberse confundido —le dijo el coronel Royal.

—Palabra de honor que no, mi coronel. Tan seguro estoy como de que me llamo Pat Maloney; y hasta uno de ellos me dio un golpe en la cabeza con un garrote.

El misterio se descifró cuando fue completamente de día y se profundizó en las investigaciones. Se encontraron huellas de ante, no dejando lugar a dudas sobre la clase de indios que había visto Pat. Respecto al golpe que aseguraba haber recibido en la cabeza, era fácil conjeturar que al echar su caballo al galope para dar la alarma, se había llevado una rama por delante, golpeándose la cabeza. Fue muy difícil, sin embargo, convencerlo de la verdad de las cosas.

Por algo era irlandés.

Después de tres días de ininterrumpida marcha, llegamos a Beaver Creek, donde acampamos, y desde donde salieron varias partidas de exploradores para revisar la región en distintas direcciones, dejando en el campamento unos pocos hombres de custodia.

Al regresar las partidas de exploración, sin haber hallado rastros de indios, lo hallaron todo en la mayor confusión, porque durante la ausencia el campamento había sido atacado por un crecido número de indios, que habían dado muerte a dos hombres, llevándose sesenta caballos pertenecientes a la compañía «H».

Esa misma tarde partió el mayor Brown con dos compañías y provisiones para tres días, alejándonos —pues yo iba con él— bastante del campamento. A los dieciocho días de infructuosa búsqueda de indios, las provisiones para tres días con que habíamos salido se habían agotado, por lo que nos dirigimos al ferrocarril más cercano, acampando a orillas del río Saline, a tres millas de Buffalo Tank.

Mientras esperábamos, había llegado al comando de nuestro cuartel general un nuevo jefe: el general E. A. Carr, quien trajo consigo el célebre «Forsuth Scouts», al mando del teniente Pepoon, distinguido oficial de carrera.

A la mañana siguiente, muy temprano, partimos a la caza de indios. El general Carr pensó que un movimiento que él ya tenía ideado de antemano, sería más eficaz y rápido para darles alcance y me ordenó que lo guiara por el camino que llevara más rápidamente a Elephant Rock, sobre el Beaver Creek. Al llegar a la bifurcación sur del Beaver, a los dos días de marcha, descubrimos huellas recientes que nos apresuramos a seguir durante unas ocho millas. De repente vimos frente a nosotros un gran número de pieles rojas.

El general Carr ordenó que los scouts del teniente Pepoon y la compañía «M» se adelantaran. Esta compañía estaba al mando del teniente Schinovsky, francés de nacimiento y valiente como el que más. Habiéndose adelantado como se lo ordenaran, cuando estuvieron más o menos a una milla de los indios, éstos cargaron con la velocidad del rayo, trabándose en lucha liviana de movimientos, hasta que llegó el grueso de las tropas en auxilio. Los indios aumentaban su número constantemente; pude calcular que habría en el campo unos ochocientos o mil. Hubo muertos y heridos por ambas partes. Los indios peleaban con denuedo y tenacidad, dando tiempo a que sus mujeres, viejos y chicos se situaran lejos del campo de batalla. Sin duda los había sorprendido el crecido número de combatientes blancos que no esperaron encontrar en la región. La lucha se prolongó hasta el anochecer, con continuo retroceso de nuestros enemigos. Durante la noche nos hostilizaron haciéndonos disparos desde las alturas y en más de una ocasión tuvimos que salir a cuerpo descubierto a dispersarlos. Al regreso de una de estas partidas, el mayor Brown, el capitán Sweetmann, el teniente Bache y yo, nos hallábamos comiendo juntos, como solíamos hacerlo a menudo, cuando sonó un tiro cercano que hizo impacto en el plato que el teniente Bache tenía levantado en ese momento, haciéndole una perforación que pudo haber tenido destino en el pecho o en la cabeza del teniente. Seguramente, un indio había hecho puntería desde una posición insospechada para nuestros centinelas y había huido en seguida de hacer el disparo. La comida terminó sin otro incidente.

