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La noticia del indulto a Wickham puso fin a gran parte de la angustia que habían soportado, pero no trajo consigo un estallido de alegría. Habían pasado por tanto que la absolución les llevó solo a experimentar una sensación de agradecimiento, y empezaron a prepararse para un feliz regreso a casa. Elizabeth sabía que Darcy compartía con ella la necesidad imperiosa de emprender el camino a Pemberley, y esperaba que pudieran partir a la mañana siguiente. Pero no iba a poder ser. Darcy debía reunirse con sus abogados para tratar de la transferencia de dinero al reverendo Cornbinder, que, a su vez, lo haría llegar a Wickham, y horas antes habían recibido carta de Lydia en la que ésta manifestaba su intención de viajar a Londres a reunirse cuanto antes con su amado esposo y emprender con él un retorno triunfal a Longbourn. Llegaría en el carruaje de la familia, acompañada de un criado, y daba por sentado que se alojaría en Gracechurch Street. En cuanto a John, no habría problemas para encontrarle una cama en alguna posada cercana. Como en la misiva no se especificaba la hora probable de su llegada, la señora Gardiner se ocupó al momento de organizar su estancia y de buscar sitio para un tercer carruaje en las caballerizas. Elizabeth se sentía extenuada, y tuvo que hacer acopio de toda su fortaleza mental para no echarse a llorar. Su mente la ocupaba solo la necesidad de ver a sus hijos, y sabía que a Darcy le ocurría lo mismo. Con todo, decidieron emprender el viaje dos días después.

Lo primero que hicieron a la mañana siguiente fue enviar una carta a Pemberley, por correo expreso, anunciando la hora prevista de su llegada. Debían cumplimentar todas las formalidades, y preparar el equipaje, y parecía haber tanto que hacer que Elizabeth apenas tuvo ocasión de ver a Darcy en todo el día. Los corazones de ambos parecían demasiado oprimidos, y no les apetecía hablar, y ella, más que sentirlo, sabía que estaba contenta, o que lo estaría en cuanto llegara a su casa. En un primer momento temieron que, cuando se corriera la voz de que el indulto había sido concedido, una multitud ruidosa se arremolinaría frente a Gracechurch Street para expresar su alegría, pero no había sido así. La familia con la que el reverendo Cornbinder había organizado el alojamiento de Wickham era muy discreta, y su domicilio, desconocido; la gente seguía congregándose alrededor de la cárcel.

El carruaje de los Bennet, que trasladaba a Lydia, llegó al día siguiente, después del almuerzo, pero su aparición no suscitó el interés público. Para alivio de los Darcy y los Gardiner, la señora Wickham se comportó más discreta y razonablemente de lo que cabía esperar. La angustia de los últimos meses, y la conciencia de que su esposo podía perder la vida si era condenado, habían dulcificado su carácter estridente habitual, y llegó incluso a agradecer a la señora Gardiner su hospitalidad con algo parecido a la gratitud sincera, pues no le pasaba por alto que debía mucho a su bondad y generosidad. Con Elizabeth y Darcy se sentía más en falso, y a ellos no les dio las gracias por nada.

Antes de la cena, el reverendo Cornbinder llegó para conducirla al alojamiento de Wickham. Regresó tres horas más tarde, ya de noche, de excelente humor. Él volvía a ser su apuesto, galante e irresistible Wickham, y habló de su futuro con la convicción de que la aventura que estaban a punto de iniciar era, también, el principio de la prosperidad y la fama para ambos. Ella había sido siempre una temeraria, y parecía tan impaciente como Wickham por alejarse del suelo inglés para siempre. Se trasladó con él a su alojamiento, mientras su esposo recobraba fuerzas, pero no tardó mucho en cansarse de los rezos matutinos de sus anfitriones, y de la bendición de la mesa pronunciada antes de cada comida, y tres días después el carruaje de los Bennet traqueteaba ya por las calles de Londres en busca del camino que, en dirección norte, conducía a Hertfordshire y Longbourn.