CAPÍTULO PRIMERO

A TRAVÉS DE LAS LLANURAS

En los primeros tiempos de la colonización de Kansas, los beneficios de la educación llegaban muy restringidos hasta nosotros los pobladores, por no decir que nos estaban negados en absoluto. Para proveer de ellos a la exigua población en edad escolar fue preciso recurrir al extremo de una subscripción pública, con lo que se reunieron los fondos suficientes para instalar una escuelita en una cabaña de madera, tipo de construcción en boga en ese sitio y en esa época, que fue levantada con más amor que con pureza de estilo arquitectónico, a la orilla de un arroyo que corría a lo largo de nuestra casa. Desde ese momento la escuelita de la cabaña sería «nuestra escuela».

Mi madre tomó parte activa, tanto en la construcción de la cabaña como en la organización de la enseñanza. Después de mucho insistir consiguió que yo retornara a mi casa —pues debo hacer notar al lector que para ese entonces yo había abandonado mi hogar en busca de aventuras— y me inscribí como alumno. En poco tiempo hice satisfactorios progresos hasta que un día, como consecuencia de una pelea que debí sostener con uno de mis compañeros, me vi obligado a salir del pueblo. Me propuse entonces cruzar la frontera, consiguiendo para ello empleo en la firma Russell, Majors y Waddell, propietarios de una compañía que transportaba cargas en convoy a través de llanuras dilatadas y pobladas de indios. Aunque no ocurrió ningún contratiempo ni incidente que le diera interés, este primer viaje mío por el desierto me resultó amenísimo y muy grato a mi espíritu. Viví unos cuantos días con la sensación de la aventura siempre próxima y con el ánimo dispuesto a correrla en la más heroica de las hazañas.

Pero no sucedió nada; por lo menos nada que valga la pena ser relatado.

Al llegar al punto de destino y habiendo cumplido con nuestra misión, que era la de llevar provisiones de boca y municiones al fuerte Kearney, me abonaron mis servicios y me despacharon junto con otros compañeros, que habían sido contratados especialmente para ese viaje.

Era la costumbre para esa clase de trabajos. Se enganchaban llaneros mediante un precio determinado y al final del viaje, con los carros o carretas en lastre, para hablar en jerga marinera, se despachaba al personal y cada cual tomaba su rumbo, quedando en disponibilidad para otro viaje, con otros cargadores o los mismos y con otro o idéntico destino. Durante el resto de ese otoño y hallándome sin trabajo, hice diversos pequeños trabajos para la casa que me había contratado para mi primer viaje y me dediqué también un poco a la cría de ganado por mi cuenta.

En el mes de mayo de 1857 emprendí viaje para Salt Lake City con una tropa de ganado vacuno a cargo de los hermanos Frank y Bill Mac Carthy, destinada al ejército del general Alberto Sydney Johnston, que había sido destacado al otro lado de las llanuras para combatir a la secta de los mormones.

Hasta que llegamos a Plum Creek, punto situado a unas treinta y cinco millas al sur del fuerte Kearney sobre el río South Platte, nuestro viaje no se vio interrumpido en ningún momento. Habíamos andado todo el día y la mayoría de los hombres se había echado a descansar debajo de las carretas. El ganado estaba bajo la custodia de tres hombres y el cocinero se hallaba entregado a la tarea de prepararnos el almuerzo. A nadie se le ocurrió que podríamos correr algún peligro, como por ejemplo, que los indios nos estuvieran acechando en espera de una oportunidad para atacarnos. Sin embargo, lo que nadie esperaba, sucedió, y en forma que no dejaba lugar a dudas sobre su peligrosidad.

Los gritos con que los guerreros pieles rojas suelen acompañar sus ataques y las detonaciones de sus armas de fuego, nos sorprendieron dormidos. Todos nos pusimos de pie ante el anuncio de la desagradable e inesperada visita. Rifle en mano y sin atinar a nada, miramos desolados la dispersión del ganado, bueyes, vacas, mulas y caballos, que habían sido espantados por los atacantes al tiempo que daban muerte a los tres hombres que habíamos dejado de centinelas. Paralizados por la sorpresa, vimos cómo los indios se nos echaban encima a paso de carga. Los hermanos Mac Carthy, más avezados que el resto de nosotros a esta clase de sorpresas, fueron los primeros en reaccionar y dieron orden de abrir el fuego contra los atacantes. La descarga los detuvo un instante, que aprovechó Frank Mac Carthy para ordenar que nos corriéramos hasta un terraplén allí existente con el fin de atrincherarnos detrás de él y hacer fuego desde allí. Así lo hicimos, llevándonos a uno de nuestros hombres que había sido herido por los indios en el momento de nuestra primera descarga. El terraplén tras el cual nos refugiamos estaba a la orilla de un riachuelo y a poca distancia de nosotros. Así parapetados abrimos fuego en forma graneada, pues el sitio era excelente como trinchera y nos permitía movernos a nuestras anchas. Naturalmente no podíamos quedarnos en él durante mucho tiempo porque poco a poco los indios, que eran más en número, nos irían acorralando. Advertida esta circunstancia por Frank Mac Carthy, nos gritó que nos fuéramos corriendo hacia la orilla del río y lo vadeáramos; una vez en la otra orilla haríamos fuego desde allí, replegándonos hacia Fort Kearney, a donde regresaríamos. Tácitamente convinimos en que era lo mejor que se podría hacer si conseguíamos mantener a raya a la indiada con nuestro fuego, hasta que nos distanciáramos unas millas y pudiéramos llegar al sitio en que el riachuelo se unía al Platte, del que era afluente. Desde ese sitio el cauce del arroyo aumentaba en profundidad y para poder llevar al herido, pues no podíamos abandonarlo en manos de los indios, construimos una balsa de ramas y juncos, donde lo acomodamos lo mejor que pudimos.

