Eran las cuatro en punto de la tarde cuando oyeron el sonido de pasos y unas voces, y supieron que el grupo procedente de Old Bailey había regresado al fin. Darcy, poniéndose en pie, fue consciente de la profunda incomodidad que sentía. Sabía que gran parte del éxito de la vida social dependía de la seguridad que proporcionaban unas convenciones compartidas, y había sido adiestrado desde la infancia para actuar según se esperaba de un caballero. Era cierto que su madre, de tarde en tarde, expresaba una visión más amable al asegurar que las buenas maneras consistían sobre todo en tener en cuenta los sentimientos de los demás, máxime si uno se encontraba en presencia de alguien de una clase inferior, consejo con el que su tía, lady Catherine de Bourgh, se mostraba prácticamente insensible. Sin embargo, en ese momento no le servían ni la convención ni el consejo: no existían reglas para recibir a un hombre al que, según los usos y costumbres, él debía llamar «hermano político», un hombre que hacía algunas horas había sido condenado a la pena capital. Darcy se alegraba, cómo no, de que se hubiera librado de la horca, pero ¿su alegría no se debía más a su propia tranquilidad mental y al mantenimiento de su reputación que a la salvación de Wickham? Los dictados del decoro y la compasión lo llevaban, sin duda, a estrecharle la mano afectuosamente, pero el gesto le parecía tan inapropiado como hipócrita.
En cuanto oyeron los primeros pasos, el señor y la señora Gardiner se apresuraron a abandonar la estancia, y ahora Darcy oía sus voces afectuosas, con las que le daban la bienvenida. Pero no oyó la respuesta. Entonces, la puerta se abrió, y los Gardiner entraron, invitando a hacerlo a Wickham y a Alveston, que iba a su lado.
Darcy esperaba que el asombro y la sorpresa que se apoderaron de él no asomaran a su rostro. Costaba creer que el hombre que había sacado fuerzas para ponerse en pie en el banquillo de los acusados y proclamar su inocencia con voz clara y firme, fuera el mismo que ahora se encontraba frente a ellos. Parecía haber menguado físicamente, y las ropas que había lucido durante el juicio le venían muy holgadas, se veían baratas y de mala calidad, el atuendo de un hombre que no habría de llevarlas ya mucho más tiempo. La palidez del largo encierro seguía bañando su rostro, pero, cuando sus ojos se encontraron fugazmente, vio en los de Wickham un destello del hombre que había sido, aquella mirada calculadora, quizá desdeñosa. Sobre todo, se veía exhausto, como si la sorpresa del veredicto de culpabilidad y el alivio de su absolución hubieran sido más de lo que cualquier cuerpo humano podía resistir. Y sin embargo el viejo Wickham seguía ahí, y a Darcy no le pasó por alto el esfuerzo, y también el valor, con que intentaba mantenerse bien derecho y enfrentarse a lo que pudiera venir.
—Querido señor, necesita dormir —dijo la señora Gardiner—. Tal vez también comer, pero sobre todo dormir. Puedo mostrarle el dormitorio en el que podrá reposar, y hasta allí pueden llevarle alimentos. ¿No le convendría dormir un poco, o al menos descansar durante una hora, antes de que mantengan su conversación?
Sin apartar los ojos de los congregados, Wickham habló.
—Gracias, señora, por su amabilidad, pero cuando duerma lo haré durante horas, y me temo que estoy demasiado acostumbrado a desear no despertar más. Necesito hablar con los caballeros, y el asunto no admite espera. Señora, estoy bien, de veras, aunque si pudieran traerme un café bien cargado y algún tentempié…
La señora Gardiner miró a Darcy antes de responder:
—Por supuesto. Ya se han dado las órdenes pertinentes, y ahora mismo me ocuparé de que se lo traigan. El señor Gardiner y yo los dejaremos aquí para que se cuenten su historia. Creo que el reverendo Cornbinder vendrá a recogerlo para que pase la noche en un lugar tranquilo y pueda dormir. Se lo haremos saber en cuanto llegue. —Dicho esto, los señores Gardiner abandonaron la estancia y cerraron la puerta sin hacer ruido.
