Algún ronquido aislado indicaba que el calor reinante en la sala inducía al sopor general, pero cuando Wickham se puso en pie junto al banquillo de los acusados, dispuesto a hablar, hubo codazos, susurros y un interés renovado. Se expresó con voz clara y firme, aunque sin emoción, casi como si en lugar de hablar estuviera leyendo, pensó Darcy, las palabras que podían salvarle la vida.
—Aquí me encuentro, acusado del asesinato del capitán Martin Denny, y ante la acusación me he declarado inocente. Soy, en efecto, totalmente inocente de su asesinato, y me hallo aquí tras haber arriesgado la vida por mi país. Hace más de seis años serví en el ejército junto con el capitán Denny. Fue entonces cuando se convirtió en mi amigo, además de ser mi camarada de armas. La amistad continuó y apreciaba tanto su vida como la mía propia. Lo habría defendido a muerte de cualquier ataque y así lo habría hecho de haberme encontrado presente cuando tuvo lugar la agresión cobarde que le causó la muerte. Durante las declaraciones de los testigos se ha dicho que hubo una discusión entre nosotros cuando nos encontrábamos en la posada, antes de emprender el camino fatal. No fue más que una discrepancia entre amigos, pero fue culpa mía. El capitán Denny, que era hombre de honor y profundamente compasivo, creía que me había equivocado abandonando el ejército sin contar con una profesión fija ni con un lugar de residencia que ofrecer a mi esposa. Además, opinaba que mi plan de dejar a la señora Wickham en Pemberley para que pasara allí la noche y asistiera al baile del día siguiente era desconsiderado e inconveniente para la señora Darcy. Creo que fue su creciente impaciencia ante mi conducta lo que hizo que mi compañía le resultara intolerable, y por eso ordenó al cochero parar el vehículo y se internó corriendo en el bosque. Yo fui tras él para pedirle que regresara. La noche era tormentosa, y hay zonas del bosque impenetrables, que podían resultar peligrosas. No niego haber pronunciado las palabras que se me han atribuido, pero lo que quería decir era que la muerte de mi amigo fue responsabilidad mía, pues fue nuestra discrepancia la que le llevó a internarse en el bosque. Yo había bebido bastante, pero, a pesar de que es mucho lo que no recuerdo, sí tengo la imagen clara del horror que me causó encontrarlo y ver su rostro manchado de sangre. Sus ojos me confirmaron lo que ya sabía, que estaba muerto. La sorpresa, el espanto y la pena me embargaron, aunque no hasta el punto de impedirme tratar de apresar al asesino. Cogí su pistola y disparé varias veces contra lo que me pareció que era una figura que huía, y la seguí entre los árboles. Para entonces, el alcohol que había ingerido había hecho ya su efecto, y no recuerdo nada más hasta estar arrodillado junto a mi amigo, meciendo su cabeza en mi regazo. Y entonces llegó el grupo de rescate.
»Señores del jurado, este caso contra mí no se sostiene. Si yo golpeé a mi amigo en la frente y, peor aún, en la base del cráneo, ¿dónde están las armas? Después de una búsqueda exhaustiva, no se ha presentado ni una sola en esta sala. Si se alega que seguí a mi amigo con intenciones asesinas, ¿cómo esperaba abatir a un hombre más alto y más fuerte que yo, y que llevaba un arma de fuego? El hecho de que no hubiera rastro de persona desconocida acechando en el bosque no implica necesariamente que esa persona no existiera. Lo normal es que no se quedara en el lugar del crimen. Sé que estoy bajo juramento, y por eso mismo juro que no participé en el asesinato del capitán Martin Denny, y me pongo en manos de mi patria con absoluta confianza.
Se hizo el silencio, y Alveston susurró a Darcy:
—No ha ido bien.
—¿No? —se sorprendió Darcy—. A mí me ha parecido que sí. Ha presentado sus argumentos con claridad, no han aparecido pruebas de ninguna discusión fuerte, la ausencia de armas, lo irracional de perseguir a su amigo con intenciones asesinas, la falta de motivo… ¿Qué es lo que está mal?
—No es fácil explicarlo, pero he asistido a muchos alegatos finales de acusados, y temo que éste no resulte convincente. Aunque construido con cuidado, le ha faltado esa chispa vital que nace de la inocencia. Su forma de pronunciarlo, la ausencia de apasionamiento, el cuidado puesto en todo… Tal vez se considere inocente, pero no lo parece. Y eso es algo que los jurados detectan, no me pregunte cómo lo hacen. Tal vez no sea culpable de este asesinato, pero está cargado de culpa.
—Eso nos ocurre a todos, a veces. ¿Acaso la culpa no forma parte del ser humano? Sin duda habrá sembrado una duda razonable en el jurado. A mí me habría bastado con ese alegato.
—Ojalá baste también al jurado —dijo Alveston—, aunque no soy optimista.
—Pero si estaba ebrio…
—Sí, declaró estarlo en el momento del asesinato, pero, en la posada, pudo montarse solo en el cabriolé. La cuestión no se ha dilucidado durante las declaraciones de los testigos, aunque en mi opinión es cuestionable cuál era su estado de embriaguez en ese momento.
Durante el discurso, Darcy había intentado concentrarse en Wickham, pero no había podido evitar mirar a la señora Younge. No existía el menor riesgo de que sus ojos se encontraran. Los de ella estaban fijos en Wickham, y en ocasiones veía que sus labios se movían, como si oyera recitar algo que ella misma hubiera escrito. O tal vez estuviera rezando. Cuando se concentró de nuevo en Wickham, éste miraba al frente. Entonces se volvió hacia el juez Moberley, que se disponía a pronunciar las palabras finales, dirigidas a los miembros del jurado.