Como el río se hacía cada vez más profundo, se nos hacía difícil transportar nuestras armas por el vado, por lo que las colocamos en la balsa con el herido, ganando de este modo velocidad en la fuga.

A todo esto, los indios no cejaban en su persecución y nos seguían, cada vez más cerca, esperando la oportunidad de tenernos al alcance de sus flechas. Pero nosotros no nos dábamos por vencidos, y, agazapados, proseguíamos la marcha por la orilla, cuando no nos veíamos en la necesidad de hacerlo a nado. Aunque venciendo grandes dificultades íbamos progresando manifiestamente.

La noche, que se nos echaba encima a pasos agigantados, complicaba un poco las cosas.

Siendo yo el más joven de la partida, era natural que fuera el primero en sentirme cansado, quedando rezagado, sin darme cuenta, a unos metros de los demás.

Eran ya las diez de la noche y seguíamos marchando silenciosos por entre los yuyos y el barro de la orilla del río, cuando de repente, levanto la vista y veo reflejarse a la luz de la luna la cabeza emplumada de un piel roja. En lugar de correr a dar aviso a los compañeros, lo más sigilosamente posible, impulsado no sé porqué, mecánicamente, levanté el rifle e hice fuego. La detonación vibró aguda en el silencio de la noche, seguida de la algarabía de los indios y un segundo después vi caer en el barro de la orilla el cuerpo de uno de ellos, precisamente el jefe, un hombretón que mediría más de un metro ochenta. Quedé medio muerto de sorpresa y espanto, sin darme cuenta exacta de lo que había hecho. Estaba como paralizado y esperaba por momentos que un montón de indios me vinieran encima. Atontado como estaba, no alcancé a ver a mis compañeros, que al oír el disparo y el grito de guerra de los indios, habían retrocedido.

—¿Quién hizo ese disparo? —preguntó Frank Mac Carthy.

—Yo —contesté en seguida, pues a medida que me aproximaba al grupo iba recuperando la confianza.

—Sí, el pequeño Bill ha matado un indio —dijo uno de los hombres que, estando más cerca, había acaso tropezado con el cadáver tirado en el barro.

Desde ese instante me vi convertido en héroe matador de indios.

Y como yo no tenía entonces más que once años de edad, la muerte de este mi primer indio causó una viva sensación.

La banda de pieles rojas, para vengar la muerte de su jefe, hizo una descarga cerrada contra nosotros, pero la oscuridad de la noche, la mala puntería y la distancia la hicieron inútil. Nuestra retirada río abajo no fue ya perpetuada, y pudimos llegar a Fort Kearney justo al toque de diana, con el herido en buenas condiciones.

Después del peligro efectivo que habíamos corrido, nos sentimos bien contentos y aliviados. Inmediatamente después de la llegada, Frank Mac Carthy se dirigió al oficial de guardia del fuerte con el objeto de dar cuenta de nuestra presencia, e informar sobre los sucesos acaecidos durante el viaje y que habían hecho correr tan grave peligro a la partida, como del fracaso de la misión. El comandante del fuerte ordenó que un regimiento de caballería y otro de infantería se dirigieran a Plum Creek a marcha forzada, llevando consigo un obús, para tratar de castigar el malón y recuperar el ganado que nos había sido robado. La firma Russell, Majors y Waddell, propietaria de la tropa de carretas, tenía en el fuerte un agente o representante local, que nos suministró algunas mulas para que pudiéramos acompañar a las tropas y guiarlas al sitio en que habíamos sido sorprendidos por los indios.