Tras un instante de indecisión del que se obligó a salir, Darcy dio un paso al frente con la mano extendida y, con una voz que a él mismo le sonó fría y formal, dijo:
—Le felicito, Wickham, por la fortaleza que ha demostrado durante su encarcelamiento, y por haber sido absuelto de una acusación injusta. Póngase cómodo, por favor, y una vez que haya comido y bebido algo, hablaremos. Hay mucho que decir, pero seremos pacientes.
—Prefiero decirlo ahora —replicó Wickham. Se hundió en su butaca y los demás tomaron asiento.
Se hizo un silencio incómodo, y para todos fue un alivio que, instantes después, la puerta se abriera y entrara un criado con una bandeja grande sobre la que reposaban una cafetera y un plato de pan con queso y fiambres. Apenas el criado se ausentó, Wickham se sirvió un café y lo bebió de un solo trago.
—Disculpen mis malos modales. Últimamente he asistido a una escuela poco adecuada para el aprendizaje de maneras civilizadas. —Transcurridos varios minutos, durante los que se dedicó a comer con avidez, apartó la bandeja y dijo—: Bien, tal vez sea mejor que empiece. El coronel Fitzwilliam podrá confirmar gran parte de lo que voy a decir. Ustedes ya me han otorgado el papel de villano, de modo que dudo de que nada de lo que añada a mi lista de delitos vaya a sorprenderles.
—No tiene por qué excusarse —dijo Darcy—. Ya se ha enfrentado a un tribunal, nosotros no lo somos.
Wickham soltó una carcajada seca, aguda, breve.
—En ese caso, espero que muestren menos prejuicios. Confío en que el coronel le habrá puesto al corriente de lo esencial.
—Yo solo le he contado lo que sé —intervino Fitzwilliam—, que es bastante poco, y no creo que nadie piense que en el juicio saliera a la luz toda la verdad. Hemos aguardado su regreso para oír el relato completo al que tenemos derecho.
Wickham tardó unos instantes en seguir hablando. Había bajado la cabeza y se miraba los dedos entrelazados, pero entonces se puso en pie con cierto esfuerzo y empezó a contar su historia en voz inexpresiva, como si la hubiera memorizado.
—Ya habrá contado usted que soy el padre del hijo de Louisa Bidwell. Nos conocimos hace dos veranos, cuando mi esposa se encontraba en Highmarten, donde le gustaba pasar algunas semanas en los meses de más calor, y puesto que yo no era recibido allí, acostumbraba a alojarme en la posada más barata, en la que, con suerte, organizaba algún encuentro esporádico con Lydia. Las tierras de Highmarten habrían quedado contaminadas si hubiera caminado por ellas, y yo prefería pasar el tiempo en el bosque de Pemberley. Allí habían transcurrido algunas de las horas más felices de mi infancia, y parte de aquella dicha juvenil regresaba a mí cuando estaba con Louisa. La conocí por casualidad, paseando entre los árboles. Ella también se sentía sola. Vivía prácticamente confinada en la cabaña, cuidando de su hermano gravemente enfermo, y casi nunca veía a su prometido, cuyos deberes y ambición lo mantenían constantemente ocupado en Pemberley. Por lo que me contaba de él, me formé la imagen de un hombre gris, de mediana edad, deseoso solo de seguir sirviendo, sin la menor imaginación para ver que su prometida se aburría y se sentía inquieta. La joven también es inteligente, cualidad que él no habría valorado ni aun teniendo la capacidad para reconocerla. Admito que la seduje, pero les aseguro que no la forcé. Nunca he considerado necesario violentar a ninguna mujer, y no había conocido nunca a otra más dispuesta que ella al amor.