Al amanecer del día siguiente, siguiendo sus huellas llegamos muy pronto al lugar en que los indios tenían su campamento y desde donde habían salido sus hombres de guerra para atacarnos. Desde una altura que dominaba todo el valle del Beaver Creek pudimos ver que el poblado era de los mayores que yo había visto en todas mis andanzas entre los piel-roja. Consistiría fácilmente en unas quinientas chozas y carpas. Descendimos al valle y corrimos rápidamente por el camino que bordea por detrás, es decir, por el oeste, la pradera conocida con el nombre de «Dog Creek». Subimos entonces a otra elevación y a eso de las dos de la tarde alcanzamos a ver que el campamento se ponía en movimiento para abandonar el lugar. Los seguimos, y al verlo ellos, simularon una carga, pero no se acercaron a nuestras líneas de avanzada. Prendieron fuego a la pradera poniendo ese obstáculo entre ellos y nosotros con el objeto de impedir o, por lo menos retrasar, nuestro avance. Lo consiguieron a medias, pues algunas veces nos pusimos casi a tiro de rifle. Mejores conocedores del terreno que el más diestro de nosotros, de repente se nos escapaban de la vista y reaparecían por sorpresa sobre una de las alas de nuestra formación. Además, con el propósito de desorientarnos, desparramaban toda clase de utensilios domésticos en direcciones divergentes de aquella que en realidad seguían. Lo hacían con tanta habilidad que se nos hizo imposible mantenernos sobre su ruta. Al caer la noche decidimos acampar, pues de sobra sabíamos que sería completamente inútil seguirlos en la oscuridad. A la mañana siguiente persistimos en la persecución y, repitiendo la artimaña que tan buenos resultados les había dado el día anterior, trataron de desviarnos de su ruta haciendo un inteligente uso de ella; pero esta vez consiguieron escabullirse por completo, si bien es cierto que no nos desviaron de la ruta principal, llegando hasta el río Republican, donde cortamos camino dirigiéndonos hacia el norte del Platte. Nos dimos cuenta de que habíamos sido burlados, porque ellos habían viajado día y noche poniéndose así a varias leguas de distancia de nuestras líneas más avanzadas. Viéndonos rendidos y ante la casi imposibilidad de darles alcance, el general resolvió desistir de la empresa.

Esa noche, después de comer, el general Carr me hizo comparecer a su presencia y me anunció que la marcha del día siguiente sería hacia las fuentes del Beaver, y necesitaba que yo le dijera qué distancia habría que cubrir para llegar hasta allí. Respondí sin vacilar que serían unas veinticinco millas. Se propuso hacerlas en un día.

Nos pusimos en marcha a la madrugada. Mi condición de guía me obligaba a marchar al frente de la tropa. A eso de las dos de la tarde, el general Carr, adelantándose, se me puso al lado para preguntarme si tendríamos que andar todavía mucho antes de encontrar agua. Calculé que faltarían todavía unas ocho millas más o menos.

—Los scouts de Pepoon me dicen que vamos en mala dirección y que por este camino hallaremos un afluente del Beaver a poco menos de unas quince millas, pero sin agua, debido a que a esta altura del año todos los afluentes de ese río están secos.

—Mi general, creo que los scouts están en un error —repliqué yo—, pues el Beaver tiene más agua en su nacimiento que abajo, y en el lugar al que llegaremos hemos de encontrar varias represas lo suficientemente bien construidas como para dejar pasar todo el ejército por encima de sus paredones, si así lo desea.

—Bien, Cody, siga usted; lo dejo en sus manos, pero recuerde que no quiero tierras secas.

—No tema —repuse yo, seguro de mí mismo, y proseguí la marcha, dejándolo que fuera a reunirse con su estado mayor.

Como yo había asegurado, al cabo de unas siete millas encontramos un hermoso arroyito, pequeño afluente del Beaver, bien escondido entre las sierras. Elegimos fácilmente un buen lugar para hacer alto, beber agua fresca y dejar pastar a los animales, mientras nuestros hombres preparaban todo para acampar durante la noche.

Durmió todo el campamento a gusto y a la mañana siguiente, el general dio orden de reanudar la marcha.