Partimos. Al llegar al lugar del ataque, no hallamos en él más que los cadáveres de los tres hombres de nuestra caravana, destrozados los cuerpos y arrancados los cueros cabelludos. Ante semejante hallazgo no hicimos más que dar sepultura a los restos de los infelices compañeros. Realizada la piadosa tarea, echamos una mirada por el campo y alcanzamos a identificar algunas cabezas de ganado de las que nos habían sido robadas, que pastaban con varias docenas de búfalos. Pudimos apoderarnos sólo de algunas, pues las demás habían sido dispersadas por los indios y habían echado a andar, perdiéndose entre las grandes manadas de búfalos que en enormes cantidades poblaban aquellas regiones.

El rastro dejado por los indios nos conducía al sur del río Republican, al que las tropas llegaron, siguiéndolo, hasta Plum Creek. Allí hicimos alto abandonando la búsqueda sin haber visto siquiera la sombra de un piel roja. De regreso en Fort Kearney, el agente de la compañía, en vista del fracaso de la expedición punitiva y de que habíamos perdido el ganado, los bueyes y mulas de transporte, canceló nuestras cuentas y nos envió de vuelta a Fort Leavenworth. Para mayor entendimiento del lector es conveniente aclarar que las compañías de carretas como la de Russell, Majors y Waddell, no se hacían responsables de las pérdidas de las mercaderías confiadas a su transporte a través de regiones en las que el viaje podía fracasar debido al ataque de los indios, pues el Estado se hacía cargo del riesgo que pudieran correr en esas circunstancias. Era lógico que no fuera una empresa particular la que garantizara la vida y hacienda de los pobladores, sino el Estado.

Un día de principios de julio, hallándome en Leavenworth, fui, con gran sorpresa de mi parte, entrevistado por el reporter de un importante diario local. A la mañana siguiente aumentó aún más mi asombro al leer en ese diario estos títulos, referidos a mi persona: «El más joven de los matadores de indios de las llanuras»… etcétera.

Dentro de mi candidez, me sentí, debo confesarlo, muy orgulloso por la notoriedad que había adquirido. Leí y releí con suma atención y creciente interés la larga y sensacional narración de la aventura corrida en Plum Creek en compañía de los hermanos Mac Carthy y de sus hombres. El relato del encuentro y sobre todo mi hazaña al dar muerte al indio, estaba trazado en forma muy gráfica y pintoresca. En poco tiempo más fui héroe de cierta consideración en la comarca.

* * *

La firma de troperos Russell, Majors y Waddell firmaron contrato con el gobierno para suministrar provisiones al ejército del general Johnston, que había sido destacado a luchar contra los mormones. El reclutamiento de boyeros para esta campaña se realizó con cierta dificultad, porque los peligros eran muy grandes y no todos los días se encontraba gente resuelta que tomara la cosa con entusiasmo. Los sitios por donde había que pasar para llegar al acantonamiento del ejército de Johnston estaban infestados de indios rebeldes.

Un viejo tropero de carretas, llamado Lew Simpson, conocido como uno de los más hábiles conductores de carretas de bueyes, fue de los primeros en alistarse, aportando por su cuenta unas diez carretas para el convoy que debía formar la compañía. Debíamos dirigirnos en línea directa a Salt Lake City, y Simpson, conociendo mis deseos de aventura y mis ambiciones de superación, me invitó a que lo acompañara como ayudante extra. Mis obligaciones no serían pesadas, pues no tendría más que sustituir a los conductores en los momentos de descanso o de enfermedad, o cuando por cualquier razón tuvieran que dejar circunstancialmente la dirección de su carreta. Pero más seductora aún fue la promesa de que tendría una mula para mi uso y el hecho de no tener que acatar más órdenes que las que me diera personalmente el propio Simpson.

Para la mejor comprensión del lector es conveniente explicar cómo se formaba y en qué consistía un convoy de carga en aquellos tiempos y para llevar a cabo esas empresas.

Las carretas usadas por Russell, Majors y Waddell eran conocidas como «J. Murphy wagons» y se construían en St. Louis especialmente para esta clase de travesías. Eran de gran tamaño y sólida construcción, pudiendo llevar hasta siete mil libras de carga. La amplitud de su interior las hacía semejarse a una habitación de tamaño común. Sobre los travesaños del techo se echaban grandes lonas que protegían la carga de la lluvia y del excesivo calor en verano. Por lo general, partían de Leavenworth, llevando cada una seis mil libras de mercaderías y tiradas por varias yuntas de bueyes a cargo de un conductor. Un convoy estaba formado por más o menos veinticinco de estas carretas y marchaba a cargo de un hombre al que se llamaba «wagon master»[4]. El segundo jefe del convoy venía a ser el asistente del primero; luego estaba el ayudante o «mano extra»; después los arrieros nocturnos y finalmente, los boyeros encargados de arrear el ganado suelto o maltrecho. Además, en una carreta viajaban treinta y un hombres, encargados de todos los menesteres que no fueran los de conducción de las carretas, es decir, hacer la comida, acarrear el agua, hacer leña para el fuego, montar guardia, etc. Todos tenían su tarea prefijada y constante. Conductores, peones y cabecillas iban bien armados con revólveres Colt y Mississippi Jagers[5] que llevaban siempre al alcance de la mano en previsión de cualquier ataque. Al conductor jefe se le llamaba también bull wagon boss, expresión popular de las llanuras, que traducida literalmente al inglés correcto quería decir «el toro jefe de carretas»; a los conductores de las carretas se les bautizaba como bull whackers, con lo que se quería expresar la idea de «aguijadores de toros», y al convoy entero solía designársele como outfit[6].