»Cuando descubrió que estaba encinta, fue un desastre para los dos. Dejó muy claro, y en un estado de gran alteración, que nadie debía saberlo salvo, por supuesto, su madre, a la que de todos modos no podría ocultarse algo así. Louisa creía que no podía convertirse en motivo de preocupación para su hermano en sus últimos meses de vida, pero él adivinó la verdad y ella confesó. Su mayor preocupación era que su padre no llegara a enterarse. La pobre muchacha sabía que la posibilidad de llevar la deshonra a Pemberley sería peor para él que cualquier cosa que pudiera ocurrirle a ella. Yo no entiendo que uno o dos hijos nacidos del amor hayan de ser una vergüenza, es algo que en las casas importantes sucede constantemente, pero así es como ella lo veía. Fue idea suya trasladarse a la casa de su hermana casada, con el conocimiento de su madre, antes de que su estado resultara visible, y permanecer allí hasta que diera a luz. Pretendía hacer pasar al bebé por hijo de su hermana, y yo le sugerí que regresara con él en cuanto estuviera en condiciones de viajar para enseñárselo a su madre. Debía asegurarme de que, en efecto, existía una criatura viva y saludable, antes de decidir qué hacer. Acordamos que, de un modo u otro, yo conseguiría el dinero con el que convencer a los Simpkins de que acogieran al niño y lo criaran como propio. Entonces envié una súplica desesperada de ayuda al coronel Fitzwilliam, y cuando llegó el momento de que Georgie regresara junto a la hermana de Louisa y su esposo, él me proporcionó treinta libras. Supongo que ya están al corriente de todo esto. Me dijo que actuaba movido por la compasión que le inspiraba un soldado que había servido a sus órdenes, pero sin duda sus motivos eran otros: Louisa había oído rumores entre el servicio según los cuales el coronel podía estar buscando esposa en Pemberley. Los hombres orgullosos y prudentes, sobre todo si son aristócratas, huyen del escándalo, con más razón aún si este nace de algo tan sórdido y vulgar. No le inquietaba menos de lo que habría inquietado al propio Darcy imaginar a mi hijo bastardo jugando en los bosques de Pemberley.
—Supongo que nunca informó a Louisa de su verdadera identidad —intervino Alveston.
—Habría sido una locura que solo habría servido para alterarla más. Hice lo que la mayoría de los hombres hacen en mi situación. Me felicito a mí mismo por haber inventado una historia convincente que tenía todos los visos de despertar la compasión de cualquier mujer sensible. Le dije que era Frederick Delancey (siempre me han gustado esas dos iniciales juntas), y que, siendo soldado, me habían herido en la campaña de Irlanda, lo que era cierto. Había regresado a casa y había descubierto que mi amada esposa había muerto cuando daba a luz a nuestro bebé, que tampoco había sobrevivido. Aquel cúmulo de desgracias hizo que aumentaran el amor y la devoción que Louisa sentía por mí, y yo me vi obligado a adornarlo más aún diciéndole que debía partir a Londres a buscar trabajo, pero que regresaría para casarme con ella. Entonces, los Simpkins nos devolverían a nuestro hijo, y viviríamos los tres juntos, como una familia. A instancias de Louisa, grabé mis iniciales en los troncos de algunos árboles como promesa de mi amor y compromiso. Confieso que fantaseé con la idea de que pudieran ser motivo de confusión. Prometí enviar dinero a los Simpkins tan pronto como encontrara y pagara mi alojamiento en Londres.
—Fue un engaño infame —dijo el coronel— a una muchacha impresionable e inocente. Supongo que, tras el alumbramiento, habría desaparecido para siempre y que, para usted, ése habría sido el final de la historia.
—Admito el engaño, pero el resultado me parecía deseable. Louisa no tardaría en olvidarme y se casaría con su prometido, y el pequeño sería criado por miembros de su familia. En peores manos caen otros bastardos. Desgraciadamente, las cosas se torcieron. Cuando Louisa regresó a casa con el bebé, y nosotros nos encontramos como de costumbre, junto a la tumba del perro, me transmitió un mensaje de Michael Simpkins. El hombre ya no estaba dispuesto a aceptar al bebé de manera permanente, ni siquiera a cambio de un pago generoso. Su esposa y él tenían tres niñas, y sin duda llegarían más hijos, y a él no le gustaría que Georgie fuera el hijo varón de más edad en la familia, con las ventajas que dicha posición le otorgaría respecto a cualquier hijo varón que él pudiera tener en el futuro. Además, según parecía, habían existido tensiones entre las dos hermanas mientras Louisa vivía con ellos esperando el alumbramiento. Sospecho que dos mujeres bajo un mismo techo no pueden llevarse bien. Yo le había confiado a la señora Younge que Louisa había tenido un hijo, y ella insistió en conocerlo y dijo que se vería con Louisa y el pequeño en el bosque. Se enamoró de Georgie al momento, y se mostró decidida a recibirlo en adopción. Yo sabía que deseaba tener hijos, pero hasta entonces no me di cuenta de lo imperioso de su necesidad. El bebé era precioso y, por supuesto, era mío.