Antes de movernos, habiéndose enterado por mí de que el arroyo no tenía nombre conocido, desplegó el mapa militar de la región y, localizándolo, lo bautizó «Cody’s Creek»[9], nombre que todavía lleva.

Continuamos marchando en procura del Beaver. Después de varias horas de camino, al llegar a otro arroyo adelanté mi caballo para buscar el vado, dejando atrás a la tropa unos cuantos cientos de metros. Al dar la vuelta a un recodo del curso del arroyo, sonó un disparo y mi caballo rodó por tierra y yo con él. Me libré de ser aplastado, y rápidamente me eché a tierra escudándome con su cuerpo. Había dos indios que contemplaban la escena creyendo haberme dado muerte. Levanté mi rifle e hice un disparo que, debido a la natural nerviosidad, no dio en el blanco. Ellos volvieron a disparar sus armas dos o tres veces, pero mi trinchera era muy buena. Un segundo disparo mío les hirió un caballo. Desgraciadamente, a mis dos atacantes se unieron otros y ya veía yo que mi situación llegaría a ser crítica y no sabía qué actitud adoptar. La tropa no podía tardar en llegar, por lo que decidí mantenerme en la posición hasta ese momento. Ignorantes de esa circunstancia, los indios comenzaron a moverse con evidentes intenciones de cargar contra mí en número irreprimible, cuando la vanguardia del regimiento se avistó y viendo lo que pasaba corrió en mi ayuda. Los pieles rojas giraron sobre sus talones y desaparecieron.

Cuando llegó al lugar el general Carr ordenó que la Compañía «I» saliera en persecución de la banda. Acompañé al teniente Brady, que la mandaba, y durante varias horas sostuvimos una batalla de movimiento con los indios, pero siempre empujándolos hacia el oeste. Capturamos varias carpas y caballos y a la noche nos unimos al grueso de las tropas, que para entonces había ya cruzado una de las represas del Beaver. Seguimos explorando a lo largo del río durante varios días y sostuvimos con los indios dos o tres escaramuzas.

Pero nuestras provisiones empezaban a escasear y el general decidió volver al fuerte Wallace. A los tres días estábamos en él, en donde permanecimos unos cuantos más.

Transcurridos esos días de descanso, el general Carr recibió orden de Sheridan de iniciar una campaña de invierno en la región del río Canadian. La expedición debía alistarse en el fuerte Lyon, en Colorado. Para allá partimos, dejando el fuerte Wallace en noviembre de 1868, a fines de cuyo mes llegamos al fuerte Lyon sin haber tropezado con inconvenientes de importancia o, por lo menos, dignos de ser relatados.

Apenas llegamos comenzamos a hacer los preparativos para la invasión a la zona enemiga.

Tres semanas antes, el general Penrose había salido del fuerte con trescientos hombres y pobrísimas provisiones que transportaba en carretas livianas tiradas por mulas, pues ni bueyes había podido conseguir para su expedición.

El general Carr recibió orden de darle alcance lo antes posible.

Yo también estaba ansioso por unirme a la gente de Penrose, porque con ellos iba mi amigo Wild Bill, que se había alistado como scout.

Los tres primeros días seguimos las huellas del general Penrose con toda facilidad, pero al poco tiempo de llegar a Freeze-Out Canon fuimos sorprendidos por una terrible tormenta de nieve que nos obligó a levantar las carpas que ya habíamos extendido para acampar. Varias horas duró la tormenta, y su consecuencia fue que perdiéramos las huellas de Penrose. Para colmo, él no había tenido la precaución de dejar a la gente que quedó en el fuerte Lyon una señal convenida para localizarlos en el desierto. El general Carr me ordenó que tomara unos cuantos scouts y que me adelantara a la tropa y tratara de encontrar las huellas de Penrose, pues era muy importante que nos reuniéramos con él. Creía Carr que podía haber acampado por las inmediaciones, con lo que me sería fácil hallarlo.

Elegí cuatro hombres y me puse en marcha en medio de la tormenta tomando rumbo hacia el sur, directamente. Anduvimos más de veinticuatro millas y al llegar a las márgenes del río Cimarrón exploramos su ribera en unas cuantas millas hasta que avistamos las carpas del general Penrose, a considerable distancia.