Estos hombres de las llanuras de mi país eran tipos de constante buen humor; poseían un riquísimo acerbo de relatos basados en sus propias experiencias, y recuerdo que yo solía quedarme horas enteras oyendo contar sus aventuras, llenándome de admiración el ingenio y la serenidad con que habían sabido salir de ellas airosamente. Tenían también un amplio conocimiento de los recursos de que se podía valer un hombre frente a todas las sorpresas frecuentes en las desiertas y bravas regiones del Oeste.

El camino que conducía a Salt Lake corría a través del noroeste de Kansas atravesando el río Big Blue y después de correr un trecho bordeando el Big and Little Sandy, penetraba en Nebraska, cerca del Big Sandy. Otro río de gran importancia era el Little Blue a lo largo del cual corría el camino unas sesenta millas, cruzando después una cadena de médanos, y desembocando en el Platte a unas diez millas de Fort Kearney. De allí el camino corría paralelo al curso del South Platte hasta el cruce llamado «Ash Hollow», desde donde corría dieciocho millas sobre el curso del North Platte dejando atrás la desembocadura del río Blue Water, donde en el año 1855 el general Harney había librado una feroz batalla contra los indios sioux o cheyennes, que se habían levantado y amenazaban muy seriamente las poblaciones.

Desde ese punto el camino seguía el curso del North Platte, pasando por Courthouse Rock, Chimney Rock y Scott’s Bluffs, y continuaba hacia el fuerte Laramie, donde cruzaba el río de este mismo nombre.

Siguiendo el curso del North Platte en una considerable distancia, lo cruzaba por el viejo puente Richard y lo continuaba bordeando hacia el famoso Red Buttes, cruzando el Willow Creek en dirección al Sweet Water; luego corría hacia el lugar llamado Cold Springs, donde en los días más calurosos del verano puede encontrarse hielo a una profundidad de noventa centímetros; luego pasaba por Hot Springs, los Rocky, las Rocky Mountains, el Echo Canyon, entrando finalmente en el Great Salt Lake Valley.

Nada que nos demorara ocurrió en este viaje, hasta que llegamos al río South Platte.

Pero un día acampamos en el mismo sitio en que los indios nos habían dispersado la manada de reses en el famoso viaje de mi hazaña cuando maté al indio. Casi no hubiéramos podido reconocer el lugar pues no había señal alguna de vida, pero fuimos guiados por las cruces que habíamos plantado en la sepultura de los tres compañeros que nos mataron los pieles rojas. Otro indicio, pues no eran esas cruces las únicas que se encuentran por los campos, nos lo dieron algunas cabezas de ganado que reconocimos como a las que llevábamos en aquella oportunidad y que ahora pastaban tranquilamente mezclados con los búfalos que atestaban esos prados. Como teníamos un día entero de descanso, nos entretuvimos en tratar de apoderarnos de algunas de esas reses y en matar búfalos. Al día siguiente abandonamos el lugar y el convoy volvió a arrastrarse penosamente a lo largo del interminable camino que corría al pie de los médanos, a un par de millas del río. Entre el camino y el río, pastaban numerosas cabezas de ganado que después bajaban hasta la corriente para saciar la sed.

En eso, tuvimos el inevitable contratiempo cuando se viaja en esas regiones. Un grupo de californianos montados en caballos ligeros, que divisamos en lontananza, al darse cuenta de la crecida cantidad de búfalos que poblaba el lugar, apresuraron el paso de sus ya rápidas cabalgaduras y se echaron sobre las bestias a todo correr. Éstas se espantaron de tal modo que, en su desesperación por huir de la embestida, se nos vinieron encima, cortando el convoy en varias partes y espantando, a su vez, a nuestros bueyes y reses, sin que nosotros pudiéramos hacer nada por evitarlo. Algunas carretas volcaron y muchos bueyes trataron de huir con carreta y todo. Otros se encabritaron de tal modo que rompieron las correas de sus coyundas, se enredaron entre sí y se enfurecieron, formando un pandemónium indescriptible. No conseguíamos dominarlos; los conductores y boyeros permanecían perplejos sin saber qué hacer. En poquísimos minutos vióse al ganado, hombres y búfalos en infernal confusión corriendo en todas direcciones y en forma tan agitada que parecía que todo el mundo se había vuelto loco.