A Darcy le pareció que no podía seguir guardando silencio. Había muchas cosas que quería saber.
—Supongo que la señora Younge era esa mujer de oscuro a la que las dos doncellas vieron en el bosque —dijo—. ¿Cómo aceptó implicarla en un plan que tuviera que ver con el futuro de su hijo, implicar a una mujer cuya conducta, hasta donde sabemos, demuestra que se encuentra entre las personas más abyectas y despreciables de su sexo?
Wickham estuvo a punto de saltar de su asiento. Se agarró con tal fuerza a los brazos de la butaca que los nudillos palidecieron y su rostro enrojeció de ira.
—Será mejor que sepan la verdad. Eleanor Younge es la única mujer que me ha querido. Ninguna de las otras, ni siquiera mi esposa, me ha brindado sus cuidados, su bondad y apoyo, ninguna me ha hecho saber que era tan importante para ella como mi hermana. Sí, eso es lo que es. Mi hermanastra. Sé que esto les sorprenderá. Mi padre es recordado por haber sido el secretario más eficiente, más leal y más admirable del difunto señor Darcy, y sin duda lo fue. Mi madre era estricta con él, como lo era conmigo. En nuestro hogar no había risas. Pero era un hombre como los demás y, cuando los negocios del señor Darcy lo llevaban a Londres una semana o más, llevaba una doble vida. Lo ignoro todo de la mujer a la que se unió, pero él, en su lecho de muerte, me confesó que tenía una hija. En su honor debo decir que hizo todo lo que pudo para mantenerla, pero me contaron poco de sus primeros años, solo que la llevaron a una escuela de Londres que no era mejor que un orfanato. Ella escapó a los doce años, y él perdió el contacto con su hija a partir de ese momento. Como la edad y las responsabilidades de Pemberley le pesaban cada vez más, no fue capaz de emprender ninguna búsqueda. Pero la llevó en la conciencia hasta el final y me suplicó que hiciera lo posible por encontrarla. Hacía tiempo que la escuela había cerrado sus puertas, y no se sabía quién era el dueño, pero logré contactar con los habitantes de la casa contigua, que habían trabado amistad con una de las internas y mantenían trato con ella. No se trataba, precisamente, de una mujer desahuciada. Tras un matrimonio breve con un hombre anciano, había enviudado, y su esposo le había dejado suficiente dinero para adquirir una casa en Marylebone, donde recibía a huéspedes, todos ellos hombres jóvenes de familias respetables que dejaban sus casas para trabajar en la capital. Sus cariñosas madres sentían un profundo agradecimiento por aquella dama maternal que prohibía taxativamente la entrada de mujeres, ya fueran estas huéspedes o visitantes.
—Eso ya lo sabíamos —comentó el coronel—. Pero no menciona usted cuál era el modus vivendi de su hermana, ni a los desgraciados hombres a los que chantajeaba.
A Wickham le costó dominar la ira.
—Causó menos daño en su vida que muchas damas respetables. Su esposo no le dejó nada en usufructo, y se veía obligada a vivir de su ingenio. No tardamos en adorarnos, tal vez porque teníamos muchas cosas en común. Era lista. Me dijo que mi mejor activo, tal vez el único, era que gustaba a las mujeres, y que sabía cómo resultarles agradable. Mi mayor esperanza para salir de la pobreza era casarme con alguna mujer rica, y creía que poseía las cualidades para lograrlo. Como saben, mi primera y más prometedora esperanza quedó en nada cuando Darcy se presentó en Ramsgate representando el papel de hermano indignado.
El coronel tuvo que ponerse en pie para impedir que Darcy diera un paso.
—Hay un nombre que no puede salir de sus labios, ni en esta habitación ni en ningún otro lugar, si aprecia en algo su vida, señor.
Wickham lo miró, y a su mirada regresó un destello de su antigua confianza.
