Con la muerte de William Frederick Cody, acaecida en Denver el 10 de enero de 1917, desapareció el último componente de aquella pléyade de intrépidos exploradores del desierto que dieron sus vidas por llevar la civilización al oeste del país.
Era aquel un gallardo grupo de hombres que, año tras año, fue empujando hacia el oeste los hitos de las fronteras de los Estados Unidos, y que no cejó en su patriótico trabajo sino cuando la nueva y vigorosa civilización indígena del Estado del Pacífico fue encadenada para siempre a la que reinaba en la costa del Atlántico.
La fama del coronel Cody —o Buffalo Bill, como se le llamaba popularmente— es comparable a la de Daniel Boone, Davy Crockett y Kit Carson, aunque no tomó parte muy activa en la construcción de nuestro imperio continental. Sin embargo, estaba formado de esa misma dura pasta, y en su escenario, más reducido que el de aquéllos, fue una gran figura, pintoresca y gallarda, un verdadero superhombre de los agitados tiempos de nuestra formación social.
Cuando en 1883 Cody organizó, ya abandonada su vida aventurera, una exposición del Oeste salvaje, demostró que aquello había desaparecido totalmente para bien de todo y de todos.
Junto a Boone, Crockett y Carson, su vida jalona el ciclo de la colonización continental, contando desde el año en que el primero cruzó las montañas de Kentucky hasta el día en que se colocó el último tramo del ferrocarril «Unión Pacific».
Boone nació en Pensilvania y murió en Missouri; Crockett nació al oeste de los Alleghanies, en Tennessee, y murió en Texas; Carson y Cody nacieron al oeste del Mississippi y murieron en el Colorado.
Es probable que el período más pintoresco en la vida del coronel Cody haya sido aquel en que prestó servicio como correo a caballo, poco antes de la guerra civil. Desempeñaba en ese tiempo la tarea más difícil y peligrosa que pueda ejercer hombre alguno, por disposición especial que posea, y Cody era aún muy joven. Pero había adquirido su experiencia merced a su contacto con los indios, relaciones no siempre amistosas, como lo prueba el antecedente de que a los once años de edad ya había dado muerte a un indio al salir de un entrevero.
Poco después comenzó la guerra civil y Cody se alistó en las filas del ejército confederado, en el cuerpo de exploradores. Terminada la lucha, volvió a su Far West, su amado y lejano Oeste. Los ferrocarriles transcontinentales estaban en vías de construcción, período que configura un romántico episodio de la historia americana, que ya ha sido magistralmente descrito por Zane Grey en las brillantes páginas de una de sus novelas más celebradas.
La empresa que construía el ferrocarril «Kansas Pacific» necesitaba carne de búfalo para la manutención de sus numerosos obreros, y William F. Cody tomó a su cargo la tarea y responsabilidad de proveerlos. En dieciocho meses mató cuatro mil doscientas ochenta reses, lo que le valió el apodo con el cual ha pasado a la posteridad: Buffalo Bill.
En 1868 Cody volvió a alistarse en el ejército como baqueano y explorador, reafirmando día a día su fama de hombre de acrisolada templanza y entereza. Fue destinado al regimiento del general Sheridan, en Kansas, y al poco tiempo de hallarse en las filas, supo que el general deseaba mandar un despacho a Fort Dodge, distante unas noventa y cinco millas del fuerte de Kansas. Los indios habían dado muerte hacía poco tiempo a dos o tres correos militares, sobre esa ruta, y no había explorador que deseara reemplazarlos. Cody se ofreció y cumplió el peligroso viaje, volviendo de él sano y salvo. De regreso en el fuerte se enteró que los soldados de línea rehusaban ir en comisión a Fort Lamed, viaje que ofrecía los mismos peligros que los que él acababa de sortear. De nuevo partió Buffalo Bill y recorrió unas sesenta millas por los sitios más inhóspitos de aquella comarca. En mitad del camino, se detuvo para dar de beber a la mula que cabalgaba y ésta se le escapó. Tuvo que hacer unas treinta y cinco millas a pie, en persecución del obstinado animal, sin lograr, empero, darle alcance. Al amanecer, Fort Larned apareció ante su vista, con lo que el peligro de ser sorprendido por una patrulla de indios había pasado. Justamente encolerizado con la mula que le había obligado a realizar tal caminata, juró matarla en cuanto la tuviese cerca. Quiso la fatalidad que al entrar en la primera calle del poblado, y cuando aún mascullaba feroces amenazas contra la bestia de referencia, se topara con ella. Levantó el rifle, y al tiempo que exclamaba: «Ahora es la mía, señora mula», le hizo un disparo que dio en tierra con el animal.