La mayoría de nuestros bueyes había roto sus coyundas y se había fugado. Un enorme búfalo macho se enredó en una pesada cadena y en su desesperación por zafarse hizo tal esfuerzo que la rompió, pero como la cadena se había arrollado a un yugo, quiso la casualidad que quedara éste como atado por la cadena al cogote de la bestia. Lo vimos desaparecer por los campos llevando consigo un arnés que lo enloquecía cada vez más. A las sacudidas violentísimas que daba para sacárselo de encima, el yugo lo castigaba, lo que redoblaba su desesperación y su loca carrera.

Un gran número de incidentes parecidos se sucedieron en pocos minutos causando importantes perjuicios y quedando nuestro convoy reducido a bien pobre cosa. Perdimos un día entero en reparar los desperfectos y reunir los bueyes, de los cuales muchos estaban seriamente lesionados.

Al día siguiente todo se había normalizado, dentro de lo posible frente a los grandes daños causados, y reanudamos la marcha.

Caminamos unas dieciocho millas y al llegar cerca de Green River en las Montañas Rocosas, hicimos un alto para almorzar y descansar. Simpson, George Wood, su ayudante y yo, acompañados por unos pocos peones, nos encargamos de llevar a los bueyes a beber a un arroyo distante una milla y media de allí. Una vez terminada nuestra tarea nos dispusimos a regresar al campamento, cuando divisamos un grupo como de veinte hombres a caballo que venían directamente hacia nosotros, a galope tendido. Nuestras carretas no estaban a la vista pues habían quedado detrás de una loma y por lo tanto no podíamos esperar de nuestros hombres ayuda de ningún género, en el caso de que hubiera un peligro en los jinetes que se nos acercaban. Los desconocidos eran hombres blancos, lo que nos tranquilizó respecto a sus posibles intenciones. Cuando estuvieron lo suficientemente cerca de nosotros, se adelantó uno del grupo, evidentemente el jefe, y dijo:

—¿Cómo le va, Simpson?

—Pues aquí tiene usted lo mejor de mí —le contestó Simpson enigmáticamente, pues no conocía al sujeto.

—Sí, creo que sí —dijo con tranquilidad el forastero y sus palabras contenían un doble sentido, como muy pronto lo echaríamos de ver.

Los hombres nos rodearon y nosotros hicimos alto. Ellos estaban armados con revólveres y escopetas de dos cañones; nosotros también, pero como no teníamos idea de que pudiéramos correr ningún peligro, nos descuidamos, quedando a su entera merced. Fue así que pudieron sorprendernos.

Cuando caímos en la cuenta, estábamos acorralados; todo ese trabajo se había hecho con el mayor disimulo y silencio.

—Ahora, señores, si nos hacen el favor, entréguennos sus armas —dijo el que hasta ese momento había actuado como jefe.

—Se las daremos con mucho gusto —replicó Simpson— pero quizás no sea de su agrado la forma en que lo vamos a hacer.

En ese instante tres grandes revólveres amenazaban a Simpson.

—Si hacen un solo movimiento sospechoso, es usted hombre muerto —le dijo el jefe con palabra breve y cortante.

No tardó Simpson en comprender que nos hallábamos en desventaja para intentar resistencia alguna, exponiendo la vida de todos sus compañeros inútilmente. Entonces dijo:

—Por esta vez ganan ustedes gracias a la situación; pero, por lo menos díganme quiénes son.

—Yo soy Joe Smith.

—¿Qué?… ¿El jefe de los Danitas[7]?

—El mismo —replicó Smith.

—Bueno —dijo Simpson—, ahora sé quién es usted, un vil espía.

Simpson tenía sus buenas razones para darle un calificativo tan duro, pues hacía muy poco tiempo que Smith había estado en nuestro convoy haciéndose pasar por boyero y con nosotros había viajado un par de días. Desapareció de repente sin dejar rastros y sin que nadie pudiera decir para qué había venido ni qué dirección había tomado al irse. Pero ahora se explicaba todo viéndolo al frente de una banda de mormones danitas.

Cuando nos hubieron desarmado, Simpson inquirió:

—Y bien, Smith, ¿qué piensa hacer ahora con nosotros?

—Vayan andando y pronto lo sabrán.

No teníamos ni idea de la sorpresa que nos esperaba. Al llegar a lo alto de la loma que nos ocultaba del campamento, vimos que los hombres que habíamos dejado de custodia habían sido desarmados y se hallaban en poder de otra cuadrilla de mormones danitas, varios de los cuales registraban las carretas sacando de ellas todo lo que les apetecía.