Era ya casi de noche y como el general Carr con sus hombres llegaría a ese sitio a la mañana siguiente, no creí necesario que volviéramos todos al campamento con la noticia de mi hallazgo. Desmontamos en un refugio cercano al río, encendimos fuego y nos dispusimos a asar un buen trozo de la carne de un venado que habíamos cazado por el camino. Bien reconfortado con el suculento asado, emprendí solo el camino para reunirme a Carr y darle la noticia de que el ejército del general Penrose se hallaba cerca y en buenas condiciones.

Llegué al campamento de Carr a las once de la noche.

El jefe se hallaba aún despierto y tenía luz en su carpa; le comuniqué las buenas nuevas que traía, lo que lo alegró sobremanera, pues estaba temiendo por la suerte de Penrose y sus hombres.

Todo el regimiento se puso, pues, en marcha hacia el río Cimarrón, muy temprano a la mañana siguiente. El camino hasta dicho río tuvo mayores dificultades para nosotros que las que había presentado para Penrose; en primer lugar, durante el viaje, ellos no debieron soportar la tormenta de nieve que nos hostigó a nosotros, y en segundo lugar, y por consiguiente, ellos marcharon sobre tierra firme y no sobre nieve. Recuerdo que nuestros conductores de carretas en muchas oportunidades tuvieron que abrirle paso a las ruedas a fuerza de pala; ellos no habían sabido nada de eso.

Al llegar al Cimarrón acampamos, pues era ya noche cerrada. A la mañana siguiente alcanzamos a ver que el general Penrose continuaba por el oeste del río, cosa que podía hacer por ser sus carretas más livianas que las nuestras y estar tiradas por mulas; nosotros tuvimos que seguir por la margen oriental, manteniéndonos en lo posible en la misma dirección. Ese camino nos fue llevando insensiblemente a una altura, y cuando nos dimos cuenta nos hallábamos ya sobre uno de los picos de las Ratoon Mountains. Se nos presentó el problema de cómo haríamos para descender hasta el valle.

—Ahora sí que la hemos hecho buena, Cody —exclamó el general Carr.

—¡Oh!, no es nada —le contesté disimulando mi propia preocupación.

—¿Que no es nada? ¿Cómo haremos para bajar con las carretas? —preguntó.

—Déjelo de mi cuenta, general. A usted lo que le interesa es un buen terreno para acampar, ¿verdad? ¿Ese hermoso valle de allí abajo le gusta?

—Sí, ese sitio es apto. Puedo descender a él con la caballería, pero no creo que lo pueda hacer con el convoy.

—En cuanto estén ustedes acomodados en el campo, también se hallarán allí las carretas; vaya tranquilo, mi general.

—Muy bien, Cody, queda enteramente en sus manos, ya que tanto le gusta andar —me respondió sonriente.

Al instante dio orden de desmontar y que la tropa bajara por la ladera llevando a las cabalgaduras de la brida.

El convoy se hallaba en ese momento como una milla atrás. Al llegar al sitio en que yo lo esperaba, me dijo el jefe de conductores:

—¿Cómo se le ocurre que podríamos bajar las carretas?

—Corra, resbale, déjese caer o haga lo que quiera, pero baje —fue mi respuesta.

—Va a ser imposible. Las carretas arrastrarán a los bueyes y las mulas y se producirá un desastre.

—Que los bueyes y las mulas no se pongan, entonces, en el camino de las carretas —fue mi respuesta.

Pero no dejé la iniciativa a Wilson, el conductor principal del convoy. Le dije que trabara con cadenas las ruedas de una carreta y que atara a los ejes de la misma dos yuntas de mulas o caballos que tiraran de costado impidiendo que la carreta se desviara porque, en tal caso, volcaría al deslizarse boca abajo. Un hombre de cada lado se encargaría de que mulas o caballos tiraran parejo. Además, el conductor de la carreta haría que los bueyes caminaran contrarrestando la fuerza de la bajada. Si salía bien el ensayo, podíamos hacer deslizar así todo el convoy.