Después de varias horas de bien ganado descanso, fue menester emprender el viaje de regreso, pues los despachos de respuesta debían ser llevados al general Sheridan. Este viaje de vuelta a lomo de mula se realizó sin inconvenientes, y su feliz término estableció una de las más admirables proezas de la crónica de los scouts[1] de aquella época y de aquella comarca.
Hay que recordar que antes de emprender el viaje a Fort Dodge, Cody cabalgó durante unas veinte horas, cubriendo la distancia de ciento cuarenta millas. En resumidas cuentas, se puede establecer que en el término de cincuenta y ocho horas, hizo trescientas sesenta y cinco millas, treinta y cinco de ellas a pie, lo que da un promedio de más de seis millas por hora.
Poco tiempo después Cody fue nombrado jefe de la compañía de exploradores del 5.° Regimiento de Caballería, que se hallaba en ese entonces realizando una campaña contra los indios hostiles sioux y cheyennes. Durante dicha campaña escapó varias veces de la muerte, merced a su valor, a su habilidad y a su sangre fría.
En cierta ocasión, viviendo cerca del fuerte Mac Pherson, en Nebraska, el general Emory lo designó sheriff con el objeto de que vigilara a ciertos malos elementos que habían sentado sus reales en la comarca. Cody sostuvo que él no sabía nada de leyes, pero Emory insistió, pues necesitaba un hombre de su temple, y Cody no tuvo más remedio que acceder, trasladándose a North Platte, donde prestó juramento.
Esa misma noche llamó a su puerta el primer damnificado impetrando justicia. Era un pobre hombre a quien el dueño de una tropilla que pasaba por el lugar le había robado un caballo. El hombre quería una orden de detención y un mandato de embargo sobre la tropilla para recuperar su animal, o el efectivo correspondiente.
«Yo no sé qué es un mandato de embargo para rescatar un caballo, pero esto también debe ser eficaz», habría dicho el flamante sheriff, acariciando su viejo rifle, al que había bautizado con el nombre de «Lucrecia». En compañía del denunciante fue en busca del delincuente, al que halló junto con su tropilla. Al principio el hombre se mostró insolente, pero cuando supo de quién se trataba, se avino con rapidez. «No me importa un ápice que usted sea el sheriff y el alguacil a un tiempo —le dijo el hombre—, pero usted es Buffalo Bill, y desde ahora sé que debo andar con cuidado.»
El sheriff le leyó un discurso sobre la iniquidad que representaba el abigeato, discurso que seguramente el hombre ni escuchó; le cobró una multa de ciento cincuenta dólares, reclamó el animal, lo entregó a su legítimo propietario y terminó exclamando: «¡Señores, se levanta la sesión!» Había hecho justicia a su modo.
En el año 1872, el gran duque Alexis, de Rusia, visitó los Estados Unidos, y fue organizada en su honor una gran partida de caza mayor al estilo del Far West. Buffalo Bill actuó de guía y montero mayor, es decir, director de la cacería. El gran duque, bajo la dirección y tutela de Cody, logró cobrar varias piezas, con lo que quedó suficientemente halagada su vanidad y agradecido a quien lo había llevado de la mano para ello. En prueba de su amistad, cuando estuvo de regreso en su país, envió a Cody de regalo un valiosísimo abrigo de piel y un juego de gemelos y alfiler de corbata, cuajados de diamantes y rubíes.