—¿Cómo ha podido apoderarse de mi campamento sin que haya señales de lucha? —le preguntó Simpson a Smith—. Lo veo y no lo creo.

—Muy sencillo —contestó el mormón—. Todos sus hombres, con excepción de los cocineros, dormían debajo de las carretas. Los pocos que vigilaban nos vieron acercarnos, pero, como le pasó a usted mismo, nos tomaron por californianos o por pobladores en viaje y no nos prestaron mayor atención. Como lo hicimos con usted, nos fuimos acercando y rodeamos el convoy sin que nadie sospechara nada. Cuando estuvimos bien cerca, despertamos a los que dormían amenazándolos con los revólveres y ordenándoles que se entregaran. Lo hicieron de buen grado ya que no les quedaba otra alternativa…, y aquí los ve…

—¿Y cuál es su objeto? —preguntó Simpson.

—Mi intención es incendiarle el convoy cuando hayamos sacado de él todo lo que nos convenga. Estas carretas van cargadas con víveres y municiones para el general Johnston, que nos está combatiendo, y trataré de que nunca lleguen a esas tropas, ya que no podemos apoderarnos de todo por falta de medios para llevárnoslo.

—¡Pero no nos han de abandonar en este sitio!…

—No, mi maldad no llega a eso. He de dejarlos con los víveres suficientes para llegar a Fort Bridger —dijo Smith—. Y tan pronto como puedan sacar de las carretas lo que necesiten para el viaje, será mejor, pues así podrán emprender la marcha en seguida.

—¿A pie? —fue la lacónica pregunta de Simpson.

—Sí, señor —fue no menos lacónica la respuesta.

—Smith, eso es demasiado duro para nosotros. Póngase en nuestro lugar y verá la sinrazón de ese rigor… Bien puede darnos una carreta y unas seis yuntas de bueyes para llegar hasta Fort Bridger. Si no lo hace creeré que es usted realmente un desalmado.

Consultó Smith durante un par de minutos con algunos de sus compinches, y volviéndose a nosotros dijo:

—Bueno, haré eso por ustedes.

De acuerdo a órdenes del jefe, nos trajeron los bueyes pedidos y la carreta, cargando en ella nuestra ropa y las provisiones necesarias.

—Joe Smith, creo que es usted el tipo más cruel del país al dejarnos marchar por un sitio hostil como éste sin más armas que nuestras manos —insistió Simpson reiterando un pedido que ya le había sido negado.

Hizo Smith nuevas consultas con su gente y dijo:

—Simpson, es usted un hombre valiente y honrado y le voy a conceder eso; le serán devueltos sus revólveres y sus rifles.

Así lo hicieron y emprendimos inmediatamente viaje al fuerte Bridger, convencidos de que sería vana cualquier tentativa que realizáramos para rescatar nuestro convoy.

Recorridas un par de millas, vimos, mirando hacia atrás, el humo que se levantaba de lo que había sido nuestro campamento. Los mormones se habían servido todos los víveres y municiones que pudieron cargar, incendiando luego las carretas cargadas de tocino, grasa de cerdo, galletas marineras y otras cosas que hacían mucho y espeso humo, del que oscuras y densas cortinas se elevaban hacia las nubes.

Una de las carretas había sido cargada con municiones, por lo que no transcurrió mucho tiempo sin que oyéramos las fuertes explosiones, que se repitieron en graneado tiroteo durante un buen rato.

Nos detuvimos para observar la escena, que representaba la pérdida irremisible de nuestro convoy. Después de un rato de la triste contemplación de ese espectáculo, reanudamos la marcha hacia el fuerte Bridger. Al llegar, nos enteramos que otros dos convoyes despachados casi al mismo tiempo que el nuestro habían corrido idéntica suerte. El total de las pérdidas fueron setenta y cinco carretas con sus correspondientes dotaciones de reses de tiro y cuatrocientas cincuenta mil libras de mercaderías generales, todo destinado al ejército del general Johnston, al que jamás llegaron.

Llegamos al fuerte casi a mediados del mes de noviembre y decidimos esperar allí a que pasara el invierno. Había en él, a nuestra llegada, otros cuatrocientos empleados de Russell, Majors y Waddell, que también esperaron con nosotros a que pasara la mala época, porque eran muy crudos los rigores de la estación y aventurado el viaje, por los indios que, conocedores del terreno durante el invierno, eran dueños y señores de las comarcas que debíamos atravesar para llegar a las márgenes del Missouri.