—No soy un recién llegado a este mundo, señor —dijo—, y sé bien cuándo una dama tiene un nombre que no puede ser tocado por el escándalo y una reputación sagrada, y también sé que existen mujeres que, con su vida, ayudan a salvaguardar esa pureza. Mi hermana era una de ellas. Pero volvamos al asunto que nos ocupa. Afortunadamente, los deseos de mi hermana daban solución a nuestro problema. Ahora que la hermana de Louisa se había negado a hacerse cargo del bebé, había que encontrarle un hogar. Eleanor deslumbraba a Louisa hablándole de la vida que llevaría su hijo, y ella aceptó que, la mañana del baile de Pemberley, mi hermana acudiera a la cabaña en mi compañía para recoger al pequeño y llevarlo a Londres, donde yo buscaría trabajo, y donde ella lo cuidaría temporalmente, hasta que Louisa y yo pudiéramos casarnos. No teníamos intención, claro está, de facilitarle la dirección de mi hermana.
»Pero entonces el plan se estropeó. Debo admitir que fue, en gran parte, culpa de Eleanor, que no estaba acostumbrada a tratar con mujeres y que había convertido en norma no hacerlo. Los hombres son más directos, y ella sabía cómo persuadirlos y embaucarlos. Incluso después de hacer efectivos los pagos, los hombres nunca se enemistaban con ella. En cambio, con las vacilaciones sentimentales de Louisa, perdía la paciencia. Para ella, se trataba de una cuestión de sentido común: Georgie necesitaba un hogar con urgencia, y ella podía proporcionarle uno muy superior al de los Simpkins. Pero a Louisa no le cayó bien Eleanor, y empezó a desconfiar de ella. Hablaba demasiado sobre la necesidad de disponer de las treinta libras prometidas a los Simpkins. Con todo, finalmente Louisa aceptó seguir con el plan, pero existía el riesgo de que, cuando llegara el momento de separarse de su hijo, se resistiera a entregarlo. Por eso quise que Denny nos acompañara cuando fuimos a recoger a Georgie. Yo estaba seguro de que Bidwell no se movería de Pemberley, y de que todos los criados estarían muy ocupados, y sabía que el carruaje de mi hermana no tendría problemas para acceder por la puerta noroeste. Asombra comprobar hasta qué punto un chelín o dos facilitan las cosas. Eleanor había acordado previamente reunirse con el coronel en el King’s Arms de Lambton la noche anterior, para informarle del cambio de planes.
—Yo no había vuelto a ver a la señora Younge desde que la entrevistamos cuando buscábamos a una dama de compañía —intervino el coronel Fitzwilliam—. Ella me cautivó como lo había hecho entonces, y me facilitó detalles sobre su situación económica. Ya le he contado a Darcy que lo que proponía me pareció lo mejor para el niño, y sigo creyendo que habría sido bueno que la señora Younge adoptara a Georgie. Después, al asumir la misión de acercarme a la cabaña del bosque cuando íbamos camino de investigar el origen de aquellos disparos, me pareció que lo correcto era contarle a Louisa que su amante era Wickham, que estaba casado y que él y un amigo suyo habían desaparecido en el bosque. A partir de ahí, ya no habría la menor esperanza de que a la señora Younge, amiga y confidente de Wickham, le permitieran llevarse al bebé.
—Pero en realidad nunca se planteó la posibilidad de que Louisa cambiara de opinión —dijo Darcy, volviéndose hacia Wickham—. Usted tenía pensado llevarse al niño por la fuerza si era necesario.
Sin inmutarse, el aludido habló.
—Habría hecho cualquier cosa, cualquier cosa para que Eleanor se quedara con Georgie. Era mi hijo, y a los dos nos preocupaba su futuro. Desde que nos habíamos encontrado, no había podido darle nada a cambio de su apoyo y su amor. Ahora había algo que podía ofrecerle, algo que ella deseaba desesperadamente, y no iba a permitir que la indecisión y la estupidez de Louisa lo impidieran.
—¿Y qué vida habría tenido ese niño, criado por una mujer como ella? —insistió Darcy.