Ese mismo año Cody fue electo miembro de la legislatura de Nebraska. Pronto renunció a su cargo y se dirigió a Chicago, donde hizo su primera aparición en la escena, como actor de una obra sobre su vida, titulada «El scout de los llanos». Hizo con esa compañía varias giras por el interior, donde conquistó la amistad y la simpatía de cuantos tuvieron oportunidad de verlo como actor y tratarlo como particular. Terminada la gira, se llegó a Nueva York, a visitar a algunos de sus nuevos amigos. La extraña indumentaria que siempre vistió provocó rara sensación y éxito en la Quinta Avenida y en Broadway.
Regresó en seguida al Oeste, donde ensayó la apacible vida de ranchero. Allí, alternando con sus tareas rurales, escribió una obra, «Wild West»[2], en la que relataba la vida en el Oeste, y que fue uno de los éxitos de librería de aquellos tiempos. Un autor adaptó la obra al teatro y subió a escena por primera vez en 1883, en Omaha.
La teatralización de «Wild West» obtuvo tanto éxito como el libro, y Buffalo Bill se vio asediado con pedidos de su libro desde los más remotos rincones del país.
La obra debía ser representada en un circo, y la Royal Society de Londres, que patrocinaba esta clase de espectáculos, quiso que Buffalo Bill fuera a Londres con su compañía. Allí se trasladó éste, y el éxito fue tan grande que su fortuna quedó asegurada. Otras giras tan exitosas fueron emprendidas, hasta que el mes de noviembre de 1867, el coronel Cody anunció su retiro. Tenía a la sazón 67 años y, según se decía, su fortuna ascendía a tres millones de dólares. Volvió a su rancho de Cody Wyoming y trató de amoldarse a esa existencia tranquila, pero su espíritu aventurero lo impulsó a la arena del circo. Pero esta vez la suerte le fue adversa. El tornadizo público ya no sentía interés por el espectáculo, y de ciudad en ciudad, de pueblo en pueblo, fue perdiendo dinero hasta que la obra, el material, los caballos, todo, cayeron bajo el martillo del rematador. Sin embargo, los amigos y admiradores acudieron en su ayuda rápidamente, haciendo generosas ofertas por sus efectos.
Su caballo favorito y ya famoso, «Ishan», se cotizó a un precio altísimo. El viejo scout no se dejó abatir por la suerte, y aseguró que probaría una vez más.
Se unió a una compañía de circo como primer actor, pero su vida activa había terminado y se acercaba la hora de hacer un alto. Su constitución debilitábase debido a la dureza de sus trabajos y a las muchas privaciones que había tenido que soportar durante setenta y dos años de actividad intensa. Había vivido su vida hasta el último minuto.
Había peleado duramente, y hasta su última jornada fue dura, asombrando, con su vitalidad, a los médicos que lo atendieron en su larga agonía.
Cuando se le pronosticó que su fin estaba cerca, contestó con una carcajada, al tiempo que pedía que le alcanzaran un mazo de barajas. «Ustedes no pueden matar a este viejo “scout”», les dijo a los facultativos, invitándoles a jugar. Pero aun este indomable espíritu debía doblegarse a la ley inexorable de la naturaleza, y dos días después caía en un estado de inconsciencia del que no saldría más.
La muerte de este hombre excepcional repercutió intensamente en los dos continentes. Todos los diarios importantes del mundo publicaron extensas notas necrológicas. El Estado de Colorado mandó oficiar un funeral en su memoria. Era una figura heroica que abandonaba el escenario de sus sorprendentes hazañas. Buffalo Bill no conoció jamás el temor. Su vida estuvo constantemente jalonada de peligros, que supo soportar, y cuando tuvo que enfrentarse a adversarios de reconocida temeridad, supo superarlos con ventaja de su parte.
Vivió libre e independientemente, pero sin desviarse en ningún momento de la justicia y del orden establecido. Diestro en el manejo de las armas, excelente jinete y guerrero intrépido, jamás hizo uso indebido de las primeras, jamás abusó de los servicios del caballo ni se ensañó con sus vencidos enemigos. El vacío que dejó su desaparición no podrá nunca ser llenado; es una reliquia de los idos días que no volverán.[3]