Esos cuatrocientos hombres, sumados a nosotros, era más gente de la que podía comer en el fuerte durante algún tiempo. Empezaron a escasear los víveres y debimos racionarlos. Pero ni así alcanzó para todos, por lo que terminamos comiéndonos los enflaquecidos bueyes y mulas que aún no habían muerto de hambre.

Pero el comernos las mulas y los bueyes nos trajo otro inconveniente: Fort Bridger estaba situado en una pradera, de modo que la leña que utilizábamos como combustible era traída a lomo de mula o arrastrada por los bueyes. Desaparecidos ambos, debimos acarrear la leña sobre nuestros propios hombros o fabricar unos pequeños trineos de madera que nosotros mismos arrastrábamos. La alternativa era penosa y antipática a la mayoría de nosotros.

Al aproximarse la primavera, el hambre ya nos acosaba e iba revistiendo caracteres alarmantes, y a no ser por la oportuna llegada de unas carretas con provisiones destinadas al general Johnston, enviadas a suplir las que nos había incendiado Joe Smith, más de uno se hubiera muerto de hambre.

Llegó por fin la buena estación y todos, empleados de oficina de la compañía, guardias, boyeros, conductores y peones, nos pusimos en marcha hacia el río Missouri, abandonando la expedición del general Johnston a sus propios recursos. No había más remedio.

El camino pasaba por el fuerte Laramie y en él nos detuvimos. La frugal comida que allí pudimos hacer dio cuenta de una buena parte de las provisiones que llevaba un convoy que viajaba hacia el Oeste. El menú, consistente en jamón, habas, café, etc., me pareció la comida más sabrosa que hubiera probado en mi vida. No era para menos después de la larga dieta a que habíamos estado sometidos en el fuerte Bridger.

Al dejar el fuerte Laramie, Simpson fue nombrado brigadier master wagon, a cargo de dos largos convoyes con unos cuatrocientos hombres, además de los conductores, con destino al fuerte Leavenworth.

El dominio que el viejo tropero poseía de los caminos de la región hizo que para este viaje prefiriera cambiar de ruta y al llegar a «Ash Hollow» en lugar de seguir por el camino habitual del South Platte decidió seguir por el North Platte hasta el sitio en que éste se encuentra con el anterior. Los dos convoyes marchaban a unas quince millas de distancia uno del otro. Una mañana, Simpson, que viajaba con el segundo convoy, ordenó a su ayudante George Wood que le ensillara unas mulas porque quería que los tres, él, Wood y yo, diéramos alcance al delantero para inspeccionarlo y ver si en él todo estaba en orden.

Partimos más o menos a las once de la mañana. Habíamos andado apenas unas siete millas cuando, al hallarnos sobre una pequeña meseta situada pasando el lugar denominado Cedar Bluffs, divisamos una banda de indios que salía de una quebrada y se venía a nosotros a toda la velocidad de sus cabalgaduras. Pensé que nuestro fin estaba cerca y Simpson debió de haber tenido el mismo pensamiento, pues con pasmosa rapidez saltó de su ya cansada cabalgadura y la mató a tiros, haciendo lo mismo con las que montábamos Wood y yo. Acto seguido nos ordenó que lo ayudáramos a colocar los cuerpos de las pobres bestias formando un triángulo en el suelo.

Habiendo hecho esto con la celeridad que es de imaginarse, nos metimos dentro de la barricada formada por las mulas y nos preparamos para recibir al enemigo. Cada uno de nosotros estaba provisto de dos revólveres y un mississippi jager, y cuando los indios se lanzaron sobre nuestro improvisado reducto, nosotros abrimos el fuego con tan buena fortuna que tres de ellos cayeron muertos en la primera descarga.

Esto los contuvo un poco y hasta los hizo retroceder, pues excepto dos, que tenían armas largas de fuego, los demás usaban arcos, y para lograr que éstos fuesen eficaces, se ponían a distancia fácil de nuestros fusiles, con las consecuencias que son de imaginar.

Viendo que les sería imposible tomar nuestra posición, se pusieron a correr en torno nuestro, haciendo de blancos móviles, disparando constantemente sus flechas. Alguna que otra dio en el cuerpo de las mulas que nos servían de parapeto, que ya considerábamos inexpugnable, cuando un dardo hizo blanco en el hombro izquierdo de Wood, produciéndole una leve herida.

Por fin los indios se retiraron hasta ponerse fuera del alcance de nuestras armas y se reunieron a deliberar. Aprovechamos esa tregua para descansar, cargar las armas y, usando un lenguaje militar, consolidar nuestra posición. Durante esta tregua, Simpson arrancó la flecha del hombro de Wood, poniendo en la herida una buena cantidad de tabaco para evitar una posible infección.

Wood se rehízo en seguida y volvió a tomar posición de combate. Los indios habían terminado sus deliberaciones y, lanzando sus caballos a galope tendido, se dirigieron hacia nuestro reducto, como si hubiesen querido terminar con la resistencia en una única y feroz arremetida.