Wickham no dijo nada. Todos los ojos estaban clavados en él, y Darcy vio, con una mezcla de horror y compasión, que hacía esfuerzos por recomponerse. La confianza anterior, aquel sentimiento tan parecido a la despreocupación con el que había relatado su historia, había desaparecido. Alargó una mano temblorosa para servirse más café, pero las lágrimas cegaban sus ojos, y solo logró volcar la cafetera. Nadie dijo nada, y nadie se movió hasta que el coronel se agachó a recogerla y volvió a dejarla sobre la mesa.
Finalmente, controlándose, Wickham dijo:
—El niño habría sido querido, más querido que yo en mi infancia o que usted en la suya, Darcy. Mi hermana no había tenido hijos, y ahora existía la posibilidad de que pudiera criar al mío. No dudo de que pidiera dinero por ello, era su modo de vida, pero lo habría gastado en Georgie. Lo había conocido. Es un niño precioso. Mi hijo es precioso. Y ahora sé que no volveré a ver a ninguno de los dos.
Darcy habló con dureza.
—Sin embargo, usted no resistió la tentación de implicar a Denny. Solo debía enfrentarse a una anciana y a Louisa, pero no quería que la muchacha se pusiera histérica y se negara a entregarle el niño. Todo debía desarrollarse en silencio, para no alertar al hermano enfermo. Usted quería contar con otro hombre, con un amigo de confianza, pero Denny, en cuanto comprendió que usted estaba dispuesto a llevarse a Georgie por la fuerza si era necesario, y cuando supo que le había prometido casarse con ella, se negó a participar en el plan y por eso abandonó el cabriolé. Para nosotros siempre ha sido un misterio que caminara alejándose del sendero que le habría llevado hasta la posada, o que no permaneciera, más sensatamente, en el coche hasta que este llegara a Lambton, desde donde podría haber partido sin dar explicaciones. Murió porque se dirigió a la cabaña a advertir a Louisa Bidwell para alertarla de sus intenciones. Las palabras que usted pronunció ante su cadáver eran ciertas. Usted mató a su amigo. Lo mató lo mismo que si lo hubiera atravesado con una espada. Y Will, que moría en soledad, creyó que estaba protegiendo a su hermana de su seductor, cuando en realidad estaba matando al hombre que había acudido a ayudarla.
Pero la mente de Wickham seguía clavada en otra muerte, y dijo:
—Cuando Eleanor oyó la palabra «culpable», su vida terminó. Sabía que me ejecutarían en pocas horas. Habría permanecido a los pies del patíbulo y habría sido testigo de mis últimos estertores, si hubiera sabido que me servía de consuelo, pero hay horrores que ni el amor resiste. Estoy seguro de que había planeado su muerte. Me había perdido a mí y había perdido al niño, pero al menos podía asegurarse de que, como yo, no fuera enterrada en campo santo.
Darcy estuvo a punto de decir que, sin duda, aquella última indignidad podía evitarse, pero Wickham lo silenció con la mirada.
—Usted despreció a Eleanor en vida, no sea paternalista con ella ahora que está muerta. El reverendo Cornbinder se está ocupando de todo lo necesario, y no necesita su ayuda. En ciertas áreas de la vida tiene una autoridad de la que carecen otros, incluso si esos otros son el señor Darcy de Pemberley.
Nadie dijo nada, hasta que Darcy rompió el silencio.
—¿Qué ha ocurrido con el niño? ¿Dónde está ahora?
El coronel se adelantó.
—Me he ocupado de averiguarlo. El pequeño ha regresado con los Simpkins y, por tanto, como todo el mundo cree, con su madre. El asesinato de Denny causó un revuelo y una alteración considerables en Pemberley, y a Louisa no le costó convencer a su hermana de que se lo llevaran y lo alejaran del peligro. Yo les envié un pago generoso, de manera anónima, y hasta el momento no se ha sugerido que deba abandonar la casa de los Simpkins, aunque tarde o temprano puede haber problemas. Yo no deseo seguir involucrado en este asunto; es probable que pronto deba ocuparme de misiones más graves. Europa nunca se librará de Bonaparte hasta que este sea plenamente derrotado tanto por tierra como por mar, y espero hallarme entre los privilegiados que participen en esa gran batalla.
Todos se sentían muy fatigados, y nadie parecía saber qué añadir. Por ello fue un alivio ver aparecer, antes de lo previsto, al señor Gardiner tras la puerta, anunciando que el señor Cornbinder había llegado.