10

Al concluir el juicio, Darcy se sentía tan fatigado como si se hubiese sentado él en el banquillo de los acusados. Habría formulado preguntas a Alveston para que éste le diera confianza, pero el orgullo y la seguridad de que solo conseguiría irritarle se lo impedían. Ya nadie podía hacer nada salvo esperar. El jurado había optado por retirarse a deliberar y, en su ausencia, la sala había vuelto a convertirse en un lugar ruidoso, una inmensa jaula de loros donde los asistentes repasaban las declaraciones y hacían apuestas sobre cuál sería el veredicto. No hubieron de aguardar mucho. Apenas diez minutos después, los miembros del jurado regresaron. Darcy oyó que el alguacil, con voz autoritaria, preguntaba:

—¿Quién es su portavoz?

—Yo, señor.

El hombre alto, de piel oscura, que le había clavado la vista durante el juicio, y que, de manera clara, ejercía de cabecilla de todos ellos, se puso en pie.

—¿Han alcanzado algún veredicto?

—Sí.

—¿Consideran al acusado culpable, o inocente?

La respuesta llegó sin la menor vacilación:

—Culpable.

—¿Y es ése el veredicto de todos los miembros del jurado?

—Sí.

Darcy sabía que había ahogado un grito. Notó la mano de Alveston en su brazo, presionándolo para calmarlo. La sala estalló en un guirigay de voces, una mezcla de gruñidos, gritos y protestas que creció hasta que, como impulsado por una orden interna, el griterío cesó, y todos los ojos se volvieron hacia Wickham. Darcy, envuelto en el rumor, había cerrado los suyos, pero se obligó a abrirlos y a dirigir la mirada hacia el banquillo. El rostro de Wickham presentaba el rictus y la palidez de una máscara mortuoria. Abría la boca para hablar, pero no le salían las palabras. Se aferraba a la barandilla, y por un momento pareció que se tambaleaba. Darcy sintió que se le agarrotaban los músculos mientras lo observaba, hasta que Wickham se repuso y, con gran esfuerzo, sacó fuerzas para ponerse en pie y mantenerse erguido. Mirando fijamente en dirección al juez, finalmente, se expresó con una voz que en un primer momento le salió quebrada, pero que después llegó a todos alta y clara.

—Soy inocente de este cargo, señoría. Juro por Dios que no soy culpable. —Abriendo mucho los ojos, pasó la mirada por toda la sala, como si buscara desesperadamente un rostro amigo, alguna voz que confirmara su inocencia. Y entonces repitió, esta vez con más vehemencia—: No soy culpable, señoría, no soy culpable.

Darcy se fijó entonces en el lugar que ocupaba la señora Younge, vestida con recato y en silencio, rodeada de sedas, muselinas y abanicos abiertos. Y descubrió que no estaba. Debió de ausentarse apenas se hizo público el veredicto. Él sabía que debía ir a su encuentro, que necesitaba conocer qué papel había desempeñado ella en la tragedia de la muerte de Denny, averiguar por qué estaba ahí, con la vista clavada en Wickham como si, al mirarse, se transmitieran algún poder, se infundieran valor.

Se liberó de la mano de Alveston y se dirigió a la puerta. Ésta se mantenía cerrada con fuerza para impedir que la multitud que se agolpaba fuera, y hasta la cual llegaba el clamor de la sala, irrumpiera en ella. Los gritos iban en aumento, cada vez menos recatados, cada vez más airados. Le pareció oír al juez amenazando con llamar a la policía o al ejército para expulsar a quien alterara el orden, y alguien próximo a él preguntó: «¿Dónde está el pañuelo negro[1]? ¿Por qué diantres no encuentran el maldito pañuelo y se lo ponen en la cabeza?» Entonces se oyó un clamor colectivo, de triunfo, y al mirar a su alrededor vio que un paño cuadrado de tela volaba sobre la multitud, llevado por un joven sentado sobre los hombros de un compañero, y sintió un estremecimiento al saber que, en efecto, era el pañuelo negro.

Forcejeó para mantener su posición junto a la puerta y, cuando los congregados en el exterior lograron abrirla, él pudo abrirse paso a codazos y llegar a la calle. El revuelo alcanzaba también el exterior, la misma cacofonía de voces, gritos, un coro de alaridos que, le pareció, eran más de conmiseración que de ira. Un aparatoso carruaje estaba detenido, y la muchedumbre intentaba arrancar del pescante al cochero, que gritaba:

—¡No ha sido culpa mía! ¡Ya han visto a la dama! ¡Se ha arrojado bajo las ruedas!

Y, en efecto, allí estaba ella, aplastada bajo las pesadas ruedas, mientras la sangre brotaba y formaba un charco a los pies de los caballos. Al olerla, éstos relinchaban y se encabritaban, y al cochero le costaba dominarlos. Darcy contempló la escena apenas un instante, y tuvo que vomitar en una alcantarilla. El hedor acre parecía envenenar el aire. Oyó que alguien gritaba:

—¿Dónde está el furgón fúnebre? ¿Por qué no se la llevan? Es una indecencia dejarla aquí.

El pasajero del coche hizo ademán de bajarse, pero al ver a la multitud, cambió de idea, se atrincheró en el interior y corrió la cortina, a la espera, sin duda, de que llegaran los agentes y restablecieran el orden. Los congregados eran cada vez más, y entre ellos se veía a niños que lo observaban todo sin comprender y a mujeres con recién nacidos en los brazos, que, asustados por el escándalo, lloriqueaban. Él no podía hacer nada. Debía regresar a la sala de vistas, encontrar al coronel y a Alveston, esperar que éstos le dieran alguna esperanza. Pero en su fuero interno sabía que no la había.

Entonces vio el gorrito de cintas rojas y verdes. Debía de habérsele caído y, rodando sobre el pavimento, había llegado hasta sus pies. Lo observó como hipnotizado. Junto a él, una mujer tambaleante, que cargaba con un bebé en un brazo y sostenía una botella de ginebra en la mano libre, dio un paso al frente, se agachó y se lo puso, torcido. Sonriendo, le dijo a Darcy:

—A ella ya no va a servirle de nada, ¿verdad? —Y se alejó.