La recepción fue de las que hacen época. No pudieron soportar ni tampoco comprender el certero fuego graneado de nuestros jagers y revólveres. Se retiraron nuevamente, y otra vez volvieron a correr en círculo en derredor nuestro, disparando casi sin tomar puntería. El saldo fue otro indio que quedó en el campo con su caballo, muertos los dos. Después de esto, se retiraron.

Dos horas más tarde continuaban, al parecer, reunidos en consejo. Nosotros aprovechamos el tiempo cavando la tierra en el interior de nuestra barricada con nuestros cuchillos, echándola sobre los cuerpos de las mulas. En poco tiempo construimos una sólida fortificación. Transcurrió el día entero sin que se acercaran a nosotros ni nos molestaran en forma alguna, pero al llegar la noche intentaron incendiar la pradera, rodeándonos de un anillo de fuego que podría llegar a asarnos vivos. Pero no habían calculado que el pasto había sido, en ese lugar, muy comido y pisoteado por los búfalos, y estaba tan cortado a ras del suelo, que lo poco que ardió se extinguió prontamente.

A pesar de esto, el peligro no había pasado. El humo era espeso y amenazaba servirle a nuestros sitiadores para, ocultándose detrás de él, acercarse y dominarnos merced al mayor número. Mas nosotros habíamos previsto esta contingencia y estábamos alerta, prontos para disparar. Visto que de esta forma tampoco conseguían dominarnos, nos dejaron tranquilos por el resto de la noche, pero a la mañana siguiente, muy temprano, realizaron otra carga, con idéntico éxito que las anteriores, pues fueron rechazados con pérdidas de consideración. Entonces se colocaron como a media milla de distancia, formando una circunferencia, cuyo centro éramos nosotros; desmontaron y se sentaron en el suelo, esperando, sin duda, rendirnos por hambre. Era evidente que el día anterior habían divisado el paso del primer convoy, y creyendo que pertenecíamos a él, nos tomaron por gente escindida del resto de la caravana. Muy lejos estaban de sospechar que poco tiempo pasaría sin que apareciese por el lugar el segundo convoy, precisamente aquel que marchaba bajo las órdenes directas de Simpson.

Nuestra única esperanza de escapar consistía —ya que era lógico que tarde o temprano deberíamos sucumbir ante la superioridad numérica— en la pronta aparición de dicho convoy; y puesto que en lugar de seguir cargando contra nosotros, obligándonos a gastar municiones, optaban por el asedio, nos sentimos más confiados, pues el ansiado paso del convoy salvador no se haría esperar.

Según nuestros cálculos, eso debería producirse esa misma mañana.

Esperábamos ansiosos ese momento, cuando a eso de las diez llegó a nuestros oídos el chasquido de los látigos con que los conductores guían y acicatean a los bueyes.

Fue un sonido grato para nosotros, que lo esperábamos angustiosamente, tan grato como debe haber sido el de la gaita de los Campbell para la guarnición de Lucknow.

A los pocos segundos alcanzamos a ver el convoy que se acercaba lentamente. Los indios también lo vieron y se reunieron para deliberar. De repente, y como poseídos por el demonio, cargaron sobre nuestra posición por última vez, retirándose en seguida corridos por la lluvia de balas que les servimos. Alcanzamos todavía a enviarles una segunda descarga antes de que se perdieran de vista.

Los hombres del convoy, al oír los disparos, corrieron en nuestra ayuda, pero cuando llegaron a nuestro improvisado bastión, de los pieles rojas no se veía ni el polvo.

Nuestros compañeros, ansiosos, nos pidieron detalles sobre la lucha, se deshicieron en alabanzas sobre la idea de la construcción del fortín y comentaron nuestra buena suerte por haber salido ilesos de semejante aprieto. La aventura que acabábamos de correr fue el tema obligado durante todo el resto del viaje.

Al llegar las carretas tuvimos agua para curar debidamente la herida de Wood, que se había inflamado y le producía agudos dolores, a causa de lo cual debió seguir el viaje en una carreta.

Simpson y yo tomamos nuevas cabalgaduras, y después de echar una última mirada, digamos agradecida, a las pobres mulas que tan gran servicio nos habían prestado, y de tomar algunos adornos y otras cosas pertenecientes a los indios abatidos en la lucha, dejamos que sus huesos se blanquearan al sol sobre la verde pradera, y proseguimos nuestra interrumpida marcha.

Los dos convoyes continuaron su monótono camino sin más interrupciones que las voluntarias para cazar algún búfalo de los que de cuando en cuando aparecían a beber en las aguas del South Platte y en las cercanías de Plum Creek.