Hasta llegar casi al pie del cerro, la primera carreta anduvo lentamente, pero en los últimos tramos de la empinada cuesta, los bueyes aflojaron su tensión y la carreta entró en el valle y llegó al centro del campamento a toda carrera. En realidad, fue un ejercicio brillante que se repitió varias veces, entre el aplauso general.

Por lo que concierne a nuestra persecución del ejército del general Penrose, el involuntario ascenso nuestro al cerro de donde tuvimos que descender en ejercicios de acrobacia, fue beneficioso porque nos acercó considerablemente a él, que también había tomado un camino equivocado, retrasándose tres días, como supimos más tarde.

Desde este último punto nos fue fácil seguir las huellas del general Penrose, que nos conducía en dirección sudeste hacia el río Canadian.

No vimos indios ni nada que acusara su presencia cercana.

Un día me adelanté a las tropas por el San Francisco Creek, y grande fue mi sorpresa cuando oí que, de un enmarañado bosquecillo de arbustos de la otra orilla, salía una voz que pronunciaba mi nombre. Fijé la vista y asomando de entre los arbustos, vi la cara de un negro.

—¡Por las barbas del profeta! ¡Es usted, Master Bill! —exclamó el hombre, en quien reconocí a un soldado del 10.° de Caballería.

Y, dirigiéndose a alguien que estaba con él escondido entre los arbustos, dijo:

—Sal del escondite; es el señor Buffalo Bill. —Y luego a mí—: Señor Bill, ¿tiene usted un poco de galleta?

—No, no tengo, pero ya viene el convoy y tendrás toda la que quieras.

—Es la noticia más agradable que recibo desde hace dieciséis días, Master Bill —respondió alborozado el negro.

—¿Dónde está tu regimiento?

—No sé. Nosotros nos perdimos y desde entonces nos estamos muriendo de hambre.

Mientras tanto, a medida que el negro iba hablando, del interior del bosquecillo habían salido dos negros más.

Cuando las tropas llegaron al sitio en que me encontraba con los negros, el general Carr les hizo confesar que habían desertado del ejército de Penrose y que trataban de llegar a Fort Lyon. De lo que le dijeron los negros, Carr dedujo que Penrose y sus hombres se hallaban medio muertos de hambre en alguna parte de Palladora Creek, que no supieron precisar. Conocido el estado en que se hallaban las tropas de Penrose, el general Carr ordenó al mayor Brown que partiera de inmediato para buscarlos, llevando consigo cincuenta mulas bien cargadas con provisiones para aliviar la mala situación de aquella pobre gente. Formé parte del destacamento y al tercer día de marcha forzada dimos con ellos, que se hallaban ya casi exhaustos. Era en realidad un cuadro penoso ver el triste estado en que se hallaban por las privaciones. Hacía dos semanas que habían tenido que racionar a una cuarta parte la alimentación y ahora habían agotado ya todos los víveres. No parecían seres humanos sino espectros. Además, el campamento ofrecía un aspecto terrible porque por doquier se veían esqueletos de las mulas que habían muerto de fatiga y hambre. Al llegar el general Carr, siendo oficial de más antigüedad que Penrose, tomó el mando de todas las tropas. Lo primero que hizo fue descargar las carretas de sus provisiones y mandarlas de nuevo al fuerte Lyon en busca de alimentos. Luego reunió quinientos de los mejores hombres y caballos y con su tren bien cargado emprendió la marcha hacia el sur del río Canadian, dejando el resto de la tropa en el campamento.

Naturalmente, yo fui con él. Durante varios días exploramos la región del Canadian sin hallar indios ni huellas suyas. Volvimos al campamento donde, junto con nosotros, llegaban de regreso de Fort Lyon las carretas con las nuevas provisiones.

Una vez que hombres, caballos y mulas hubieron recuperado sus fuerzas, iniciamos el regreso a Fort Lyon, adonde llegamos en marzo de 1869. Se había dispuesto que el ejército descansara allí durante unas cuantas semanas antes de prepararse para invadir, una parte de él, el condado del Platte, como había dispuesto el Estado Mayor General.